En la literatura y en el imaginario popular, el demonio juega el rol del confidente. A menudo no se presenta como un personaje más en el escenario narrativo, sino como una especie de aparición, a veces indistinguible de una simple alucinación y, en cualquier caso, perceptible sólo por su interlocutor. La astucia de Satanás, el adversario, radica en engañar a su víctima ofreciéndole chucherías envenenadas, normalmente en forma de poder y riqueza, incluso arguyendo que se podrían manejar con una vocación altruista que permitiera corregir las injusticias del orden actual, escandalosamente tolerado por el Altísimo. Esta argucia, donde los bienes aparentes esconden una podredumbre profunda que contaminará irreversiblemente el alma del protagonista, permite darle a la fábula y a la homilía un acabado moral. Hoy el demonio ha quedado relegado a la esfera de los personajes fantásticos, y pocos ven un enemigo real que está al acecho; sin embargo, su carácter furtivo y tentador -alimentado por la impresión frecuente del mal encarnado en personajes públicos bien actuales- resulta idóneo para pensar en la toma de conciencia de la perversidad propia del modelo capitalista.
Vivir en sociedad comporta adoptar todo un repertorio de suposiciones envueltas como hechos naturales, pero que pueden desmontarse dada la sospecha, incluso la convicción más o menos confiesa, que fueron formuladas por personas. Como nuestra sociedad está imbricada en una economía capitalista, basada en el crecimiento de la producción con la intención de generar más riqueza, no es raro que muchas de las asunciones que damos por hechas lo hagan encubriendo una lógica sobre la circulación de mercancías por maximizar las ganancias de aquellas personas que controlan el intercambio. Esto puede percibirse incluso en situaciones de alegría o celebraciones, como los cumpleaños, las bodas, la Navidad o incluso los funerales. Siempre se pueden encontrar intereses materiales que refuerzan con una cara amable lo que nos mortifica: tener que vender nuestro paso por el mundo a cambio de dinero. Desenmascarar la presencia velada del capital puede ser una revelación incómoda; de repente, lo percibido como disfrute se muestra más bien como una trampa, no demasiado lejana de las triquiñuelas de Lucifer.
Creo que esto se va a entender mejor con un ejemplo. Haciendo un café con una amiga que había estado celebrando la boda de su hermana, me sorprendió oírle decir que le había parecido una ceremonia puramente capitalista. Me vino a la cabeza una pintada que había en la facultad donde estudiaba que rezaba: “monogamia es capitalismo”. ¿Cuándo el capitalismo se vuelve insidioso? ¿Cuándo se reconoce un trasfondo perverso? Es esta condensación moral de un medio amorfo como la economía de mercado, que está empapada en todas las facetas de la vida cotidiana, donde se da un parecido con la personificación del mal en la figura diabólica.
Una línea del pensamiento crítico bien representada en Cataluña propone similitudes entre el compromiso político y la conversión religiosa. La “toma de conciencia” revolucionaria conlleva una forma de abrir los ojos cuando, de repente, se retira el velo del discurso de concordia de turno -nacional, vecinal, religioso, fraternal-, que impide reconocer que el mal opera detrás. Comprometerse con una causa que se considera justa siempre pide un encuentro previo con la absección. Llevando al extremo la óptica anticapitalista, aquellos y aquellas que no hayan despertado son unos fausto inconscientes, que han vendido su alma -al menos su vida- a cambio de unas delicias banales o, peor aún, corruptos, que se van alienando de su humanidad. No pocas voces han avisado sobre la naturaleza religiosa del capitalismo: el dinero vehicularía en el fondo la codicia como equivalente de la fe en tanto que motor de una salvación autogarantida, de una redención humanista, con sus cielos e infiernos en la misma vida. Dicho de otra forma, Satanás victorioso, ha logrado finalmente enredarnos a todos haciendo que sus ofertas sean el horizonte de nuestros sueños, que el próximo resulte secundario desplazando el foco tanto del salvacionismo cristiano como de la utopía socialista.
Sin embargo, en medio del poti-poti difuso de información que nos llega constantemente, el recurso a la metáfora de los cantos de sirena del demonio no se proyecta tanto sobre el propio modelo de legitimación del éxito y del status-quo , como reclamaban dichas voces, sino sobre la alteridad cultural, entendida como un Enemigo insidioso del paraíso en la tierra capitalista. Las demás gentes son demoníacas, por su conducta inmoral y sus intenciones ocultas. Ahora bien, este rechazo puede ser incluso el arma de los oprimidos: numerosos estudios antropológicos en diferentes zonas rurales latinoamericanas muestran cómo el campesinado o las poblaciones mineras consideran que los ricos han vendido su alma para conseguir sus riquezas, construyendo una creencia igualitaria que deslegitima culturalmente las diferencias socioeconómicas, como también lo hacen las acusaciones de brujería, tan asociadas al diablo en la memoria europea.
El umbral mefistofélico es ambivalente y, tarde o temprano, todo el mundo afronta sus demonios, sus anhelos personales potencialmente pérfidos. En este bis a bis con el maligno operan elementos de índole social, darse cuenta de ello forma parte de una conciencia política y humana. Quizás la identificación del demonio y los acólitos satánicos con el capitalismo y sus engendros sea demasiado carrinclona, pero también ayuda a destapar la participación que cada uno puede tener dentro de un juego basado en la iniquidad. Que las manías propias del capitalismo tardío, como el narcisismo o la visión exclusivamente instrumental y acelerada de las relaciones humanas, no nos son ajenas, que somos facilitadores -copartícipes de un ángel caído contemporáneo- es el punto de partida para revertirlas.