Hace unos meses tuve el placer de leer por primera vez a Lynne Segal, quien, en una de sus grandes obras, Is the future female? Troubled thoughts on contemporary feminism, escribió sobre la necesidad feminista de acoger un análisis de la sexualidad que no hiciera de ella «la clave para la autoexpresión o la clave para el cambio social». Hacer de la «violencia sexual» el centro de todo, decía, era no hacer justicia a las mujeres negras y de clase trabajadora que habían estado sufriendo, luchando más que nadie, contra los abusos sexuales que habían recibido históricamente por parte de los hombres. Y era no hacerles justicia, precisamente, porque las respuestas que se pedían hacia esta violencia eran claramente penales. Recurrir al punitivismo era para Segal la legitimación de una violencia que mayoritariamente recaía en los varones negros de clase trabajadora. Y, es cierto, no puede haber mayor inconsciencia que la de quien cree que las instituciones penitenciarias son neutras.

En ningún caso es éste un artículo que busque quitarle importancia a los abusos de poder machistas, o que quiera negar que existen hombres poderosos que están bien cuidados y protegidos por la sociedad patriarcal en la que vivimos. Se trata, más bien, de unas cuantas palabras que buscan acabar con la idea de que la radicalidad del feminismo viene dada por la contundencia (normalmente penal) con la que se da respuesta a las violencias machistas. O, en otras palabras, son algunas reflexiones personales sobre las consecuencias de hacer de la «violencia sexual» el centro de nuestros discursos feministas.

La fijación del feminismo en el peligro de la sexualidad viene de lejos. Se trata de un fenómeno que no podríamos entender sin los cambios sociales y económicos que supuso la ofensiva neoliberal de los 70, pero sobre todo de los 80. Cuando los herederos de los ultraliberales de la Escuela de Chicago llegaron al poder, declararon la guerra a las posiciones avanzadas del movimiento obrero durante el siglo XX, aplicaron políticas desreguladoras que erosionaron el trabajo estable propio de la era fordista y disolvieron paulatinamente las solidaridades de clase. Fue un período histórico, en el que el crédito fácil hizo posible una transformación subjetiva de la población hacia el estatus de propietario, y fue la posterior inseguridad de las llamadas clases medias a perderlo, la que dejó el camino libre para el establecimiento de las bases sociológicas que permitirían la posterior internalización de los discursos de la «seguridad». Debemos ser conscientes de que la difusión de las ideas del feminismo radical promulgado por Catharine MacKinnon o por Robin Morgan, entre otras, coincide con ese contexto político y social. Un período favorable a que aquellos discursos feministas que hacían del «sexo» y de la «violencia sexual» el centro de sus teorías, acabaran por ser hegemónicos. Era bastante cómodo un feminismo centrado en el peligro inherente que comportaba cualquier relación sexual con un hombre, que pusiera la atención en la responsabilidad individual de una agresión sexual y no en cómo ésta se ejerce en un contexto social, político y económico concreto. En definitiva, que esparciera una imagen de la sexualidad como si ésta existiera fuera de un contexto y de unas relaciones sociales concretas.

Por supuesto, la constante referencia al peligro sexual, entendiendo el sexo como un campo inherentemente peligroso, comporta la fijación en los llamados delincuentes sexuales. Un concepto que, como explica Loïc Wacquant en Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la inseguridad social, toma tal elasticidad que puede reunir una amplia gama de conductas que van desde lo moralmente problemático a la violencia física. De hecho, afirma el autor, son uno de los «blancos privilegiados del panoptismo penal que ha aflorado, en las últimas décadas, sobre las ruinas del Estado caritativo». Es evidente que un rechazo completo y total del código penal sería hacernos percibir como seres completamente desconectados del sentido común compartido, pero hacer de la concurrencia en las instituciones penales la respuesta y la solución a un problema como el de la violencia machista es claramente un aventurerismo irresponsable.

Hacer de la “violencia sexual” la demanda central del feminismo comporta, de la misma forma, una definición de los sujetos implicados. Los discursos centrados en la violencia significan también la delimitación del sujeto de la mujer como víctima casi esencial y perpetua, como sujeto que recibe violencia pero nunca como el que la ejerce. Las mujeres somos víctimas del patriarcado en muchas ocasiones, pero no lo somos siempre ni somos únicamente víctimas. Es más, las que somos hijas de Despentes sabemos que de estos discursos se desprenden mandatos implícitos: tener miedo a los hombres, a la noche, a la autonomía, que no te gusten el sexo ni las bromas. Se trazan criterios de aceptabilidad que tienen que ver con la prudencia y la pasividad.

Pero lo más importante, con toda la atención puesta en la «violencia sexual», ¿dónde quedan las demandas de reconocimiento de derechos —entre ellas las de las trabajadoras sexuales—? ¿O las demandas de mejora de las condiciones laborales? ¿O la necesidad de abolir la ley de extranjería? ¿No son éstas, demandas feministas? Es ésta la gran lección que nos señaló el feminismo negro, indígena y poscolonial: la necesidad de dejar de posicionar la «violencia sexual» como la principal demanda de nuestro movimiento, porque hay muchas otras. Al fin y al cabo, esto sólo pudo ser pensado por un feminismo que obviaba la importancia de la clase social y de la opresión racial, problemas que afectaban y afectan a la mayoría de mujeres de nuestras sociedades.

Estamos cayendo, con el bombardeo constante de los feminicidios, de los abusos sexuales y de las violaciones, en uno de los reduccionismos del izquierdismo más rancio de todos: aquello de que el feminismo sólo se ocupa de los «problemas de las mujeres». Que no se entienda que la violencia que recibimos no es importante, démosle a la violencia machista la importancia que tiene, abordémosla más allá del código penal, pero no hagamos de ella la razón de ser de nuestro proyecto político. No hay peor forma de no hacerle justicia al feminismo revolucionario.

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