Todas las investigaciones de las Barcelonas son especiales. La de hoy tiene algo agridulce al aunar varios descubrimientos con la frustración de no poder ir más allá en un aspecto concreto.

El carrer Escòcia está repleto de minucias significantes. Por una parte, muchos lo consideran el verdadero inicio del barrio de La Jota, como si la riera d’Horta y el tramo hasta llegar a la arteria en homenaje a los Coats, de la cercana fábrica de hilaturas compartida con los Fabra, fueran limbos sin pertenencia.

Por la otra, hemos comentado en alguna ocasión cómo nació más abajo, donde ahora luce Dublín, y se vio impedida largo tiempo por Can Garrigó, justo en medio de su trazado, algo, como veremos en una próxima entregada, fulminado de golpe a finales de los cincuenta, cuando en esos aledaños nació l’Escola Timbaler del Bruc, un genial Bohigas juvenil, y la masía se suplió con un notable bloque de pisos.

La entrada del passatge Escòcia | Jordi Corominas

La hegemonía espacial durante decenios de la finca y los terrenos propiedad de María Ángeles Puig España determinó la variopinta idiosincrasia estética de Escocia, cuyo tramo inferior aún contiene algunas trazas de sus orígenes.

Una de ellas es de las más fascinantes de toda la ciudad condal. Lo canónico en La Jota es mencionar tres pasajes. Dos de ellos han circulado por estas páginas y muestran distintas circunstancias del período, si bien afines. La heredad de la viuda Casas propició el passatge de Santa Eulàlia, mientras el espíritu cooperativista de los años veinte concedió a los tranviarios el del Arquitecte Millás, auténtica lanzadera para jalonar la urbanización en ese sector. La última travesía es de  La de la Esperanza, símbolo de las tierras cedidas por la Marquesa de Castellbell, ocupada por estibadores de algodón.

Sin embargo, hay un cuarto pasaje. Hace pocos días paseaba por La Jota con el fin de sacar unas fotos y me crucé con una vecina conocida. Charlamos un poco y le informé sobre el passatge d’Escòcia, declarándome su absoluta ignorancia.

No es nada extraño. Este rectángulo sin salida juega al escondite a pie de calle. Una reja de ingreso muestra un desviado 16, mientras su muro de la derecha tiene en la esquina la típica placa del nomenclátor con su nombre bien claro.

Detalle de la entrada del passatge Escòcia | Jordi Corominas

El passatge d’Escòcia es invisible hasta en sus metáforas. Tuve suerte, siempre buscada, al localizar los pliegues relativos a su fundación. Corría 1922 cuando una tal Ángela Jacas suplicó, así figura en el escrito, poder construir en un solar adquirido, donde quería edificar doce habitaciones y un pozo.

Esta misteriosa mujer vivía no muy lejos, en el 21 del carrer de Portugal, confirmándose cómo la Jota atrajo a pequeños inversores de la proximidad con el anhelo de poder prosperar mediante el alquiler, como parece ser el caso del passatge d’Escòcia, siempre cerrado incluso cuando tenía carrete para avanzar, pues su tope colisiona con el lado trasero de los números 15 y 17 del carrer de La Jota.

Quise saber más de Ángela Jacas. En una nota redactada de su puño y letra es sencillo reconocer sus señas de identidad caligráficas. Su segundo apellido con toda probabilidad era Gascó. La búsqueda ha dado pocos frutos. Durante unos días descarté otras personas con su misma combinación nominal, entre otras cosas porque una era una socialité afincada en Sitges y todo parecía remar hacia otro mundo.

Planos del passatge d’Escòcia | Jordi corominas

La segunda alternativa surgió de una necrológica con demasiadas casualidades. Un tal Jaime Jacas era el hijo político de una difunta, mientras el otro se llamaba José Masdéu, como el maestro de obra responsable de todo el passatge Escòcia, el mítico, el inefable, el sinigual Josep Masdéu Puigdemasa, a quien después de estos artículos deberían darle, como mínimo, una calle, por no decir un paseo fragmentado por toda Barcelona, como su obra.

La coincidencia de Jacas y Masdéu era maravillosa y también una pista falsa. Nadie piensa en la vida privada de los maestros de obra, y por eso es harto complicado dar con su estado civil. Nuestro eterno protagonista, brillante por ser de habitual inesperado, falleció en noviembre de 1930. Sólo lo lloraban un sobrino ausente y dos primas. El resto eran generalidades.

Quizá tuvo una existencia triste en lo sentimental y la compensó con el amor al trabajo, hasta ser invencible en su estajanovismo sin renunciar a una originalidad estética. Durante esas jornadas imaginé un favor a su familiar Ángela Jacas. Cuando esto quedó desmentido probé fortuna en hemerotecas y otros archivos, hasta gritar eureka sólo hasta cierto punto.

Un hermano de Ángeles Jacas Gascó tiene un registro en la oficina de patentes en 1928. De ella sólo hay una referencia en un blog, una nada muy útil para cavilar sobre su ideología y dignidad porque se exilió de Barcelona en enero de 1939, significándose como una mujer de la montaña, dícese de aquellas republicanas bien avezadas en el arte de ayudar a cruzar la frontera por sus límites más inhóspitos.

Masdéu, como quién dice, estaba de dulce en el perímetro de La Jota. No sé si el cul de sac le causó muchos quebraderos de cabeza. La forma de su patio asemeja a una botella de vino invertida porque la entrada es una recta angosta, ampliada una vez se disponen las viviendas desde un equilibrio compositivo.

Hoy en día el passatge d’Escòcia es un anónimo al cuadrado. Los transeúntes pasan de larga y jamás lo miran. Sus habitantes, con el típico interfono, tienen sus metros de aire libre con muchas plantas. Su verde es contraste armónico con el blanco, imperial en el conjunto de negras ventanas y fondo medio cubista por las desigualdades de alturas entre los inmuebles de los aledaños.

Detalle del interior del passatge d’Escòcia | Jordi Corominas

El passatge d’Escòcia es una cápsula del tiempo y un condensador de enigmas sumidos en el anonimato. Su cuerpo se funde así con el de Ángela Jacas y Josep Masdéu Puigdemasa, sus creadores, inmersos en el estruendoso silencio de ser invisibles en y para la Historia. 

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