Desarrollar, escribir, una serie de “las Barcelonas” comporta en mi mente una infinita sucesión de preguntas y la imaginación de algunos planteamientos a partir de mis investigaciones mediante el paseo y el estudio.

En el caso de la Jota, he recalcado en cada uno de los artículos previos la lentitud de su urbanización. La mejor hipótesis para entender el paso de tortuga es la calma de María Ángeles Puig España, propietaria de Can Garrigó, quien quizá se activó más a instancias de la Dictadura de Primo de Rivera, siempre amistosa con el marquesado de Castellbell, impulsor definitivo del conjunto una vez decidió ceder las parcelas de Can Sitjà, en el tramo superior del barrio.

Esto podría intuirse más, si cabe, porque la primera propuesta consistente para levantar las construcciones fue el pasaje de l’arquitecte Millàs, de 1925, entre las calles de Santapau y Malgrat, justo debajo de Can Garrigó, el obstáculo para el avance de Escocia, nacida, ya lo veremos, en la actual Dublín, otro guiño más para notar cómo La Jota miraba y bebía hacia Sant Andreu, a donde pertenecía en realidad.

Hoy vamos a pasear de abajo a arriba de la barriada a partir de tres fincas muy útiles para comprender cómo ésta empezó a caminar con más solvencia entre la segunda mitad de los años veinte, cuando la Marquesa de Castellbell tomó cartas en el asunto, y la Segunda República. El viraje a lo acaecido con anterioridad fue tan fuerte que no me extrañaría verla tomar las riendas del todo, con el beneplácito de su vecina Puig España.

Esta trilogía asimismo servirá para exhibir mejor ciertas características de este espacio, siempre confundido con su identidad, más si cabe durante su formación, pues en los papeles del Archivo Municipal las casas se ubican en Vilapicina o Sant Andreu, sin saber de su encuadre presente en Nou Barris.

La primera de ellas nos remite a nuestros pasos de la semana pasada, cuando nos adentramos en La Jota por el carrer de Pardo para examinar la isla del pasaje de Santa Eulàlia.

La Casa Manuel Pérez, en el número 48 de la calle Pardo. | Jordi Corominas

En 1922 Pardo no tenía nombre, y tampoco la numeración era la misma. Manuel Pérez residía en la calle de l’Abat Odó, entonces Otto, de Sant Andreu. La información sobre los progresos de nuestro núcleo protagonista debía de llegar con velocidad al antiguo pueblo, y así fue como algunos ahorradores o pequeños constructores se animaron a invertir en la zona.

Los otros que debían estar con los oídos bien atentos eran los maestros de obra y los arquitectos. La densificación de todo lo anexionado en 1897 fue impresionante durante los años 20, con inmuebles creciendo como setas antes del cambio climático. Uno de los más contratados durante todo ese periodo fue Josep Masdéu Puigdemasa, a quién Pérez encargó proyectar una casa de planta y balcón en el número 48 de la callede Pardo.

Mis sospechas me sugieren un hombre contento de poder sacar beneficio a través de un alquiler. A Masdéu, un hiperactivo con tendencia a satisfacer al cliente, esto le daba igual, así como ese entorno a rebosar de fábricas de todo tipo, con la calle de la Jota como excepción por su hilera de villitas a tocar de la Meridiana.

Este maestro de obra podría competir con Enric Sagnier por la medalla de oro al más prolífico en su ramo durante el primer tercio del siglo XX. En caso de duda, diga Sagnier, si no sabes de quién es una casa, piensa en Masdéu Puigdemasa, sobre todo en cualquier periferia, del Baix Guinardó a Vallvidrera.

Además, Masdéu debía tener don de gentes y ser muy habilidoso leyéndolas. Manuel Pérez tampoco debía ser la gallina de los huevos de oro, y le arregló algo apañado, sin ningún tipo de alarde, como si así quisiera reflejar lo percibido en el pagador.

Vista de la calle de Malgrat desde la riera d’Horta. | Jordi Corominas

Para hacer más fácil la comprensión del recorrido de hoy está bien apuntar como con Pardo nos situamos en el acceso a La Jota desde la Meridiana, mientras que nuestra segunda visita nos conduce al nacido desde la riera d’Horta.

En 1933, Mercedes Fabra, con varios puestos en diversos mercados barceloneses, llamó a Emilio Canosa Guitérrez, titulado en 1918 en Barcelona y a posteriori director de la Escuela de Arquitectura de Madrid. En esa fecha, la calle de Malgrat aún se denominaba de Manigua, al pretenderse la continuación con el barrio de Salvador Riera, truncada con la verticalidad de los cuatro cuerpos del Congreso Eucarístico.

Vista de una de las casas Fabra, de Emilio Canosa, en el 29-33 de la calle de Malgrat. | Jordi Corominas

Canosa deslumbró en 1929 con el Palau de l’Art Tèxtil, uno de los epicentros de la Exposición Internacional, en pie hasta mediados de los años sesenta. Entre 1929 y 1933 Malgrat trazó unas fachadas de enorme belleza por su simplicidad, una simbiosis entre el Noucentisme y el paso hacia el Racionalismo, algo magnífico, pues su contribución a La Jota bebe por una parte de auténtico, sin pretensiones en un barrio con aroma rural, y de vanguardia, por cómo ha evolucionado ese legado secreto.

Uno de los encantos de ingresar en la Jota desde la riera d’Horta son sus perspectivas hacia sus calles horizontales. La última de nuestra fila se halla en el número 16 de la calle de Emili Roca. En enero de 1927 debían conocerse los planes de la marquesa de Castellbell con su pedazo de la futura Jota, desde el después de Can Garrigó hasta su masía de Can Sitjà en la plaça de Virrei Amat.

Futbolistas en la coronación del número 14 de la calle de Emili Roca. | Jordi Corominas

Según el nomenclátor, Emili Roca se llamó Acacias durante una leve fracción. En los documentos de su número 16, la calle rinde homenaje a Can Sitjà, y resulta alucinante como Victoriano Barberán compró un terreno tan rápido, cuando nada se había firmado con el Ayuntamiento, otro boleto más para mi apuesta a favor de una marquesa omnipotente y con licencia todopoderosa por sus vinculaciones con el régimen.

Barberán era otro empadronado en Sant Andreu, en la calle Virgili. Su casa de La Jota es miembro de la cofradía con baldosas de cerámica de los años veinte con futbolistas. La más vistosa, una perla de perlas, es la de Mallorca 498, remodelada en 1927 por Luis Gonzaga Colomer, antaño asistente de Gaudí, de biografía con muchos claroscuros y con mucho negocio en la periferia justo hace un siglo, del pasaje de Boné hasta quien sabe si otra casita en el número 66 de Neopàtria, también coronada con jugadores de balompié, decoración como seña de Modernidad. El número 16 de Emili Roca lleva su firma y afianza los enlaces sibilinos de los magos del balón en los márgenes de Barcelona.

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