Si alguien me reprendiera por repeticiones en esta serie dedicada al barrio de La Jota lo tendría muy fácil. La primera iría sobre cómo he insistido en las dos damas clave desde sus respectivas fincas, la Marquesa de Castellbell, en Can Sitjà, y María Ángeles Puig España, en Can Carrigó.
La segunda cantinela se enlazaría con la tercera. Como bien es sabido, la calle Escòcia no pudo completar su lógica secuencial hasta inicios de los años sesenta, cuando al fin se derribó el Mas Garrigó, tras la expulsión de los campesinos Campmany a manos del heredero, el cineasta Delmir de Caralt.
Este hecho despejó el terreno en el norte de Escòcia, calle con talante de arteria y una división meridiana en sus puntos cardinales, con el sur entre huecos y un aroma de su forja en la transición de la dictadura de Primo de Rivera a la Segunda República.

El otro punto surge tras el último recuerdo al momento fundacional en la manzana del passatge del Arquitecte Millàs y tiene una composición a base de bloques de pisos con conjuntos arquitectónicos bastante notables, válidos para resumir evoluciones franquistas.
El inmueble del número 81 responde a una estética de la primera posguerra, si se quiere italianizante desde la influencia fascista. Muchas veces en mi imaginario la cierro a finales de los años cuarenta, desmintiendo la datación, como en este caso, pues la finca es de 1953 y la rubricó el arquitecto Jaume Contijoch Batlle a encargo de Luis Niell Alemany y Bartolomé Calle García, ambos pequeños empresarios del sector inmobiliario con solares a la espera en el entorno de la calle de Vinyals y Verge de Montserrat, en el Guinardó.
Escòcia 81 es una más, no como el complejo sucesor de Can Garrigó, de la inmobiliaria SPAI, y con mi lamenta personal al no haber dado con el nombre de los arquitectos al ser una totalidad nada despreciable por distintos motivos. Entre ellos está la diáfana voluntad de orquestar una especie de trampantojo, bueno para los residentes. Desde la calle, casi en todos sus lados, el foco recae en los bajos, a rebosar de pequeño comercio de todo tipo para así colmar un vacío importante en ese perímetro. Esta supuesta preponderancia de negocios oculta sus cuatro ingresos con un patio interior bien camuflado, aún con probables restos del suelo de la masía y sillas muy años sesenta, necesitadas de chapa y pintura para evitar la sepultura.

Santapau, Escòcia, Malgrat y la riera d’Horta son las calles de esta herencia de Can Garrigó. La masía se alimentaba del agua de la riera para dar al vecindario buen vino y mejores verduras. Es fascinante observar una vista aérea de 1955, con su isla aún rural y la superior vacía. Al cabo de un decenio la panorámica era otra por el adiós al pasado y la victoria de la modernidad, tanto por la nueva ocupación como por la Escuela el Timbaler del Bruc, proyectada por Oriol Bohigas y Josep Martorell en 1957, poco después de la Mutua Metalúrgica de la Diagonal y justo antes de la extraordinaria Manzana Pallars, con ese aire fabril en honor al pasado del barrio.

El colegio asoma su diferencia si lo divisamos desde el horizonte de Ramón Albó, llana atalaya para admirar sus juegos volumétricos, en parte por lo achicado de su cuadrícula, derrotada en sus dificultades a base de ese constructivismo protector en el patio hasta crear simbiosis entre interiores y exteriores. Cuando se inauguró, se destacaba el uso de materiales como hormigón armado, ladrillo, metales y cerámica, tanto para el pavimento como para lo cromático, además de por cómo se segmentaba a partir de seis aulas para chicas y otras tantas para chicos.
La monótona discreción de la periferia omite la variedad de La Jota en estos ángulos, del passatge de l’Esperança a Can Garrigó. Es algo absurdo, más inmiscuyéndose una obra de prestigio del Bohigas juvenil, quién por lo demás tiene en ese tramo fundacional de su biografía una maleta sólo escondida si nos empeñamos en ponerle velos o juzgarla secundaria, cuando jamás lo es y contiene una tarjeta de visita impecable, tanto como para regalar al arquitecto un mérito poco frecuente: el de casar su cronología con la de la ciudad.

Lo que no es baladí al servirnos para elaborar un decálogo de intenciones. El Bohigas del Timbaler del Bruc apuesta por aportar su granito de arena a una próxima renovación pedagógica que se lanza desde el edificio. En este sentido, algo que he ido pensando mientras escribía, esta contribución es como si fuera una versión remozada de todo el bagaje novecentista con los colegios, recordándome el de Escòcia a la Farigola de Vallcarca del inevitable Josep Goday, artífice de una sensibilidad europea para con estos establecimientos durante el buen periodo de la Mancomunitat.
El Bohigas de los márgenes debió divertirse mientras esparcía su semilla. En el Baix Guinardó se reparte entre la Casa Patio de Lepanto con la ronda y la iglesia del Redentor en Verge de Montserrat, hundida y camuflada para dar más vuelo al pasaje lateral. En la Meridiana, todos señalan su Colmena, emplazada como un guante en su sitio, de fachada consciente de imposibilitar indiferencia y pilotes en la superficie, casi un desafío en esa avenida de los años sesenta, autopista urbana con nula tendencia a respetar lo peatonal y barrios fronterizos como La Sagrera.

La escuela Timbaler del Bruc tiene el impacto de imponer un antes y un después, creándonos preguntas. Es una fuerte ruptura al propagar vanguardismo en esos pastos dominados por la riera d’Horta, eclipsada por ese sol, como si así cumpliera su adiós a la vieja cotidianidad a causa de esa nueva puerta a Escòcia, hegemónica desde ese mismo instante, con el agua enterrada por tanto asfalto.