La ciudadanía hace esfuerzos cada día por adaptarse y mitigar las consecuencias de la crisis climática cambiando sus hábitos y haciendo ciertos sacrificios: recicla, se rasca el bolsillo para comprar un coche menos contaminante o un garaje donde aparcarlo, ahorra agua haciendo un uso responsable o utiliza cada vez más el transporte público a costa de su propia comodidad.
La gente hace sus deberes pero gran parte del sector económico y político del país parecen ir en contra de lo que le demandan a la ciudadanía. La semana pasada pudimos conocer la última propuesta de Foment del Treball para la ampliación del aeropuerto del Prat, un documento que pretende demostrar una cierta simpatía hacia el medio ambiente y la economía del conocimiento pero en el fondo de propuestas económicas anticuadas .
La realidad es que, después de todo, la propuesta de Foment sigue siendo la receta de siempre: crecer a costa de contaminar sin propuesta de cambios en el modelo productivo ni en el modelo de sociedad de acuerdo con los nuevos tiempos. Dicha propuesta ha encontrado el apoyo de varios partidos políticos de distinto signo, cuando sobre el papel es casi un consenso -a excepción de VOX- que es necesario descarbonizar la economía y transitar hacia otro modelo económico y social. No deja de ser poco entendible entonces que esos partidos defiendan esas posiciones -en la línea de lo que defiende cierto sector económico-, si no es desde la falta de convicción y el cálculo electoral, ya que el discurso y las apuestas por proyectos concretos parecen ser antitéticas es decir, el decir una cosa (eco friendly) y hacer la contraria (desarrollismo) de toda la vida. Este tipo de actitudes invitan a la resistencia a los cambios ya que toda transformación, si es profunda, es difícil de aceptar, por lo que la rentabilidad electoral seguramente esté en propuestas que sean fáciles, cómodas, que no propongan mayor esfuerzo que lo conocido o hecho siempre que es la dirección en la que parece que se quiere apuntar.
Actuar de esa manera no hace más que alimentar la confusión y la desconfianza, abriendo la puerta al agravio comparativo y al sentimiento de estafa y/o de abandono por parte de la política. Todo esto genera frustración al tener la impresión de que las reglas de juego no son iguales para todos y que hay unos ganadores y unos perdedores de la lucha contra el cambio climático. O dicho de otro modo: mientras unos hacen esfuerzos, cambian sus hábitos y destinan parte de sus rentas a “hacer lo que se tiene que hacer” o a vivir de acuerdo a nuevos parámetros; otros, sin embargo, no lo hacen y no parecen recibir sanción. Y eso tiene que ver mucho con la percepción de que solo se está obligado a cambiar si no se pertenece a cierta élite o élites, alimentando un discurso reaccionario contrario a ningún cambio con todo lo que ello conlleva para la propia ciudadanía, ya que combatir el cambio climático es, a la vez, cambiar el paradigma de distribución de la riqueza.
La pregunta es si no sería conveniente que, desde la política, se pusiera algún límite a ese modelo y se ofreciera una alternativa para que los esfuerzos que se le exige a la ciudadanía valgan la pena, ya que el criterio científico debería valer para todos igual. Una buena manera sería continuar impulsando una reindustrialización que sea capaz de producir en buena medida aquello que tenemos que traer, y que ofrezca a la vez un horizonte de empleo mejor retribuido y en mejores condiciones laborales, en vez de continuar dando “pista” a propuestas económicas que no van en esa dirección y que no contribuyen precisamente a dar un horizonte, un ejemplo, de cómo tenemos que ser en estos tiempos y coordenadas, sino que ratifica patrones de comportamiento obsoletos y contaminantes.
Pero no sólo se trata de ofrecer propuestas económicas en la línea de mitigar emisiones y paliar el calentamiento del planeta y sus consecuencias, sino también de ofrecer ejemplos desde una posición donde la gente se pueda sentir referenciada y empujada a seguir esos patrones de conducta que guardan coherencia entre el discurso y la acción. Se trata de que desde la política se exija a las clases dirigentes y se exija a sí misma el mismo sacrificio que hacemos la ciudadanía. Si es lo que hay que hacer porque es lo que demanda el momento tiene que ser para todos sin excepción, poniendo coto a la sensación de privilegio: vuelos privados -como los que hacen los futbolistas en sus días libres-, u otros ejemplos como el derroche que muchas veces vemos, basado en la acumulación y en un uso fugaz de objetos prescindibles o desplazamientos innecesarios que podrían resolverse por videoconferencia. También vale en el ámbito político, donde por cierto, de vez en cuando vemos fotos de tantos coches oficiales como políticos haya en el encuentro de turno, cuando a nosotros se nos pide compartir o usar el transporte público, y especialmente sangrantes son las imágenes de los jets privados en las cumbres por el clima. Hay que terminar con esa idea de que el sacrificio sólo es para la ciudadanía y terminar también con esa idea de que los que tienen poder, ya sea económico, social o político, tienen patente de corso o sencillamente son ajenos a la realidad de la gente y del planeta.
Del lado de la ciudadanía la solución no pasa por imitar esos comportamientos impropios, sino por exigir a todo el mundo que cumpla a rajatabla lo que se nos exige. Y que desde la política se ofrezcan ayudas a todas las personas para que no se queden atrás en la transición ecológica dando facilidades, es decir, potenciando las alternativas, para que el cambio hacia otro modelo de hábitos sea lo menos traumático posible, siendo inflexibles con todo aquel que no cumpla para que no aparezca el agravio comparativo.
La respuesta a la emergencia climática no debería ser motivo de disputa política, sino el punto de partida sobre el que los partidos de distinto signo puedan hacer sus propuestas. Es decir, un nuevo marco general para unos nuevos tiempos donde, por ejemplo, no tengamos tanta necesidad de importar elementos manufacturados, y tampoco tanta necesidad de recibir turistas para salvar el día. No se trata de defender posiciones más o menos ecologistas, y por tanto de identificación con cierta ideología, sino de responsabilidad con el momento histórico que vivimos, evitando que esos cambios se perciban simplemente como una forma de perjudicar o engañar a una parte de la población o de hacer negocio con ella.
Adaptarse, no sólo a la cuestión del clima y unos nuevos hábitos necesarios, sino también a la manera de hacer negocios o propuestas políticas desde todo el arco ideológico, se hace imperativo si queremos evitar una reacción que nos lleve en un plazo no muy largo a gobiernos autoritarios, anticlimáticos y antisociales sobre la base del descrédito de la política y el mundo económico explotando el sentimiento del agravio comparativo.