Tras una larga investigación sobre la función de la palabra, Lacan propone una fórmula que debe ser estudiada en todos sus matices: la idea de la “verdad mentirosa”. Lacan vislumbró desde sus comienzos como psiquiatra lo que muchas décadas más tardes se daría a conocer como la “caída de los grandes relatos”, aquellos que daban un marco de referencia al mundo de los seres hablantes, un sello de verdad que nadie cuestionaba. La desidealización de la verdad es una consecuencia de lo real como orientación de la cura analítica. Lo real que definimos como aquello que constituye un límite a lo que puede decirse. Pero que la verdad solo pueda “mentir” lo real no desestima su estatuto originario, es decir, su estructura de ficción. Ficción que -en última instancia- está en el núcleo freudiano de la “verdad histórica”. Uno de los pilares esenciales de la experiencia que Freud inauguró es el hecho de que la verdad no se funda necesariamente en hechos fácticos. Estos pueden existir, sin duda, pero lo fundamental es la interpretación que cada ser hablante construye con los azares, los acontecimientos, y los fragmentos de la historia en los que se ha visto envuelto.
La degradación contemporánea de la verdad y la palabra, el “todo vale”, el hecho de que cualquier cosa pueda ser dicha sin que nadie asuma sus consecuencias, está en las antípodas de la dignidad ética con la que Lacan se mantuvo inalterable hasta el final de su obra en lo que respecta a la verdad. Nos dejó una enseñanza: no hay una verdad absoluta que pueda constituir una totalidad. Lo contrario es la megalomanía del yo individual, o el fanatismo en el plano de lo político. La inexistencia de una verdad absoluta no la menoscaba, sino que sigue siendo un referente. Un referente al menos para quienes consideramos que, como en el caso de Freud, Lacan no vaciló en modificar sus teorías, sin renegar de todas las etapas de su obra.
Hoy, más que nunca, cuando las tecnologías de red automatizan la creación de fake news, fotografías y vídeos de un realismo abrumador, el estatuto ético de la palabra verdadera debe ser resguardado. Esa palabra que nace en la juntura traumática donde la lengua se apodera del viviente. Esa palabra cuyo índice de verdad no puede ser replicado por ningún algoritmo, porque su resonancia solo se hace oír en las modulaciones del síntoma.
Lo inquietante es el efecto de increencia que se va instalando en la vida cotidiana. Una increencia paradójica, puesto que ya no sabemos si las informaciones que recibimos tienen alguna fiabilidad, y al mismo tiempo entramos en el efecto hipnótico de creer cualquier cosa, empujados por el bombardeo incesante de lo que a base de repetirse sin parar acaba por sumergirnos en un mundo alucinatorio. El psicoanálisis debe comprometerse, más allá de su experiencia en la intimidad del diván, a dejar constancia pública de los peligros a los que nos enfrentamos si no aunamos fuerzas con otros discursos para salvaguardar la verdad como fundamento de la ética humana.