Estos últimos meses hay una voluntad de pequeños cambios en Barcelona desde la conciencia de no poder ir a más por la precariedad del consistorio socialista. El alcalde Collboni, con toda probabilidad bien asesorado, mantiene un perfil bajo mientras intenta emprender medidas, siempre con la crítica de los demás en primer plano, algo normal, pues a simple vista parece que las relaciones entre los líderes municipales no deben ser muy buenas, sin ser recomendable juntarlos en una habitación desprovista de cámaras.
Una de las medidas más interesantes es haber integrado el Born CCM al Museu de Història, prescindiéndose así de su directora, Marta Marín-Domine, quien sin embargo seguirá con su sueldo y proyectos de memoria relacionados con el castillo de Montjuic y la Modelo, pues no hay más espacios en la ciudad.
La cesada, en unas declaraciones recientes, afirmaba que no se ha explicado bien el Born. Nosotros lo intentaremos, pero antes está bien contar un poco mis andanzas para realizar este reportaje, una prueba de cómo la antigua directora tiene mucha razón.
La Ribera es una de las zonas más preciosas de Barcelona, repleta de simbología independentista por aquello del Fossar de les Moreres, plaza necrópolis, recuerdo y sentimiento de los caídos el 11 de septiembre de 1714.

En este sentido, el Born CCM pretendía alargar esa estela, de ahí la incomprensión sobre su rol, pues la mayoría de los entrevistados en la puerta, gente de todas las edades, declararon a servidor creer que el centro dependía de la Generalitat de Catalunya, cuando siempre ha sido, como me confirma el servicio de prensa de Barcelona en un correo, del Ayuntamiento, envuelto durante el último decenio en un sinfín de turbulencias políticas, como toda Catalunya.
Quizá la causa del despiste de los visitantes sea la gigantesca bandera del ingreso, el pasado miércoles en horas bajas ante la ausencia de viento. Su presencia no disuade, aunque sí conlleva una simbología muy evidente, reforzada durante la alcaldía de Xavier Trias, quién puso en la dirección del lugar, entonces con mucha inversión presupuestaria, al ínclito Quim Torra, de quién, es una opinión contrastada por los hechos, sólo podía esperarse fanatismo a ultranza, por lo demás ideal cuando se le nombró, en vísperas del tricentenario de 1714.
El ex presidente de la Generalitat, también idóneo para perpetuar la decadencia de tan noble cargo, puso toda la carne en el asador. Atrás quedaban las luchas vecinales, el descubrimiento, aniquilado, de un cementerio de la época árabe y el sueño de erigir en su interior la Biblioteca Provincial.

Esta quedó descartada ante el maravilloso hallazgo arqueológico en la aún más magna estructura de hierro de Josep Fontseré. Las ruinas eran de la urbe de 1700 y, claro, dos más dos en general da cuatro. El marco del momento histórico y el milagro de un convergente al mando hicieron el resto.
En algunos libros se ha comparado la idea independentista del Born CCM con el Valle de los Caídos. Tampoco es nada descabellado, si bien más que frases grandilocuentes es mejor, por el tono a dar a este texto, poner claros ejemplos de apropiación espacial algo que, unido a una gestión regulera para ser generosos, resume muy bien las peripecias del sitio.
En 2015, el neoayuntamiento de Ada Colau quiso paliar un déficit condal, aún a solucionar, con la ubicación de un urinario, como quién dice, en la entrada del templo soberanista. Los partidarios de la secesión saltaron como bestias enfurecidas, algo repetido en octubre de 2016 con la celebración de una expo de tema espectacular y ejecución desastrosa, propio del adanismo de los Comuns, para los que la Luna y la Tierra no distan mucho porque en su cabeza todo siempre es nuevo y fantástico.
La muestra, con un coste de casi doscientos mil euros, Franco, Victoria, República, Impunidad y espacio urbano quiso ser la más original del universo al situar en el exterior del viejo mercado la estatua ecuestre de Franco decapitado y la de la Victoria, ambas ejemplo de traslado de las piezas por los vaivenes de la historia.

