2019 es un buen año para empezar esta historia. Antes de la pandemia, Barcelona era la segunda ciudad europea con más pernoctaciones reservadas en portales como Airbnb, Booking, Tripadvisor y Expedia. Sus once millones empequeñecían los poco más de siete en Praga, séptima en la clasificación de esos meses donde todo era normal y no lo sabíamos.
Barcelona tiene más de millón seiscientos mil habitantes, trescientos mil más que la capital checa. Sin embargo, ambas coinciden en tener una dinámica turística similar pese a ser tan distintas en su marco espacial, forjado por los siglos.
Esta idea surgió durante unos días de visita praguense. En estos viajes en ciudades grandes para el tamaño continental suelo dedicar un día a hacerme con las calles para orientarme y crear un mapa mental. De esas horas recuerdo muchas cosas. A nivel de prostitución para con los visitantes, Praga no ha perdido su discurso hegemónico de fiesta barata con exaltación del alcohol, ampliado ahora con un negocio de cannabis muy destinado a los extranjeros, estafados en estancos y ultramarinos.
Barcelona no promociona este modelo, pero lo tolera con creces en sus epicentros, con la Rambla y el puerto aupados en la noche. La primera ha expulsado también cuando luce la luna a los ciudadanos, reacios a caminar por ese parque temático al aire libre donde se concentran masas ingentes de turistas, muchos de ellos con planillo de sota, caballo y rey. De la avenida de avenidas, el siguiente objetivo es la Sagrada Familia, atiborrada de autocares y guiris enloquecidos sacándose selfies para -a continuación- retratar con rictus admirado la basílica de Antoni Gaudí.
Durante estos últimos meses he mantenido en más de una ocasión la misma charla callejera. Hay más turistas. No, sólo que te parecen más después de la pandemia. Pero hay muchos. Sí, eso es evidente, pero se concentran en sus lugares de exclusión a la ciudadanía.
En Praga sentí esa constante, la cuadratura del círculo con la baja calidad, colmada de chucherías homologadas, de la absenta al dulce con helado y una apología casi dadaísta de la cerveza, bebida sin interrupción y hasta con un spa bien anunciado con señoritas rubias en ropa interior.

A esto se une, como decíamos, la reconcentración de los foráneos en ejes muy concretos. El más horripilante, y útil para jugar con imágenes sin personas, es el puente de Carlos, un turistódromo elevado al infinito, perfecto para captar las actitudes contemporáneas, y si hay abundancia de turistas suele faltar cualquier tipo de cordura o educación.
Más allá de esto, Praga redunda en la peligrosa caricatura de los visitantes homologados en la zona del reloj astronómico. Todos fotografían con sus teléfonos y atestan un centro que delimitan sin ambiciones de ir muy lejos por ausencia real de curiosidad. El puente de Carlos y el reloj astronómico, con sus preciosos aledaños repletos de tiendas, serían la Rambla y la Sagrada Familia.
La tercera hermandad de Praga y Barcelona es la inexistente cara B de las guías. Si sales del meollo invadido, es facilísimo hallar maravillas muy poco densificadas. De mi ciudad escribo cada semana, de la checa basté para comprenderlo dos itinerarios que, a posteriori, abrieron otras puertas.
Uno de ellos fue en esa tarde de aclimatación. No me costó nada despejar la ruta. En pocas calles se vació todo Babel y me perdí a medias, rodeado de checos solitarios. Luego llegó el primer atisbo de la Praga contemporánea con la cabeza de Kafka del escultor Cerny, un emblema de esta modernidad.

Más tarde localicé otra estatua del escritor banalizado, si se quiere más poética y profunda porque se encuentra en la encrucijada de los distritos judío, católico y protestantes, muy adecuada para ese hebreo residente en la meca del nacionalismo checo con el agravante de escribir en alemán.
En la de Cerny, de 2014, había guiris, pero al cabo de unos metros se evaporaban, ajenos a todo el conjunto modernista vertebrador de un centro que para su delicia es extrarradio del mismo. Así, feliz al disponer casi por completo del entorno, llegué a la Casa Danzante de Milunic y Gehry, a mi parecer sensacional por ciertas sugerencias, de su estética como de cómic a su hilvanarse con una hilera Art Nouveau, sin perturbarla.

