Uno se percata de la experiencia y la madurez investigativa a partir de muchos aspectos, pero sin duda uno crucial es cuando vuelves a escribir sobre un lugar. En junio de 2019 era otro mundo y servidor afinaba poco a poco el corpus de las Barcelonas. Recuerdo que me hizo mucha ilusión centrar el tiro en el passatge de l’Esperança, sobre todo al estar muy interesado en el fenómeno de las cooperativas de vivienda durante el primer tercio de siglo XX español.

Quien quiera datos generales aún puede leer ese texto para informarse. Ahora, mucho más milimétrico en mi cometido, analizo el espacio desde otras vertientes. Entonces privilegié una explicación básica, según la cual los estibadores de algodón del puerto se coaligaron para acogerse a la posibilidad de tener sus casas baratas, a imagen y semejanza de otros oficios como periodistas, carteros, tranviarios o empleados municipales.

La iniciativa se hizo factible gracias a la iniciativa de un empresario textil algodonero, Lluís Jover Castells, a quien dedicaron una placa por su esfuerzo veinticinco años después, en 1953. El buen hombre aparece poco en la prensa del momento, y cuando irrumpe es por sus esfuerzos desde el cooperativismo. Podía ser un dirigente, pero eso no excluía generosidad para con los trabajadores y su anhelo de tener un techo digno.

Placa en honor a Lluís Jover en el passatge de l’Esperança. | Jordi Corominas

Ver para creer. La obra del passatge de l’Esperança, de nombre bien simbólico, se encargó a uno de esos arquitectos ignorados para la posteridad, Agustín Domingo Verdaguer, a la sazón –nos situamos en 1926– arquitecto municipal de cementerios.

Su labor en la travesía es de las mejores en su género. La unidad del conjunto luce una estética novecentista de carácter popular, con fachadas simples, aunque vistosas y de distintos colores, decoraciones florales al uso y sobre todo el bienestar del diseño por los jardines de los domicilios y la magia de radicarse en un marco incomparable, en pleno progreso constructivo a mitad de los años veinte.

No es nada arriesgado calibrar todas esas operaciones políticas como un pequeño gran pacto de control. Los estibadores tenían un local cooperativista que funcionaba como bar, tienda de comestibles y sala de reuniones. Ese interior debía beber de un espíritu nada tranquilo para las autoridades, quienes en parte consiguieron el poder en septiembre de 1923 para frenar el ímpetu obrero empujado por la hegemonía anarquista. El proletariado acogió de buen grado las alternativas ofrecidas por la administración reinante, la cual, amparada en el ejemplo del corporativismo fascista italiano, llevaba a su redil a sus a priori enemigos para garantizar la paz social y así evitar revueltas.

Otro aspecto del passatge de l’Esperança es su emplazamiento en los dominios de la Marquesa de Castellbell. Esta, muy amiga de los mandamases, debió transigir con la propuesta sin meditar mucho cómo se urbanizarían las tierras de Can Sitjà, demolida en los años sesenta y reemplazada por la horrenda mole de la plaça de Virrei Amat, sin duda alguna uno de los emblemas de la densidad poblacional, verticalizada, propia del segundo Franquismo.

El passatge de l’Esperança de noche. | Jordi Corominas

Por eso mismo el passatge se ve raro en medio de tantas elevaciones y el inmenso e irregular rectángulo del ágora, durante la Segunda República bautizada en homenaje a Joan Salvat-Papasseït.

La plaza, en mi opinión aún por definir pese a todas sus evoluciones en los últimos decenios, no estaba prevista en los planes de futuro previos a la Guerra Civil y quizá fue una solución temporal mientras se contemplaba una cuadrícula consistente en unir la Jota con Vilapicina desde una naturalidad matemática propia del buen urbanismo.

¿Cuándo se truncaron estos planes? Virrei Amat cumple muy bien su función de encrucijada de esta periferia. Desde su base podemos ir a la derecha hacia Fabra i Puig, el camino de Sant Iscle y la calle de Pi i Molist, senda hacia el viejo manicomio, mientras si la tomamos hacia la izquierda pisaremos Los Quinze o Ramón Albó. Si nos decantamos por el norte la meta está en Vilapicina, mientras el sur abre la puerta a La Jota, y con ella, la Meridiana.

La torre de Virrei Amat vista des de Alexandre Galí. | Jordi Corominas

Como la operación de convertir en calle los aledaños de Can Sitjà no prosperó, el passatge de l’Esperança devino un limbo de La Jota a la nada. Puede recordar a sus colegas de Roura y Catalunya, bellos y proyectados como transición entre el Camp de l’Arpa y el Guinardó, asimismo desorientados porque su inicio y final está entre dos plazas condicionadas por su pasado. La de las Tortugas lleva el signo del torrent del Bogatell, mientras la de Can Miralletes brillaba y brillará por su masía, buena socia de las aguas vecinas.

En el caso de l’Esperança la nada era Can Sitjà, agravándose cuando la derribaron. En ese punto nuestro protagonista de hoy se metamorfoseó en una pasarela hacia un cielo nuboso, como si su realidad no fuera tal y sobreviviera para exhibir el romanticismo de nuestros mayores, quienes por lo demás eran muy conscientes de tener en la proximidad a los tranviarios del pasaje del Arquitecte Millás, pionero en la zona y más tarde emulado por el de Santa Eulalia.

Detalle de una fachada del pasaje de la Esperança. | Jordi Corominas

Colocar a un sinfín de cooperativas en los márgenes jamás es casual. Sólo podemos especular con la mentalidad de los gobernantes, no así con cuestiones de planificación. El boom edilicio de los años veinte, necesario entre otras cosas para evitar el bochorno de organizar una Expo Internacional y enseñar miseria al visitante, plasmó una parcelación ciudadana muy bien sintetizada en 1927 con la erección de la casa del Guix en el Clot.

La casa del Guix del Clot. | Jordi Corominas

Ese inmueble marcará el antes y el después entre la casita con huerto y la monotonía de apiñar a los asalariados fuera del centro en pisos concebidos para sedar la movilización. La lejanía del meollo daba la llave para la paz y romper el son de guerra. Los periodistas de la Font d’en Fargues recibieron aplausos y encomios del Marqués de la Foronda, capo dei capi de los tranvías locales. Los plumillas no podían quedarse aislados en su paraíso. Los estibadores permanecieron sin transporte público hasta 1947, levantándose día tras día a las cuatro de la madrugada para ganarse su pan. A veces, pequeños datos son el pasaporte para entender movimientos jamás teñidos por la inocencia.

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