Llevo unos días (concretamente un mes) parada, expectante, robótica y en piloto automático. Ni me he posicionado por el día internacional de la Salud Mental, ni por la vergüenza que me produce la celebración del 12 de octubre, ni por el conflicto contra Palestina, ni por las múltiples violaciones que se han producido este último mes. Y aunque pueda parecer sorprendente, porque es mi trabajo y siempre he hablado con contundencia sobre todos los temas de actualidad, me encuentro en un estado de tristeza y derrotismo ante tanta violencia, morbosidad e inhumanidad.
Creemos que “quien calla, otorga” y yo, durante mucho tiempo, fui de las que consideraba que no posicionarse era estar del lado del opresor. Sin embargo, en la era de la inmediatez y de las revoluciones a golpe de tweets, me encuentro sobresaturada ante la rápida respuesta social y la falta de movilización real y efectiva.
Llevo semanas analizando cómo todo el mundo —el mundo blanco y occidental, por supuesto— está compartiendo imágenes de menores palestinos e israelíes masacrados, muertos o en situaciones de extrema vulnerabilidad. Lo hacen, imagino, con la creencia de que con esa foto, en la que se ignora la intimidad y el respeto de ese menor y su familia, solucionarán un conflicto bélico que lleva décadas existiendo. Creen que con la exposición pornográfica del dolor amasarán las conciencias suficientes para revertir de un plumazo la geopolítica mundial.
Llevo estos últimos días pensando en cómo es posible que un medio de comunicación haga difusión del cadáver de un chico desaparecido en Sevilla antes de que la policía y la propia familia puedan comprobar que, efectivamente, era ese chico.
Llevo horas en una especie de bucle en el que no puedo evitar acordarme del caso Alcásser, Diana Quer o Marta del Castillo; casos que conmovieron a toda una sociedad, no solo por la brutalidad de los hechos, sino también por cómo la prensa actuó de la forma más decadente, inhumana, e indigna que hemos visto.
Estamos acostumbradas a la morbosidad sin ningún tipo de límite, al posicionamiento rápido y banal, a los debates estériles y superficiales y a las conversaciones inmediatas sin ningún tipo de profundidad.
Estamos adoptando como algo intrínseco al ser humano la despersonalización y deshumanización de los conflictos pues, entre selfie y selfie, una storie ya es lucha suficiente.
No puedo evitar preguntarme si nos estamos volviendo asintomáticos, insensibles e individualistas. Y yo, que me dedico a la divulgación en redes, me parece que ya sé la respuesta desde mucho antes de plantearme esta cuestión.