El barrio de la Jota no existiría sin la urbanización de las parcelas de dos damas. La parte superior de su entramado eran terrenos de la Marquesa de Castellbell, con Can Sitjar como jalón en la actual plaça de Virrei Amat. Los del tramo inferior, mucho más apetitosos por cantidad y calidad, correspondían a María Ángeles Puig España. El eje de sus parcelas era Can Garrigó, demolido en 1960, prueba de cómo ella y sus familiares no se dieron ninguna prisa en integrar lo rural a la ciudad.

Es de suponer que, antes de los años veinte, muchas manzanas, sobre todo al lado del ferrocarril en la Meridiana, se llenaron de fábricas, no así de viviendas, estas con un crecimiento más acelerado a partir de ese decenio, cuando la cuadrícula de esta barriada, de la riera d’Horta a Fabra i Puig y de la Meridiana hasta Virrei Amat, aprovechó el boom constructivo condal.

Este fenómeno de hace un siglo aún necesita un estudio que reconozca su importancia. Entre la gran oleada migratoria, con la consecuencia del millón de habitantes en 1930 y leyes cooperativistas, se produjo una espectacular configuración del nuevo paisaje barcelonés.

Mapa de 1931. 1 es el conjunto de Pardo/Santa Eulàlia. En azul Fabra i Puig, en violeta la Meridiana, en verde Escòcia, en naranja la riera d’Horta y en amarillo Arnau d’Oms. Todas las líneas delimitan el barrio de la Jota.

En la Jota, con su proverbial lentitud, quizá el cambio advino por ir de acuerdo con la época y recibir sabios impulsos de las implicadas mediante la amistad de la marquesa de Castellbell con el dictador Miguel Primo de Rivera, como si su inminente cesión de tierras para completar la urbanización hubiese sido un acicate para activarla, pues es en los años veinte cuando se alzan los pasajes de la Esperanza, el de l’Arquitecte Millàs y el de Santa Eulàlia.

Este último, por varios motivos, será nuestro protagonista de hoy. Para esclarecer su rareza, creo que bastarán dos memorias personales. La primera es verlo como una epifanía desde un coche. Aluciné con su hilera de casas y el pavimento sin asfaltar. Ese segundo de visión bastó para suscitarme cuestiones, que, adaptado al sosiego de las propietarias sin saberlo, tampoco busqué resolver con urgencia.

Pasado el tiempo, profundicé poco a poco en toda esta periferia. Una de mis formas favoritas de llegar al pasaje de Santa Eulàlia es desde la riera d’Horta, frontera de la Jota con el Congrés. La vista es de cualquier cosa menos de Barcelona, generándome un qué pasa aquí de manual, más aún al observar en su panorama el vacío de aparcamientos al aire libre, hegemónicos en una manzana culminada en Antoni Costa, de nombre muy campechano, pero rupturista con el conjunto del nomenclátor cercano.

El passatge de Santa Eulàlia visto desde el carrer d’Antoni Costa. | Jordi Corominas

El tercer punto de vista hacia Santa Eulàlia -hay un cuarto desde Escòcia- es una maravillosa tapadera con validez para narraros su origen. Se halla en el verdadero debut de la calle de Pardo, y consiste en una serie de casitas de planta y piso, bellísimas en su simplicidad. Su continuidad son unas fachadas en la calle Escòcia, punta de lanza de la trilogía, cuyo último brazo es el pasaje.

Al inicio del mismo, podemos leer varias placas. Una de ellas se refiere a cómo Ramón Casas y sus hermanas heredaron en 1912 esos solares. Eran parientes de María Ángeles Puig España y su madre los había adquirido en 1902.

La cronología vuela otra vez hacia la parsimonia en actuar de este clan. No es hasta 1928 cuando Santiago Codina Casas, hijo de Elisa Casas Carbó, mueve ficha. En la puerta de muchas de estas viviendas luce una baldosa con su año. 1929, 1930. Orgullo, Fundación y resistencia.

El passatge de Santa Eulàlia desde Escòcia. | Jordi Corominas

Antes usé el término rareza y es muy preciso. La indeterminación a la hora de fijar la unidad de la urbanización de la Jota, cuya homónima calle es más emblemática que la central de Escocia, propició crear una isla con inmuebles de planta y piso. Las de la calle de Pardo son mucho más notables; no figuran en cierto anecdotario porque en su lado mar hay varias moles, bloques de pisos sucesores del Antiguo Laboratorio General de Farmacia.

En cambio, las del pasaje de Santa Eulàlia, separadas de las anteriores por un minúsculo jardín interior, tienen muchas más sugerencias, si se quiere hasta líricas. Al no estar tapadas en su lado montaña, su apertura hacia ese horizonte transforma sus limitaciones estéticas en odas a un mundo que quizá nunca fue, pues son muy excepcionales hasta en su entorno, tanto en su concepción como por su manera de dominar un espacio muy precario, el mismo que debía ser espléndido y nunca se normalizó en su desierto.

El passatge de Santa Eulàlia. | Jordi Corominas

Esta sensación de iconoclastia siempre sobrevoló la suerte del pasaje de Santa Eulàlia, obra, como todo el conjunto, del entonces joven Josep M. Ros Vila. La elección de este arquitecto tiene un no sé qué de gastar poco, como si así se adecuara el presupuesto a la idea de fomentar bien alquileres asequibles, bien fincas a precio razonable entre la tradición del obrero junto al lugar de trabajo y el deseo de aupar más el auge del mercado inmobiliario.

Sea como fuera, en 1946 el pasaje, jamás el entero complejo, recibe consideración para ser preservado. Sólo han transcurrido siete años desde 1939, y los ayuntamientos franquistas de esa primera posguerra eran muy aficionados a cargarse vías similares con tal de tener más metros para sus adoradas alturas.

El perdón a Santa Eulàlia se canceló en 1976, cuando se decretó un futuro sin la travesía y sí con bloques y más bloques para tapiar cualquier atisbo de cielo, siempre más encapotado por el cemento, como suele recordar una vecina del pasaje, nostálgica porque antes veía lejos, muy lejos.

Vista de las fachadas del conjunto desde el carrer d’Escòcia. | Jordi Corominas

En 2016 murió el miedo a desaparecer gracias a la protección oficial. El gesto de asegurar la supervivencia es hermoso al ir por el buen camino de no juzgar lo patrimonial sólo desde criterios estéticos al ensalzar cómo otros aspectos también juegan en ese campo.

Sin embargo, el pasaje de Santa Eulàlia podría enamorar más si cabe. El parking es un desastre, una rémora de otro siglo, y bien podría suplirse por unos jardines como epicentro de la manzana, a visitar por delante y por detrás, de Pardo al misterioso Antoni Costa. El recorrido sería perfecto para entender algunas claves de la Jota, desde el paso de tortuga de su urbanización hasta la imposible unidad de la misma, en realidad existente por inexplicables milagros de las Barcelonas.

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