Siempre ocurre lo mismo cuando termino una serie. A nivel sentimental, es bastante extraño dejar atrás lo estudiado a partir del paseo. Cuando vuelvo a los lugares es un poco como si fueran míos y se caminan distinto.
Desde una vertiente de avanzar en las Barcelonas, el cierre de un bloque comporta alcanzar el siguiente a través de un limbo. El de esta ocasión casi trasciende ese concepto al ser una especie de gran encrucijada de esta periferia.
Podría desmenuzar la plaza de Virrei Amat centímetro a centímetro desde lo descriptivo, pero al usarla tantas veces como paso para La Jota o Vilapicina tendrá otro tipo de despiece, más basado en cómo abre puertas hacia otros espacios.
En primer lugar, esta plaza se divide en dos tramos. El original es el colindante al Passeig de Fabra i Puig, mientras el segundo juguetea con su adscripción a La Jota, presente en esos coletazos por su homónima calle y la anónima Desfar, cuyo nombre remite de manera indirecta a los Castellbell, propietarios de Can Sitjà, reemplazada a inicios de los años sesenta por un rascacielos de veinte pisos, otro símbolo, en este caso de la querencia por la densidad habitacional de la periferia.

La mole vertical está en el adiós de la plaza, enorme y angulada muy a su manera. Todo el segundo segmento de Virrei Amat respira, además de generar unas vistas geniales al Pasaje de l’Esperança, la morfología de la vieja masía de los señores, mientras su predecesor al forjar la plaza empezó sus andanzas desde una cierta pequeñez, casi como si los gestores no supieran manejar muy bien qué hacer con ese magma entre dos mundos cuya inclusión en el nomenclátor remitía al poeta Salvat-Papasseït.
Virrei es un nudo completo porque en su interior confluyen muchos caminos, algunos nacidos por la lógica del pasado y otros enhebrados por la obsesión del presente de mirar poco atrás y cometer errores.
El primordial, asimismo a nivel simbólico, sería el passeig de Fabra i Puig, dividido por la homónima rambla a causa de la Meridiana, motivo de tantos divorcios, como el del Camp de l’Arpa y el Clot.

Fabra i Puig fue lanzado como rambla de Santa Eulàlia en 1877 desde la voluntad del Ayuntamiento de Sant Andreu de engarzarse mejor con sus dominios de Vilapicina. La conectividad era suprema en su razón, pues al fin y al cabo la idea era urbanizar con estrépito el camino de Sant Andreu, no sólo hasta sus feudos, sino también hasta Horta.
En los mapas de finales del siglo XIX y de buena parte de la pasada centuria se observa cómo Fabra i Puig terminó durante décadas en el meollo insuperable de la vieja iglesia de Vilapicina, Can Basté y Ca n’Artés, una trilogía por suerte medio escondida, destronada en su corona de centralidad por Virrei Amat.
Al lado de la plaza transita, para luego perderse con sutileza entre el mercat de la Mercè hasta alcanzar Can Peguera, el camino de Sant Iscle, rebautizado varias veces desde su kilómetro cero junto al Passeig de Maragall hasta recibir su denominación actual, avinguda dels Quinze, en homenaje a las cocheras del tranvía y al precio del billete hasta ese punto del recorrido.

Así pues, en Virrei Amat se fusionaban, como mínimo, el camino de Sant Iscle y el de Sant Andreu hacia Horta. Desde nuestra protagonista se abrió en 1914 la calle Pi i Molist, viejo camino hacia el Manicomio adscrito al Hospital de la Santa Creu hasta ser sede de su instituto mental, hoy en día aprovechado mediante la sede del distrito de Nou Barris y su parque central.
Aquí, un poco sin querer, he trazado otra línea a considerar. Vilapicina, junto a la torre Llobeta, se enmarca en Nou Barris sin tener nada qué ver con la historia del distrito, como comentamos con La Jota, encuadrado en todos y ningún sitio. La calle Pi i Molist tenía como meta el manicomio, ingreso al incipiente mundillo de los futuros Nou Barris.

No deja de ser curioso que en estos aledaños de Virrei Amat sólo tenga una identidad clara, aunque no tanto, Vilapicina. La Jota flota en una injusta nada, así como Fabra i Puig, muy pasarela hacia otros vacíos, mientras Pi i Molist se dirige hacia los auténticos Nou Barris.
Aun así, Vilapicina permaneció aislada casi a la fuerza hasta la Transición, cuando las fotos aéreas demuestran un cambio crucial. Un mapa anterior, el parcelario de 1931, nos enseña como Virrei Amat no le servía de puerta al toparse con la fábrica de Santaló Hermanos, emperadores de la tintorería en la zona y por lo tanto con un poder socioeconómico de peso. No son estos los parágrafos para relatar la saga familiar, con sede industrial en el 23 del camino de Sant Iscle.

Los Santaló cumplen con las habituales premisas de ascenso social combinado entre dictaduras. En la de Primo de Rivera fueron piadosos, vinculándose con la iglesia de Vilapicina, siendo Antonio padrino de la primera misa de Lluís María Vidal Bosch, hijo del poeta Vidal Pomar.
Los Santaló estuvieron en la vanguardia del somatén, y durante el Franquismo recibieron los frutos de su devoción al autoritarismo con bienes muy regados en su ascenso en el escalafón. Un par de bodas de los años cincuenta, notificadas en ecos de sociedad con nupcias celebradas en la Bonanova y Montserrat, ratificarían ese progreso en ese ámbito, si bien quien escribe sospecha una decadencia en la empresa tras las inundaciones del Besòs y la paulatina desindustrialización, causa de su adiós a la superficie vecina a Virrei Amat y consecuencia de poder abrir desde la plaza un par de vías hacia Vilapicina.
La primera, más próxima, es la de Joan Alcover, muy modesta y con toda probabilidad más valorada desde las paulatinas de la plaça de Paul Claudel. La segunda no es otra que Serrano, antes aprisionada y ahora una pequeña poesía por cómo se enfila hacia las esencias de Vilapicina hasta morir en Mare de Déu de les Neus, una secundaria de lujo para el barrio.

La estrella central del mismo, sin ninguna ligazón con Virrei Amat, es la calle de Vilapicina. Su debut se firma cruzándose con Amílcar. Ambas calles tienen una trascendencia de antaño que no quiere abandonar el hoy. Ambas apuntan en sus fundamentos al núcleo ancestral del barrio con esa mezcla tan obvia de iglesia, masía y hostal por la intersección de rutas en y hacia esos pueblos a la sazón tan distantes de Barcelona.
El ágora parece avergonzarse de haber usurpado con solvencia el trono a esa trilogía tan mágica de Vilapicina. La suplantación se debió a vaivenes históricos, y no sé si a un temor reverencial con el idílico conjunto, solitario sin apenas construcciones a su vera hasta la erección del mercado en 1961. Antes de ese instante su paz tenía ecos eternos, en absoluto desmentidos tras el arrase de Modernidad con la ampliación cual autopista urbana de Fabra i Puig. Los poseerá para siempre, arrinconada mientras sonríe por tanto mareo de encrucijadas y sobrevivir justo en medio, como si toda su vida hubiera consistido en eso, resistir y resistirse a sí misma, deslumbrar sin por ello focalizar atenciones, tener la llave de identidades y comérsela para asumirla apartada en un ángulo, hermoso pese a la sobredosis de terrazas y el tráfico imposible hacia la vecina Horta.