En su base todos eran estudiantes checos, un poco como los chavales de Barcelona en los accesos a muchas tiendas de marca, como la Apple de plaza de Catalunya con paseo de Gràcia. No había turistas en la costa, como tampoco los identifiqué una vez crucé el puente de la Pólvora y topé con la casa Municipal, publicitada por las contribuciones de Alfons Mucha, en riesgo de caer en la camiseta como Kafka, sin aún haber sucumbido a esa tragedia.
Estas dos caminatas, tampoco muy exigentes, me brindaron la pasarela para conocer Praga sin el agobio de estar apretado y campar a mis anchas, no como en el Castillo, otro enclave muy kafkiano con enjambres humanos junto a los guardias.

Tanto ésta como Barcelona tienen lo que denomino para mis adentros como museos al aire libre de arquitectura. En mi opinión, la capital catalana tiene dos muy desaprovechados, pese a su trascendencia. El sector de detrás del Turó Park es toda una serie de evoluciones y un manifiesto hacia el adiós al Franquismo más rancio a través del lenguaje de los edificios. Mitjans, Bofill o Coderch son algunas de las firmas de este barrio sin eco, en eso padre de la villa Olímpica, discutible, como todo, pero brillante en la polisemia de su entramado.
A estas dos estrellas podríamos añadir, si nos ceñimos a lo último, perlas como el 22@, el Fórum y piezas independientes, aunque significativas, como el hotel W, no tan icónico como la torre Agbar.
En un reportaje, de hará cosa de un mes, reflexioné sobre cómo el problema de los parques temáticos que expulsan a los ciudadanos, su gloria y su oprobio, es la incapacidad de tejer ciudad, de ser centro entorpeciéndola, parcelándola mientras empeora.
En Praga, la época posterior al comunismo regaló una inmensidad de solares en áreas próximas al centro, transformándolas desde una diversificación que, como suele ser recurrente, gentrificó los barrios.
En Karlin, a no más de tres quilómetros de la torre de la Pólvora, la mayoría de un notable Modernismo conduce a interiores de fábricas habilitados como multiusos y a edificios de oficinas premiados, como el Principal, antesala, al lado del río, de un panorama con centros comerciales muy siglo XXI, caso del Florentinum, un convento reconvertido en parque o las estribaciones del ministerio de Industria.

Al día siguiente, de nuevo junto a la casa Municipal y la torre de la Pólvora, mis pasos se adentraron fuera de lo más convencional, hasta vislumbrar la joya del proyecto Masarickya, de Zaha Hadid Arquitectos. En cierto sentido, sus veintiocho mil metros cuadrados son una solución no sólo prestigiosa, sino de aplauso al remodelar la principal estación ferroviaria, combinándola con parques públicos, sectores para las finanzas y un enlace vial de norte a sur perfumado de sostenibilidad a raudales.
El Masarickya quizá tendrá su equivalente barcelonés en la Sagrera. Los viejos del puente de Calatrava no tienen la respuesta a este enigma. Son reyes de discurrir sobre el progreso de las obras, que es el de su ciudad. En Praga, el proyecto aún no está finalizado, aunque sí integrado con esa centralidad exiliada del templo turístico.

La propuesta de ZHA mejorará y fundará, pues el espacio carecía de vida. Está por ver si la Sagrera no gentrificará para expulsar sin ser un parque temático como la Rambla. Otra posibilidad es que se ratifique el noviazgo con Praga y el nudo de comunicaciones confiera a Barcelona otro centro, sin casi vinculación con el turístico, una antípoda a los parques temáticos de exclusión a la ciudadanía y una vuelta de tuerca a su percepción, tanto local como foránea.