Tácito, en su libro La vida de Julio Agrícola, conquistador del norte de Britania y gobernador, recoge lo que el caudillo britano Calgaco dice sobre el imperialismo romano, la corrupción y la falta de libertad: «con falso nombre, a robar, matar y saquear, lo llaman “imperio” y al desierto que crean, lo llaman “paz”». Dos mil años después, las potencias reclaman una parte más de un menguante pastel, la humanidad se echa a temblar, y parece que nada haya cambiado demasiado. Un planeta curioso el nuestro, en el que 8.000 millones de seres humanos se someten al interés de unos pocos miles.
El orden ético se ha puesto del revés y nada parece indicar que vaya a volver a su sitio. Hace más de ochenta años, los judíos sufrieron el resultado de las atrocidades de cientos de años de racismo y antisemitismo, y fueron perseguidos, humillados, violados, asesinados, exterminados hasta casi no dejar huella en Europa. Los judíos fueron las víctimas universales, las principales víctimas del Holocausto. Hoy, los herederos de esas víctimas, ahora en el lugar del verdugo, están librando un pulso bíblico, no contra el pueblo palestino, sino contra la idea del bien. Todos aquellos países que apoyan a Israel en un momento en el que unos luchan por existir, y otros luchan por expulsar a todo un pueblo, participan del mal en el mundo. La literatura del Holocausto nunca se agota en el campo de exterminio nazi, sino que nos avisa —con tintes proféticos y de tragedia clásica— que el genocidio puede volver a ocurrir, y que no hay pueblo libre de maldad, ni santos sobre la Tierra. Está aquí, entre nosotros, y basta con olvidarlo, basta con creerse por encima del bien y el mal, para volver a repetirlo.
Un crimen de guerra es un crimen de guerra. Es un hecho objetivo, es independiente de quien lo cometa, de sus intenciones e incluso de su legitimidad. Da igual que cualquier bando quiera deformar la realidad a su antojo para acomodarla a sus prejuicios e intereses, porque esta no cambia. Que nuestros enemigos cometan crímenes de guerra no nos otorga legitimidad para cometerlos. Las Convenciones de Ginebra nacieron en 1949 como forma de limitar la barbarie de la guerra, una serie de normas internacionales a respetar en caso de conflicto. Estos tratados surgieron para proteger a los civiles, al personal sanitario, cooperantes internacionales o a los heridos en combate, enfermos y prisioneros de guerra, entre otros. No es algo nuevo, los enemigos de Israel han violado las Convenciones de Ginebra en muchas ocasiones, pero Israel ha respondido con la misma moneda. Y sigue haciéndolo en su ocupación de Palestina.
Palestina no conoce la paz desde su ocupación por Israel; a la ausencia de guerra abierta no se le puede llamar paz. Tampoco se le puede llamar paz a una situación de permanente ocupación en el que el país ocupante somete sistemáticamente al país ocupado. Nunca ha existido proporcionalidad en el conflicto. Todos hemos visto cómo la realidad se iba separando paulatinamente de la legislación internacional. La violación de los límites legales, morales y de los tratados internacionales ha devenido sistema, y no parece que a ninguna de las grandes potencias mundiales les haya preocupado lo suficiente como para interponerse y detenerlo. Esas potencias que se llenan la boca hablando de democracia y libertad pero que impiden que países que no sintonizan con sus intereses, o les rindan pleitesía, puedan desarrollar estructuras que provean a sus ciudadanos de ese bienestar y esa igualdad tan venerados. Cuando la distancia entre los hechos y la legislación internacional es tan grande, todo el sistema entra en descrédito, y hace tiempo que lo está.
La posición de la Unión Europea es muy delicada. La Unión nace de un pacto entre Estados que buscan poner fin a la enloquecida espiral de caos y muerte que había desembocado en la Segunda Guerra Mundial. Uno de los pilares sobre los que nace la Unión, y sobre la que se sostiene, es en el desarrollo y respeto de la legislación internacional, de la legislación común, como forma de garantizar la paz entre los distintos miembros. Alejarse de la legislación internacional, como está sucediendo en nuestros días, pone en crisis la propia existencia y legitimidad de la Unión. Su crisis es la crisis de la paz en Europa, y promover los valores democráticos y la paz en el resto de las naciones debería ser un imperativo moral europeo. Nuestro imperativo moral. La Unión Europa no puede traicionar a sus orígenes, hacerlo es jugar con fuego, y arriesgarse a que vuelva la violencia ancestral bajo la que colapsó Europa.
Hay guerras que se ven lejanas, y otras se ven más cercanas. A las élites europeas el conflicto entre Israel y Palestina les parece algo culturalmente lejano. Sin embargo, a los ucranianos —blancos, rubios, muy cerca del centro de Europa— los perciben como más cercanos. Sin duda, europeos. Todo es cuestión de perspectiva. Israel y Palestina son naciones mediterráneas, culturalmente cercanas para la Europa del Sur. Cada nueva guerra pone de manifiesto la dicotomía que arrastra Europa desde la crisis de 2008. Dos visiones de la Unión Europea, blanca, centroeuropea y profundamente insolidaria, y otra más mediterránea —carolingia o latina—, mestiza y democrática. Tensión que puede hacernos estallar si la seguimos ignorando.
Por último, otro de los grandes problemas que afloran con esta pugna: la plutocracia. Las últimas declaraciones y actos políticos de Von Der Leyen dan a entender que el mundo le pertenece, y puede que así sea. En su árbol genealógico podemos encontrar a la alta aristocracia alemana, a propietarios de esclavos norteamericanos, comerciantes de Hannover y capitalistas hanseáticos. Algunos ancestros de Von Der Leyen podrían trazarse hasta el Mayflower. La concentración de poder, influencia y riqueza es muy peligrosa; hoy, el futuro y la estabilidad está en pocas manos, y tienen demasiados intereses enfrentados. Cuanta menos democracia menos estabilidad.
Bertolt Brecht decía que había muchas maneras de matar. Podemos morir clavándonos un cuchillo, privarnos de comida, dejar que nos mate una enfermedad, vivir en un piso lúgubre, matarnos a trabajar, suicidarnos o ir a la guerra. Brecht concluía que «solo algunas de ellas están prohibidas en nuestro Estado».