Hay muchas claves para pasear con garantías. La primera de ellas es pensar en cómo caminar implica pararse y observar el espacio por donde circulamos. Si lo hacemos, siempre saldremos ganando porque podremos comprender la estructura urbana, en general algo bastante sencillo si nos quitamos de encima miedos e inseguridades mediante constantes preguntas.

Para entender lo dicho, un buen lugar es la plaça de Virrei Amat. Recuerdo una madrugada de 1999. Entonces arreglaban su interior y habían puesto una especie de plataforma para que los jóvenes diéramos saltos medio enloquecidos, sin importar mucho la hora.

Durante pocos minutos reí como un animal desde ese hermoso absurdo de la cotidianidad. Chicos y chicas en el cielo, ajenos a las preocupaciones y felices por esa colchoneta con muelles.

El passatge de l’Esperança visto desde la plaça de Virrei Amat. | Jordi Corominas

Si fuera estúpido manifestaría mi arrepentimiento por no haber observado el conjunto desde ese entorno privilegiado. Ahora lo pienso por necesidades del guión, pero lo cierto es que a finales del pasado milenio no me interrogué sobre la morfología de esta clara encrucijada, confluencia de caminos antiguos o modernos. La junción entre el camí de Sant Iscle i el passeig de Santa Eulàlia, lo que serían els Quinze y Fabra i Puig, muestra su importancia como nudo de comunicaciones.

El gran enigma no es tal. La magnitud del ágora, sus hectáreas, correspondían al marquesado de Castellbell. La Gaceta Municipal de mediados de los años veinte recoge con ansía las urgencias del municipio por agilizar la urbanización de esas tierras para completar lo emprendido a finales del siglo XIX con Fabra i Puig, para así modernizar la conexión con Horta, y proseguido con la nueva centuria a través, por ejemplo, de la inauguración del passeig de Pi i Molist, el camino hacia el manicomio.

La plaça de Virrei Amat no sólo debía encajarse entre estas arterias, sino cuadrar el círculo del barrio de la Jota, pues los campos de los Castellbell servirían para cerrar el proyecto, iniciado en mayo de 1896 y rubricado en 1901, de nuevas calles para la parte alta de Sant Andreu a partir del desguace de las propiedades del Mas Garrigó de Maria Ángeles Puig España.

Planos del proyecto de urbanización de los terrenos de la marquesa de Castellbell. En el de arriba la línea roja muestra cuales eran sus parcelas, en el de abajo enseña las fronteras entre estas y las de María Ángeles Puig España.

La cesión se produjo en 1927 gracias a la anuencia de la marquesa de Castellbell, una pía dama y gran amiga tanto de Alfonso XIII como del Marqués de Estella, en el siglo de Miguel Primo de Rivera, a la sazón dictador del Estado Español y antiguo capitán general de Catalunya, puesto desde el que emitió su Pronunciamiento del 13 de septiembre de 1923 para dar al país el requerido cirujano de hierro.

Al cabo de un año, la marquesa de Castellbell, María de los Dolores de Càrcer y de Ros, fue ungida grande de España. Durante ese septenio, concluido de modo abrupto a principios de 1930, la señora ocupó páginas y páginas de la crónica social barcelonesa, siempre al lado del poder, quién quizá recompensó su memoria de modo póstumo cuando, tras la Guerra que no vio terminar al fallecer en Sevilla el 7 de enero de 1939, rebautizó la plaza donde aún estaba uno de sus feudos en honor al Virrey Amat.

Este era hijo del primer marqués de Castellbell y ocupa un lugar más bien anecdótico en la historia condal, sobre todo por cómo se cuentan sus peripecias, resumidas en dos de sus mayores posesiones, el Palau de la Virreina en la Rambla y una de sus fincas de veraneo en la plaza, valga la redundancia, de la Virreina en Gràcia, ambos enclaves brindados a la memoria de su joven viuda, Francisca Fiveller i Bru.

Restos supervivientes del palacio de la Virreina en los muros laterales de la homónima iglesia en Gràcia. | Jordi Corominas

El Virrey, que sucedió a Joan Salvat-Papasseit en el nomenclátor del puesto, tuvo como sobrino al Baró de Maldà, quién a finales del siglo XVIII disfrutó como muchos otros nobles de Can Sitjar, la masía del clan superviviente hasta principios de los años sesenta, cuando fue reemplazada, como cierre del pasado y triunfo del presente, por un horrible rascacielos, aún imperial en esos aledaños.

