Confieso que, al escribir las Barcelonas, es inevitable pensar en su recepción. A largo plazo estoy muy tranquilo por algo sin relación con la egolatría. Hasta la fecha, nadie había tratado con tanto detalle los márgenes, hecho clave para dar a estos papeles una vigencia más allá del presente, pero claro, estamos en 2023, y ello comporta encontrarme por la calle con personas o recibir comentarios de todo tipo en las redes.
La serie de La Jota va viento en popa, pero, como quizá soy el primero en darle la identidad propia que merece, muchos son los preguntones sobre sus límites. A ver, son fáciles, si bien no está de más recordarlos, sobre todo por ser, hasta cierto punto, el tema de la entrega de hoy.
El barrio se delimita entre Arnau d’Oms -durante mucho tiempo imposibilitada por las cocheras de tranvía-, Escòcia -asimismo varada hasta los 60 por la masía de Can Garrigo-, Fabra i Puig, la riera d’Horta y la Meridiana.

Esta avenida, la tercera más larga de Barcelona, tendrá una importancia capital en los siguientes párrafos, pues antes no era ninguna frontera de nuestra protagonista al estar en formación, condicionada, como todo el entorno, por los raíles del ferrocarril Madrid-Zaragoza-Alicante, sólo cubiera en 1948, fecha fundacional para dar a esta arteria de entrada y salida su personalidad de autopista urbana hasta no hace mucho tiempo.
Antes de esto, su nombre aparece poco en los planisferios, porque su extensión era mucho menor. Ello conllevó el nacimiento de determinadas calles hoy en día desaparecidas, tales como la de Onyar -al lado de la mítica Tomàs Padró- u Orense, la cuarta marca de La Jota, precisa y oscilante de la riera d’Horta a Fabra i Puig.
Desde el lado mar de la Meridiana puede comprobarse su forma, sólo rota porque un bloque muy años cuarenta ocupó la manzana del Laboratorio General de Farmacia, de la riera d’Horta a Escòcia.
La vía dedicada a esta localidad gallega aún se insinúa en la superficie. De hecho, al investigarla me he emocionado un poco al comprender cómo el origen de este estudio parte de cuando era un niño chico y volvía del pueblo. El ingreso desde la Meridiana, además de servirme para divisar a lo lejos la Sagrada Familia y un neón de Coca-Cola, me fascinaba justo cuando dejábamos atrás el apeadero de Fabra i Puig. Era en ese instante cuando el crío, de repente, daba un salto del asiento al notar algo raro en la confluencia de esa inmensidad con la calle de La Jota. Con el tiempo, el lugar devino identificable por un tren de lavado aún existente. Si me fijaba en los muros de esos metros es porque su alineación es distinta al resto, como si estableciera una sutil curva extinta al alcanzar el passeig de Fabra i Puig.

La calle de Orense es otro motor de búsqueda para entender la formación del barrio. Los papeles más antiguos datan de 1913 y enmarcan el terreno entre la vía férrea y la barriada de Santa Eulàlia. Acto seguido, el pliegue contiene una sorpresa con una nota de Manuel Juncadella Robert, ingeniero a la postre concejal del Ayuntamiento franquista de la primerísima posguerra.
La causa de su aparición en los documentos es, a buen seguro, su relación con uno de los propietarios iniciales, Jaume Oliva Serra, quien en mayo de 1919 sufrió un atentado en el otrora llamado passeig de Santa Eulàlia al ser, desde su empresa de construcción, uno de los impulsores del locaut de esos meses posteriores a la victoriosa “Huelga de la Canadiense”.
El capitalista, miembro de la junta de propietarios de Horta y Santa Eulàlia, sobrevivió tras ser herido de gravedad al recibir tres disparos. No tenía tanta repercusión social otro de los pobladores iniciales, Francisco Sagués, uno de esos anónimos de los que poco o nada he descubierto, con la salvedad de una posible adhesión a la Unión Patriótica del Camp de l’Arpa.
Sagués, pese a ser uno más entre los ciudadanos, aporta datos curiosos. Como muchos otros de la zona tenía su residencia habitual en la cercanía. Vivía en los bajos del número 40 de Concepción Arenal, y en 1926 recibió permiso municipal para tener aves de corral en el número 8 de la calle de Orense, junto a la calle de la Jota, aunque le fue denegada su petición para alzar un cubierto en la finca proyectada por nuestro amado Josep Masdéu Puigdemasa.
Otras personas de esa primera hornada fueron su vecino Francisco Callico, Andrés Carrió, Leonor Gaspà o Félix Font, este último domiciliado en el 33 de la calle, con la particularidad de hallarse entre Fabra i Puig y el tope genuino de Orense, sito en una confluencia del torrent de Piqué, tal como puede apreciarse en el mapa parcelario de 1931.

El rastro orensano es escaso en nuestro presente, y los señores que se sientan en un banco donde antes hubo casas me miran como si fuera un marciano con cámara de fotos poseído por ese espacio olvidado una vez se lo cargaron por exigencias del guion de la primera posguerra.
La senda hacia la horrorosa Meridiana de mi infancia se propulsó a partir de 1945. Es en ese año cuando algunos habitantes de la calle Orense reciben notificaciones de expropiación y modificaciones, tanto del ancho de vía como de su suerte vital, tan acuciantes como para volver en 1954, cuando el proceso para tender el monstruo, más tarde rematado con los puentes divisorios, cobra una fuerza definitiva.

Pese a ello, en 1959 el municipio adecenta los bordillos del enclave y su macadam. Fue un canto del cisne. En los planos de los años sesenta, Orense se ha esfumado por arte de magia de la Meridiana, omnipotente y hegemónica, apabullante ante esa pobre callecita colocada en una pésima coyuntura sin calculo alguno con relación al futuro, algo reproducido en otras muchas latitudes de Barcelona, donde damos con arquitecturas improcedentes dada la evolución de la morfología.
Esto se aprecia a lo largo de la Meridiana con algunos puntos calientes, como bien podría ser su tramo desde Independencia, donde dos inmuebles sintetizan la lucha narrada en estas páginas. El magnífico bloque de La Caja de Ahorros, firmado por Sagnier hijo, muestra a quién quiera el presente, labrado de porvenir, de los años cuarenta, mientras al otro lado la Casa Sabadell, de incierta autoría entre Puig Gairalt i Masdéu Puigdemasa, exhibe una de las mayores bellezas de la periferia. Al menos, no como Orense, resistió la brutalidad, y quizás algún día sea la vencedora del partido urbano, acumulación de capas y sedimentos a través de décadas e historia.