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Como si de un mantra se tratara, las feministas lo tenemos claro: el machismo, lejos de erradicarse, se transforma: del trabajo, a las casas; de la escuela, a las redes y del Congreso a las calles. Si algo bien sabemos las activistas es que, además de jugar en un terreno pantanoso donde la salud mental es el objetivo primordial de nuestros oponentes, nos estamos encontrando con nuevas herramientas que hacen evolucionar el machismo hasta el punto de plantearnos si es posible su fin en un campo de minas.

Estamos viendo cómo, con la rápida adaptación de la Inteligencia Artificial, son muchas las mujeres (y la mayoría de ellas anónimas y menores) que están denunciando el uso de dichas tecnologías para la creación, por parte de sus compañeros, de simulaciones de desnudos que se están difundiendo como verídicos. Sin embargo, hay mucha gente que, sorprendentemente, considera que “no es algo realmente grave, porque es I.A y no es real”, obviando la falta de consentimiento, la revelación de secretos y el menoscabo psíquico que ya las supervivientes tienen que acarrear.

Sin embargo, ante la configuración de debates inverosímiles, no puedo evitar repetirme el proverbio chino: “cuando el sabio señala la Luna, el necio mira el dedo”, y es que estamos intentando disputar algo que, mientras algunos califican como “bromas” y “juegos de internet”, la única verdad que se pone de manifiesto es la falta de conocimiento y lo atrasados que vamos con la teorización del “consentimiento”.

Nos encontramos en un punto donde aun tenemos que seguir explicando que el hecho que tu jefe te dé un beso sin tu consentimiento es violencia sexual; que tu compañero, mediante inteligencia artificial, te recree desnuda es violencia sexual; silbarte por la calle cuál animal salvaje es violencia sexual; que quitarse el preservativo sin previo consentimiento es violencia sexual, y que grabarte manteniendo relaciones sexuales y difundirlas sin muto pacto es violencia sexual.

Me sorprendo a mí misma escribiendo estas oraciones, entendiendo que alguien, con una mínima conjetura cerebral, puede llegar a entender que la violencia sexual es todo acto íntimo entre dos o más personas en el que no haya un consentimiento previo, durante o posterior y que, además, no tiene por qué ser ni intimidatorio ni violento. Aun así, en la época del “antifeminismo” y de “las mujeres nos quieren arrebatar nuestra hombría”, tenemos que seguir explicando con sonrisas, unicornios y dibujos que, en nuestro país sólo se denuncian un 8% de las violencias sexuales.

Un 8%. Un ocho por ciento; eso significa que hay cientos de niñas, jóvenes y mujeres que siguen viviendo en silencio la violencia sexual más burda por parte de su padre, padrastro, tío, cuidador, vecino, profesor o desconocido (siendo, este último, el menor porcentaje, por mucho que nos duela aceptarlo).

Y es que se me hace extremadamente complicado argumentar de una forma más simpática y dicharachera la importancia de la detección y erradicación de las violencias sexuales, porque no puedo argumentar de forma pintoresca una realidad que sigue estando oculta, en el subyugo de nuestra sociedad; una sociedad que no da los suficientes mecanismos jurídicos y preventivos para que las mujeres denuncien la violencia sexual recibida por miedo a no ser creídas, juzgadas o abandonadas.

Porque mientras seguimos poniendo en duda una agresión sexual televisada en un Mundial de Fútbol, la mayor parte de las violencias sexuales en España no se denuncian; concretamente el 92% de ellas, para que después nos preguntemos el porqué.

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