A ver, estábamos en octubre de 2016, cada día el ruido era más insoportable y la claca de los partidarios de romper con España respondía muy bien a las consignas de arriba. Este empoderamiento se transmitió a lo largo de esos meses por una advertencia de la ANC sobre la degradación del museo, alicaído tras los fastos del 14.
Por lo tanto, ante la imposibilidad de decapitar al dictador, la cosa resucitó a nivel mediático con la performance ciudadana para cargarse a esa figura montada a caballo, hasta su remoción de la explanada tras sólo cuatro días.
Desde aquel instante el Born fue de mal en peor, y si bien suelo acatar las estadísticas oficiales, me resulta harto increíble la cifra de un millón seiscientos mil visitantes en algunos ejercicios anuales. ¿Era posible? Sin duda, sobre todo porque es gratis y no cuesta nada adentrarse en las instalaciones.
Al hacerlo, tras mucho tiempo -no iba desde un recorrido por la notable expo sobre la Barcelona de 1700-, me fijé mucho en una serie de minucias significantes. A mi modesto parecer lo más destacado sigue siendo la estructura férrea de Fontseré, más si cabe porque el itinerario museístico no es siquiera horrible al ser medio inexistente, salvo por dos pequeños cuadros explicativos sobre la guerra europea con la que el continente arrancó el Setecientos.

Nada más hay. Los vestigios están muy bien cuidados y sin duda merece la pena verlos pese a la torpeza de no tener habilitada una pedagogía para comprenderlos mejor. De este triste modo sólo son venerables piedras, eso sí, bien céntricas en ese entorno casi vacío, tanto que uno de los vigilantes, a quién desde aquí mando un cordial saludo, no paraba de mirarme por sacar fotos, como si fuera un ser venido de otra galaxia.
La decisión del consistorio capitaneado por Jaume Collboni de integrarlo al Museu d’Història de Barcelona, MUHBA para los amigos, pretende conferir al Born aquello que ni convergentes ni comuns hicieron: aprovecharlo hasta los topes desde la diversidad de la historia condal para desligarlo de una ideología concreta y así dar a la capital catalana un museo con mimbres para cumplir con su función, sin tantos condicionamientos de la clase política, empeñada en usurpar a los historiadores su trabajo para pervertir la narración de los acontecimientos pretéritos.
Para hacerlo, disponen de metros cuadrados de sobra. En el Born hay una aula pedagógica y otra para exposiciones temporales. Ambas estaban impecables y clausuradas; nadie se fijaba, casi como si fueran una elección cromática en la decoración, sin mayor trascendencia.
Porque, al menos hasta ahora, nuestro protagonista ha sido una comparsa, un pelele y una nulidad para reafirmar la tópica y bien cierta apuesta de Barcelona por la fachada, en este caso manchada por una sacralización consentida por el anterior equipo de gobierno, con su lideresa sin saber navegar el rumbo a tomar con el Procés, su ambigüedad la lastra todavía, y otros miembros hasta las narices del asunto, algo baladí si se compara con su menosprecio a la Cultura en general; durante esos años era difícil saber quién estaba al mando de este aspecto tan fundamental en cualquier centro urbano con pies, ojos, cabeza y lo que te rondaré morena.

No sólo se vive de buenas intenciones. Ahora faltaría ponerlas en marcha. Si así se produce, aplaudiremos con la esperanza de vivir en una ciudad punta de lanza de su nación, pragmática desde la lógica por retornar a los historiadores una tierra que los políticos nunca debieron haber pisado. Si el éxito es completo el todo repercutirá en favor de una ciudadanía más amante de lo suyo, algo por ahora utópico, como se comprobó el mismo miércoles de mi incursión, vigésimo aniversario de la muerte de Manuel Vázquez Montalbán, sin homenajes ni nada por el estilo patrocinados por quienes rigen nuestros destinos.