Vosotros no sabéis todas las vueltas combinadas de mis pies y cabeza durante los últimos meses por el barrio de La Jota. Pasear con intencionalidad por un lugar lo estructura en la mente, hasta crear la magia de tener una proyección del pasado mientras caminas por el presente.
A partir de eso, tengo bastante claros determinados hitos para manejarme y comprender esa superficie. Las semanas anteriores escribí por activa y por pasiva cómo la barriada tenía dos génesis a partir de sendas propietarias de los terrenos: María Ángeles Puig España y la Marquesa de Castellbell.
La primera, alias la tortuga constructiva, no se dio mucha prisa en urbanizar sus terrenos, vendiéndolos con parsimonia. Una manzana de sus hectáreas fue adquirida hace más o menos un siglo por la Cooperativa de empleados de Tranvía de Barcelona, presidida por Fidencio Kirchner, un letrado entusiasta del asociacionismo como demuestra su biografía.
De la misma he recabado informaciones como para poder formar un identikit del personaje, estudioso del folklore greco-albanés, pilar del Centre Excursionista de Catalunya, abogado adscrito al Colegio desde 1912 y vocal en la federación de la Cooperativa de Casas Baratas de Catalunya y Baleares, su templo para conseguir viviendas dignas para los trabajadores, en su caso por predilección hacia los sacrificados al transporte público hegemónico de esa época, tan carismático como peligroso.

Kirchner presentó los papeles al Ministerio en octubre de 1924, si bien la operación no debió concretarse hasta 1927 o 1928. Su presidencia se hizo con una manzana especial, ahora mismo el centro imperfecto de la Jota, el passatge de l’Arquitecte Millás, compuesto por treinta y seis casas de planta y piso con jardín, nada lujoso, sino más bien típico en la plasmación de esas leyes tan ricas y poco mencionadas de la España del primer tercio de la pasada centuria.
Ese ser el epicentro sin una simetría ejemplar se debe al curioso progreso de la urbanización, con la masía de Can Garrigó empeñada en obstaculizarla desde su enclave, justo arriba de la ubicación de nuestra travesía protagonista, sita entre Santapau y Malgrat.
El pasaje del Arquitecte Millás fue la palanca, en coincidencia con las cesiones de la Marquesa de Castelbell, para relanzar todo el proyecto. Los documentos conservados insisten en la confusión geográfica entre Horta, Vilapicina y Sant Andreu, nada anómalo, algo más bien anecdótico y crucial en esa sensación de limbo del barrio, como si no perteneciera a nadie, sólo a sí mismo, algo a explotar para reivindicar identidad, dentro de la pluralidad barcelonesa, en nuestra contemporaneidad.

Kirchner encargó la realización de esa larga doble hilera, con extras hacia las calles de La Jota y Escocia, a un arquitecto resultón y cuya fama de eficacia para con el cooperativismo estaba más que contrastada, no en vano Antoni Millàs i Figuerola realizó los conjuntos para los militares en el Guinardó, tanto en el carrer de la Torre Vélez con el pasaje de García Cambra como en el de Tinent Costa, bellísimo, o en la isla de Travessera de Gràcia junto a Sant Pau, de la que sólo se conserva una finca de las numerosas de antaño.
Esta experiencia no le hizo imitar lo realizado años atrás, pues nuestro pasaje no es tan épico en su acabado como los destinados a la soldadesca. Rezuma armonía desde su simplicidad, desigual porque en el lado derecho las fachadas son policromas, probablemente por gusto estético de los vecinos.
El choque, también imposible cuando se erigieron, surge por su tranquilidad y silencio, arquetípico de la zona, pero utópico en la actual calle Escòcia, un continuo ir y venir de vehículos en su amplitud.

Cuando lo abandonas desde Santapau y Malgrat es como si te adentraras en otra dimensión, en esencia gloriosa al ser peatonal y una muestra diáfana de cómo en Barcelona existen muchas súper illas espontáneas, a reforzar con la eliminación de los coches, salvo los del vecindario; de hecho, La Jota es paradigmática en este sentido, porque toda su morfología se halla rodeada de vías rápidas como Arnau d’Oms, al fin y al cabo una prosecución bastarda de las rondas, Escòcia, la Meridiana o Fabra i Puig.
La historia de la capital catalana no pone siquiera en una nota a pie de página la importancia del passatge de l’Arquitecte Millàs, cuyo nombre no se debe a quién lo concretó, sino al director del Observatorio Nacional de Cuba. Esto debería reemplazarse y apostar por una explicación del bautizo, bien dedicado a Millàs, catalán, bien a los tranviarios, quienes tras la guerra recibieron más bloques no muy lejos, en la magnifica urbanización Meridiana, ese oasis, canto del cisne del primer franquismo condal, entre Navas y Felipe II.

Entre tanto elogio, el pasaje me hará siempre brotar una duda, disipada por los planos. La guinda de su pastel es una finca distinta, muy imperial en el entorno. Se trata del número 26 del carrer de Malgrat, una torre, con añadidos desde finales de los años ochenta del novecientos, demasiado lujosa y desmarcada de las treinta y seis casas de esa línea recta, si se quiere su conclusión.
Los últimos residentes documentados pertenecen a una familia con negocios en el sector vinícola. Cuando se alzó debió ser la cima arquitectónica de La Jota, una prueba del talento de Millàs, de quién adoro la casa Maldonado, en Londres con Diagonal, y puede que una peculiar demostración de cómo George Orwell siempre tuvo razón y en la vida, por desgracia, todos somos iguales, pero unos más que otros, eso desde una ignorancia capital por el contexto de ese rompecabezas a rellenar donde, a la postre, las viviendas del pasaje forjarían una leyenda a propulsar desde un espíritu extinto, asimismo amnésico en la mente de nuestros políticos, inútiles a la hora de proporcionar a la ciudadanía un techo asequible, tal como contempla la caduca Constitución de 1978.