Una vez, en XantesllamadoTwitter, el poeta Josep Pedrals dio una muy buena definición de las Barcelonas: estudiar la ciudad casa por casa, milímetro a milímetro, como hicimos en la pasada entrega con el tramo de la calle de La Jota comprendido entre la Meridiana y Pardo.
Este modo es el único válido para reconstruir la historia condal y así prescindir del relato oficial, desaconsejable al nunca preocuparse por todos aquellos anónimos que, con su esfuerzo, dieron a los barrios una impronta única en toda Europa, pues es difícil encontrar tanta pluralidad morfológica en otros lugares, y eso, algo silenciado por muchos, genera un mosaico identitario, además de una riqueza arquitectónica extraordinaria, sin duda a preservar.
El otro aspecto de todo este trabajo es cómo el paseo consigue mejorarme en la observación investigadora al exigirme, desde la repetición, analizar todos los ángulos para conseguir un resultado completo, pues de otro modo sería deshonesto con el lector y conmigo mismo.
Cuando abandonamos el segmento inaugural de la calle de La Jota notamos cómo ese piccolo mondo antico poco a poco se desvanece porque el barrio, como hemos mencionado en más de una ocasión, tuvo su empuje constructivo fuerte durante la posguerra. Ello puede apreciarse, sin ir más lejos, en el número 38, esquina con Antoni Costa, obra de Masdéu Puigdemasa ampliada a posteriori.
Tras este inmueble alcanzamos un inmenso rectángulo jamás inaugurado y de nombre cierto, si bien impreciso. Estamos en la plaça Garrigó. Su denominación se debe a la homónima masía y se instauró como oficial desde el principio de la urbanización de la barriada, cuando el ágora era un gran solar que permaneció como tal durante décadas.

Para comprenderlo mejor he vaciado la hemeroteca hasta llegar a la conclusión de cómo su historia puede, en parte, sintetizar la de la capital catalana, o si prefieren la de sus márgenes.
La primera noticia data de 1934 y anuncia la supresión de mercadillos ambulantes, algo comprensible, si se atiende a cómo la zona carecía de esta instalación fundamental de modo estable y las nómadas flirteaban con lo ilegal. En 1961 abrió las puertas el de la Mercé, junto al núcleo antiguo de Vilapicina, pero cada barrio merece un mercado. El de La Jota asumió sin pestañear la lógica de emplazarlo en Garrigó desde la promesa de María Ángeles Puig España y sus herederos, aunque no todos.
Nos lo verifica una fuente sensacional: una carta al director de La Vanguardia del sábado 28 de octubre de 1967 firmada por Dionisio López Serrano. Este buen ciudadano escribe desde la razón y propone para la plaza tres premisas: aparcamiento, parque infantil y el anhelado mercado.

Este último sigue pendiente, mientras lo demás se ha concretado. El parking privado no molesta a los transeúntes, mientras el área para los más pequeños se halla en el meollo del recinto para crear preciosas imágenes de interacción con los bloques vecinos.
Garrigó es una plaza dura. Si no eres de este sector, englobado en Horta o Sant Andreu en función de la ignorancia de los redactores, no le encontrarás ningún tipo de carisma al no invitar a nada íntimo desde su tamaño. Sin embargo, el caos de su organización es fructífero entre pequeños comercios y terrazas, justas al no ser invasivas como las de la rambla de Fabra i Puig bajo la Meridiana, uno de los mayores ejemplos de cómo los gobiernos progresistas han sido incapaces de resolver esta cuestión, aquí ofensiva al dejar menos de un 20% de la vía pública al peatón.
No sé si Dionisio vive. Antes de su providencial epístola di con un anuncio de venta de solares, bien específico al animar al comprador por la buena comunicación del entorno mediante los tranvías 47 y 51. Este medio de transporte desapareció de nuestro mapa en 1971. Ese mismo año un reportaje informa de cómo se necesitan más gasolineras en toda Barcelona. No he podido confirmarlo, pero a tenor de la nota la plaça Garrigó debía tener una, hoy en día inexistente. Al cabo de dos años el estallido de la crisis del petróleo hizo replantear todas esas euforias, y quizá llegará el día donde los servidores para alimentar a los vehículos deban declararse patrimoniales por su rareza.

En esos mismos años setenta Garrigó se ve sacudida por una mezcla de inercias positivas y otras más bien pésimas. Las buenas la sitúan en el marco de parques y jardines, causa de concederle iluminación en la segunda mitad de la década, cuando la más que sospechosa inmobiliaria Río Tinto, una empresa armamentística, promete el oro y el moro a los futuros inquilinos del número 20 de la calle Vèlia, una de las calles más insustanciales del barrio, vendiéndoles la moto de un jardín privado, magníficas comunicaciones y un buen surtido de comercios en la cercanía.
También había algunos conflictivos y muy apetitosos para la delincuencia. El 22 de noviembre de 1978 unos atracadores entraron en la oficina 63 del Banco Central, sita en el 5 del ágora. Amenazaron a los empleados y se fueron con un botín de más de tres millones y pesetas.
Los robos en sucursales de esta periferia fueron un clásico cotidiano, redundante por la lejanía y la comodidad de irse sin levantar muchas sospechas. Otros aprendieron algo de los cacos y quisieron emularlos con más épica, como en la noche del 26 de julio de 1985. Eran las cinco y media de la madrugada cuando dos terroristas de Terra Lliure lanzaron sendos cócteles molotov contra la oficina de FECSA. De todos es sabido cómo esta organización no era muy eficiente en su cometido, por lo que sólo dañaron el rótulo de la empresa y las persianas en su ruta nocturna, culminada en otra sede de la compañía eléctrica en la calle Olzinelles.

La FECSA tendrá un último momento estelar en abril de 1987. Unos operarios cometieron un error al instalar un aparato en la calle Bartrina de Sant Andreu, se fundieron muchos plomos y se echaron a perder un sinfín de electrodomésticos. Los afectados fueron indemnizados en Garrigó, donde en 1990 el Ayuntamiento de Maragall tuvo a bien de colocar una carpa expositiva sobre la Barcelona de 1993.
La traca final de toda esta historia acaeció en 1996, cuando un juez dictó sentencia y ordenó al Ayuntamiento a desalojar la plaza, de más de cuatro mil metros cuadrados, porque uno de los herederos de Puig España afirmaba que la familia nunca la había cedido al municipio, quién debió actuar con celeridad, pues al cabo de tres años, antes del cierre del siglo, la remodeló junto a la rambla de Fabra i Puig, cuya acera se amplió de cuatro a siete metros sin levantar ninguna queja. El litigio duró casi medio siglo, pues la primera documentación del mismo está fechada en 1953, cuando Josep de Cuadras i Caralt solicitó comprobar la existencia de un plano de la plaza con sus límites.
Garrigó no suscita interés de ningún tipo y bien está que así sea. El desbarajuste de su nada es otra prueba de cómo las personas hacen suyos los espacios, algo cierto en cualquier lugar del mundo y perfecto para constatar la torpeza de la clase política a la hora de manejar los cruciales y pequeños intereses de cada comunidad.