El barón gozaba, y así lo narró en su mítico Calaix de sastre, de ese Colegio de la Buena Vida, recordado desde una nostalgia de lo no vivido propia de nuestro humanísimo gusto de querer imaginar maravillas de nuestros antepasados.

Las efemérides en los albores de lo contemporáneo mutaron en el Novecientos hacia una practicidad inevitable al integrarse los viejos pueblos rurales a la capital catalana con las Agregaciones del 20 de abril de 1897.

Las notas de prensa nos enseñan, durante los años dictatoriales, a una nobleza condal muy bien afianzada en el antiguo centro ajeno al Eixample, reservado, desde ese sentimiento arcano, a los nuevos ricos. La marquesa residía en el palacio familiar del carrer del Pi y no paraba de moverse hacia otras casas de veraneo, sin jamás parar en Can Sitjar.

La masía de Can Sitjar. Fuente CEC

Para los asuntos relativos a su imperio, un rompecabezas esparcido por media ciudad, delegaba en personas de confianza. Así lo hizo con las parcelas de Can Sitjar, tal como consta en los pliegues conservados en el Archivo Municipal. En ellos, pueden apreciarse varios aspectos significativos.

Estamos en 1927 y Maria Ángeles Puig España seguía sin tener mucha prisa. Para el Ayuntamiento era imperativo deshacerse de Can Garrigó para obtener el premio de un carrer Escòcia listo en su tramo superior, sin trabas. En ese año, al menos por los mapas de la documentación, algunos trechos de su prometida urbanización estaban en marcha, como el passatge de l’arquitecte Millàs, pero aún faltaba mucho trabajo por hacer.

Mapa de 1929. En rojo la masía de Can Sitjar; en naranja el Mas Garrigó. En azul marino, la riera d’Horta; en negro la calle Escòcia; en verde, Fabra i Puig; en amarillo Els Quinze y en violeta la Meridiana.

Can Garrigó ejercía de frontera con su rival y aliada para propiciar esa cuadrícula. La idea para consumarla en los dominios de la Castellbell no concebía planes inminentes como el passatge de l’Esperança, y añadía vías arriba de Ramón Albó/Arnau d’Oms, quien sabe si por la preponderancia de las cocheras de los tranvías en esa cercanía.

Al final, en lo concerniente a la Jota, su contribución no era tan cuantiosa, centrándose más bien en lo próximo a Virrei Amat. De hecho, en los papeles consultados se distingue con nitidez como sólo la calle de Emili Roca se enmarcaba en lo concebido con anterioridad a causa de los límites rurales de los dos blasones. Los colaboradores de la marquesa querían rubricarlo como Can Sitjà, pero ni siquiera eso se cumplió durante el otoño de los años veinte, pues para la administración su nomenclatura debía adaptarse a la tejida en el barrio de Salvador Riera, los mal llamados segundos Indians, de ahí ese toparse con Acacias, por el deseo de ir más allá de ese barrio inexistente y trazar un todo para esa periferia.

Ingreso a la calle de Emili Roca. | Jordi Corominas

Antes de escribir estas Barcelonas he meditado mucho sobre otro detalle. La década de los veinte es primordial para la construcción en toda la ciudad por la primera gran oleada migratoria y medidas como la ley de Casas Baratas. Esta tendría un rol crucial en la Jota. El chismorreo podría atribuirlo a las conversaciones privadas entre la marquesa y el dictador, cuya consecuencia fueron los pasajes del barrio, asimismo aupados por el bullicio fabril contiguo a Sant Andreu y la Meridiana.

Sea como sea, la donación de esta estirpe enlazó a la pareja femenina en una unidad propia. El trazado se colmó en el proceso con el abecedario. La Jota sobrevivió y la mentalidad de la dictadura le aportó folklore regional desde el baile, cuando su nacimiento se debe sólo a lo expeditivo de las letras mientras no se apuntalaban los cimientos del todo.

Share.
Leave A Reply