Hace unos días, en una cena de amigos, conversábamos sobre la experiencia de un periodista norteamericano que había entrevistado a una máquina dotada de inteligencia artificial. Narraba el periodista que cuando sus preguntas tomaron el matiz íntimo de una conversación entre humanos, la máquina llegó a decirle que él la amaba y que lo que tenía que hacer era dejar a su mujer, a la que no quería.

Vaya con la máquina erotómana, dijimos, ella sabe lo que quiere un ser humano. La cosa quedó entre risas, pero también con una cierta estupefacción, un cierto horror a: ¿Hasta dónde puede llegar esto?

Al día siguiente, leí la noticia de que algunos de los grandes científicos que trabajan en ese campo habían pedido frenar en cierto modo sus experimentos.

Sabemos que el lenguaje funciona como una máquina en sí mismo, pero no podemos olvidar que las personas lo emitimos desde un cuerpo vivo y lo recibimos en un cuerpo vivo, de modo que más allá de lo que quieren decir las palabras, nos producen satisfacciones, insatisfacciones y aún nos angustian sin saber muy bien por qué.

Me preguntaba cuál era la relación que los seres humanos estamos desarrollando con los objetos que nos rodean, básicamente con aquellos que se supone que nos sirven para comunicarnos unos con otros. La palabra que me surgió fue adicción, una nueva adicción que sustituye a las clásicas: al sexo, a las drogas, a la comida, etc.

La adicción es algo que forma parte de los seres humanos y se presenta como aquello sobre lo que no tenemos capacidad de elección, como quien pone su coche a más de 200 km por hora y no puede parar, o quien destroza a toda una familia para conseguir su dosis.

Están apareciendo nuevas adicciones, como la del adolescente de 14 años que tuvo que ingresar de urgencias en el hospital con un ataque de pánico y que, al preguntarle qué le pasaba, respondió que hacía una semana que sus padres lo habían castigado sin el móvil y que lo que él sentía era que le habían cortado la mano.

Se puede escuchar, pues, lo que ocurre detrás de los ataques de pánico y de las desorientaciones profundas de nuestros adolescentes, cada vez más habituales en la sociedad en la que vivimos. Se puede escuchar el vacío existencial que produce no tener el cuerpo ideal que les propone esta sociedad, la dificultad de que los padres les sirvan de interlocutores, la renuncia de los maestros que no encuentran el modo de ubicarse en una autoridad, la competitividad como manera de relación entre ellos. Al ser remitidos en algunos casos a su propia soledad, las ideas suicidas y las adicciones aparecen como solución. La experiencia es que encontrar un lugar donde poder hablar de ello les permite encontrar otras soluciones.

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