El pasado día 7 de octubre presenciamos, horrorizados, en Israel-Palestina unas escenas terribles y de gran crueldad. El odio que veíamos en los rostros de los ejecutores de aquella barbarie había arraigado y crecido en situaciones inhumanas y sin horizontes de esperanza, fruto también de anteriores crueldades y odios. Enseguida supimos que, a su vez, aquellos actos desatarían nuevas y más graves crueldades y odios, en una espiral maléfica de muerte, de destrucción y de sufrimiento absurdo e inútil, que nos alejará cada vez más de una posible solución.
Efectivamente, pasadas poco más de dos semanas de ese día fatídico, se ha triplicado el número de víctimas mortales, muchas de ellas niños; hemos visto huir de sus casas a millones de personas, entre bombas, sin lugar a donde ir, con suministros cortados; cientos o miles de casas destruidas, hospitales derrumbados… Y estamos esperando una catástrofe aún mayor, con la concentración de cientos de miles de soldados en la frontera de Gaza, preparados para una invasión de consecuencias devastadoras.
Mientras tanto, la llamada «comunidad internacional» lo mira con una frialdad aterradora, aceptando, como una fatalidad inevitable, algo que depende exclusivamente de la voluntad y la actuación humana. Vemos gobiernos y dirigentes haciéndose los indignados, posicionándose a favor de unos u otros, dando apoyo y cobertura a las acciones y reacciones, por supuesto, en función de sus intereses estratégicos. Ninguna propuesta seria de paz, ningún proyecto de futuro. Sólo una carrera loca de venganza y contravenganza que, eso sí, será un espléndido negocio para las empresas armamentísticas -que ya han visto dispararse el valor de sus acciones- y quizás un avance estratégico para algunos en el tablero del mundo. Una macabra partida en la que las personas son simples peones que no cuentan para nada. Esto sin pensar en la no improbable regionalización del conflicto. Pero eso sí, grandes palabras: derechos humanos, justicia, derecho a la defensa, democracia… Una forma de taparse las vergüenzas y pasarse por el forro el derecho internacional y el derecho humanitario.
Mientras esperamos el gran incendio, vamos oyendo explicaciones históricas eruditas, análisis y contraanálisis, opiniones de todo tipo, todas muy necesarias y casi todas muy pesimistas en las predicciones. Echamos de menos voces de paz, que griten «¡Basta!», «¡Parad esta locura!». Las hay, pero son necesarias muchas más, hasta que empujemos a nuestros gobiernos, temerosos y débiles, a ejercer influencias y presiones serias, no para animar a la guerra, sino para desescalar el conflicto y buscar caminos de paz. ¡Es posible detener este disparate! ¡Sólo hace falta no hacerlo!
Cuando la situación es tan compleja y difícil, debemos levantar la mirada por encima de la oscuridad, de la pasión y de la polémica. Cuando un camino se hace perdedor, es necesario levantar la cabeza y mirar hacia el horizonte, hacia el punto de llegada, para orientarse. En éste, como en otros casos, tenemos tres grandes pecados originales que ensombrecen todo el razonamiento, bloquean cualquier horizonte y que hay que resolver si queremos avanzar:
- Una situación explosiva insoportable de violencia estructural, sin ningún horizonte de salida para unos y sin ningún propósito de corregirla para otros. Si no se resuelven estas situaciones, los conflictos no tienen salida, ni siquiera salida militar.
- El instrumento escogido y preparado para afrontar el conflicto es la destrucción del adversario. Fiar todo a la fuerza y a la capacidad de destrucción lleva seguro a la destrucción y, a lo sumo, a una victoria, pero nunca a la solución. Las victorias son siempre efímeras, porque el derrotado no se conforma, y el conflicto se repite y se repite. Método criminal, estúpido e inútil.
- Un sistema de valores y convicciones que admite, legitima y promueve los dos anteriores. Una cultura de la violencia bien arraigada, que acepta de forma implícita o explícita el dominio de unos (los míos) sobre los otros (¡nunca al revés!), el derecho a hacer daño a otros si es necesario para conseguir mis objetivos (¡nunca al revés!).
Sin revertir estos tres grandes pecados originales, es inútil cualquier análisis. Tarde o temprano, no quedará más salida que la destrucción mutua.
Por eso echamos de menos muchas más voces de paz. Voces que griten fuerte el principio esencial de la humanización de la humanidad: todos los seres humanos son radicalmente iguales en derechos y en dignidad; voces que griten fuerte «No matarás», nunca, por ningún motivo; voces valientes que proclamen que nadie tiene derecho a dañar a nadie para alcanzar sus objetivos, ni por ningún otro motivo; voces que nos recuerden que el derecho a la defensa no tiene nada que ver con la venganza, y que podemos defendernos de otras formas; voces que nos hablen de No violencia y de Cultura de Paz; voces que no se callen ante tantos abusos, tanta desigualdad y tanto silencio cómplice (que luego se escandalizan cuando estalla la violencia); voces que denuncien la guerra como un crimen masivo, profesionalizado, preparado en frío, decidido y ejecutado por unas personas contra otras.
Ya sabemos que ante estos gritos saldrán otras voces que les calificarán de «buenistas», «liristas», «ingenuos». Como si ser “bueno” fuera peor que ser “malo”; como si llevar la ametralladora en la mano fuera más humano que llevar un lirio; como si no fuera mucho más ingenuo suponer que repitiendo los mismos errores llegaremos a sitios diferentes y nos libraremos de la miseria, de la indignidad y finalmente de la destrucción.
Por eso, humildemente, pero con toda la fuerza, seguiremos gritando: ¡Basta! ¡Detened las guerras! ¡Paz!