Esta última semana leíamos que la Generalitat sacaba una nueva medida para combatir la soledad en las personas mayores. La medida destinará 5,5 millones de euros provenientes de los fondos Next Generation a adquirir un millar de asistentes robóticos inteligentes para cuidar la salud y mejorar la calidad de vida de las personas mayores que viven solas, combatiendo también la soledad no deseada.
Y es que, precisamente, el estudio más largo de la historia sobre el desarrollo de los adultos, realizado por científicos de la Universidad de Harvard a lo largo de más de 80 años —y que todavía sigue en curso— ya destacaba los diferentes elementos imprescindibles para tener una buena vida. Robert Waldinger ha asegurado en diferentes entrevistas que, mientras que el aislamiento es un destructor del estado de ánimo, las conexiones personales crean una estimulación mental y emocional que las convierte en potenciadoras automáticas del estado de ánimo.
Pero, ¿pueden los asistentes robóticos inteligentes sustituir estas relaciones humanas? O ¿qué realidad y qué desigualdades existen para que tengamos que recurrir a esta tecnología también para combatir la soledad no deseada? ¿Queremos construir una sociedad incapaz de combatir esta soledad de las personas con más vínculos y vínculos interpersonales y apostando por la entrada de asistentes robóticos como política pública?
Somos conscientes de que, actualmente, vivimos en una sociedad en la que, desgraciadamente, el trabajo reproductivo, el que hace posible la vida, el de los cuidados, el que se basa en las relaciones interpersonales y la comunidad, ha quedado relegado a un segundo plano y dónde la centralidad la tiene el trabajo productivo —que, en los mejores casos, nos permite llegar a fin de mes y pagar las facturas— y que nos ocupa la mayor parte de nuestro día a día. Este hecho nos comporta tener que hacer equilibrios para poder cuidar a las personas con las que convivimos o que conforman nuestro sistema relacional; la gente mayor, nuestros niños, las personas con diversidad funcional o aquellas personas que se encuentran vulnerabilizadas cada vez más por un sistema económico y social en el que el bienestar físico, emocional y psicológico no es la prioridad. De hecho, las personas —en su mayoría, mujeres— que trabajamos en trabajos reproductivos (educadoras, trabajadoras familiares, trabajadoras sociales, enfermeras, psicólogas… etc.) lo hacemos en peores condiciones laborales y menor salario.
Cuando estos equilibrios son asumidos por la familia, también vemos que son hechos mayoritariamente por mujeres —un estudio de la Universidad de Barcelona y la Universidad Pompeu Fabra concluye que, cada año, las mujeres dedican 800 horas más que los hombres a las tareas del hogar y a los hijos—. Pero más allá del cuidado, de las necesidades más básicas que las personas necesitamos y que entendemos que también deberían estar sostenidas por la comunidad y por el sistema público, necesitamos vínculos y lazos afectivos; necesitamos la escucha activa, necesitamos la empatía y la compañía. Y lo necesitamos fuera de las redes sociales y las pantallas. A lo largo de nuestra vida, necesitamos sentir que formamos parte de algo, que somos importantes para alguien, que pertenecemos a un barrio, a una comunidad, a un hogar, a una familia —en la que nacemos, o bien que elegimos—. Y esto requiere cambiar las prioridades individuales y también colectivas; cambiar la pirámide de las cosas importantes y las que no lo son tanto; así como los valores que imperan actualmente y que van en detrimento de la salud de las personas.
El sistema capitalista es un modelo económico feroz, sí, pero también lo son los valores y el conjunto de creencias que lo acompañan y que anidan en cada uno de nosotros: “trabajar más te hace ser mejor compañero de trabajo”, “ir estresado es tener una vida plena”, “debes descansar durante el fin de semana —si tienes la suerte de tener 2 días de fiesta— para poder rendir al máximo a nivel laboral durante la semana”. Y es que son precisamente estas creencias las que nos empujan a unas acciones determinadas y a cómo nos situamos en relación al mundo productivo lo que hace que sea posible que todo gire, que nada cambie y que el trabajo reproductivo, el trabajo de cuidados, pero también los vínculos y la actividad comunitaria que sabemos que son imprescindibles para nuestra salud emocional y mental queden eternamente relegadas a un espacio en el que vivimos en nubes de cansancio, dónde nuestro sistema nervioso va permanentemente estresado. Y, por tanto, lo que sabemos a ciencia cierta que es el mayor protector de nuestra salud mental acaba convirtiéndose en una inquietud constante por ver si lo podremos cumplir o no, si llegaremos a todo o no. Para preservar nuestra salud, nuestra comunidad, nuestros vínculos, necesitamos cambiar este esquema impuesto y que nos está dañando a diario.
Así pues, la entrada de asistentes robóticos inteligentes en la política pública, entre otros motivos, para revertir la situación de soledad no deseada de las personas mayores o mejorar su estado emocional evidencia una vez más nuestra incapacidad como sociedad —como consecuencia de los distintos poderes políticos y económicos hegemónicos actualmente— de poner en el centro la comunidad y las relaciones humanas. Al mismo tiempo, nos muestra la falta de recursos materiales que nos priva también de poner por delante ese trabajo que sustenta nuestras vidas física y emocionalmente; de tener las herramientas para hacerlo desde la proximidad, desde el disponer del tiempo para tener una conversación, para escuchar y hacer compañía; para hacerlo tejiendo comunidad y espacios dónde cuidamos unas de otras. Y, sobre todo, espacios que puedan ser intergeneracionales y donde todas tengamos cabida.