Feliz año a todos aquellos que lo merezcan. Lo empezamos con el enésimo reportaje sobre problemáticas barcelonesas, muchas de ellas invisibles, bien sea por su ubicación periférica, bien por el silencio de determinados medios de comunicación, incapaces, por falta de cash y por tanto tiempo para relacionar con garantías, de sumar dos más dos en determinadas circunstancias.
El resultado de esta operación suele ser cinco si se cumplen los designios de los poderosos, pues su acción suele alterar la lógica de los espacios. Hay una cancioncita catalana, ese pueblo tan escatológico en su humor, según la cual la mierda de la montaña no emana hedor, aunque la remuevas con un bastón. Os aseguro que ese ritornello es muy sabio. Otro problema de mucha prensa dedicada a los asuntos municipales es su absoluta imprecisión en lo que concierne a barrios y distritos, prueba irrefutable de desinterés y poquito rigor.
Dejemos tanta crítica fácil y vayamos al meollo del tema. El 19 de diciembre, tras volver de viaje, retomé mi habitual rutina consistente en pasear Barcelona por la mañana para investigarla y acatar la máxima de Josep Pla: las noticias debes buscarlas para poder escribirlas con voz propia.

Esa mañana no tenía excesivas esperanzas de dar con nada. Salí para mantener fresco el ritmo de los días pasados y repasar algunos lugares para las Barcelonas. Por ello, salí de casa y al cabo de un rato, tras travesar todo la calle de Vinyals, me encaminé a uno de mis entornos de predilección, el limbo entre el Guinardó y La Font d’en Fargues.
La causa de esta decisión tiene algo de inconsciente pandémico, porque ese era mi límite cuando sólo nos dejaban ir a quince minutos del hogar. Desde la plaça Catalana veía impresionado las cuestas de Llobet i Vall-Llosera, emocionándome por la imposibilidad de cruzar su umbral hasta que me atreví a transgredir los preceptos para sentirme más libre desde mi autorresponsabilidad para con los demás.
En esta ocasión tenía barra libre. Esta última calle, el San Francisco condal, se orna con villitas, muchas de ellas de la primera posguerra. En una de ellas visualicé un cartel incomprensible: Salvem la Selva.
¿La Selva? La respuesta a mis dudas llegó al cabo un instante. Giré por Alt de Pedrell y hallé una puerta abierta, precedida de alguna muestra de arte urbano. Entré y me recibieron un grupo de jóvenes sentados en unas mesas de plástico, rodeados de infinito verdor. Me presenté como periodista y Alegría, una de las portavoces, procedió a guiarme por el recinto de trece mil metros cuadrados y jalonado con una finca antaño rural, la Caseta Blanca, no confundir con el extinto meublé en la falda de Vallcarca.

Quien quiera conocer mejor la historia de este complejo debería leer el artículo publicado en el número 11 de la revista El Pou. En ese texto Joan Corbera desgrana todos los dimes y diretes del enclave, poco a poco despedazado por intereses, el paso del tiempo y las habituales torpezas de los herederos.
El resumen imperfecto sería el siguiente. En 1891 el maestro de obras Joaquim Rivera Cuadrench, que en algunos documentos cambia el apellido y dificulta el seguimiento en las fuentes, se hizo con esta propiedad. Este buen hombre residía en el Clot de Sant Martí de Provençals y tuvo una singladura muy interesante, con piezas de gran valor, como la casa del fotógrafo Gambús en la Meridiana o las casas Filomena Arpí en Berenguer de Palou y Gran de Sagrera. Esta última se orna con símbolos catalanistas, propios de la Renaixença y el surgimiento del catalanismo político, del que nuestro protagonista de estos párrafos, como muchos miembros de su gremio, fue participante activo al vincularse en muchos asuntos municipales y asociativos.

Bien, este es el contexto. Rivera falleció en 1919, y bien es sabido que la obra de los padres suele derrumbarse con los herederos, sobre todo si lo inmobiliario interviene en la ecuación. Con las décadas, los más de veinte mil metros cuadrados fueron reduciéndose hasta permitir la ampliación de calles y nuevas oportunidades en esas empinadas cuestas delimitadas, si hablamos de la Caseta Blanca, por Llobet i Vall-Llosera, Camil Oliveras, Alt de Pedrell y tanto la calle como el pasaje del Arc de Sant Martí, nombre según algunos surgido de una revista martinense de perfil catalanista-conservador afín a los ideales de Rivera, a mi parecer algo inexacto, porque en mapas de los años 30 la calle se llama de la Casualidad.
No nos perdamos en anécdotas. Alegría me cuenta todo el percal. En 1999 la inacción de los propietarios fue aprovechada por los okupas, quienes se hicieron con el terreno y lo bautizaron como La Jungla. A finales de la pasada centuria su movimiento estaba en pleno auge. En 2017 celebraron la mayoría de edad con una gran fiesta, pero al cabo de poco hubo un incendio, y en mayo de ese mismo año fueron desalojados por los Mossos.

Más tarde La Jungla, con nuevos okupantes, pasó a ser La Selva. Durante esos minutos le comenté a la chica cómo su actividad me recordaba un poco a la del desaparecido, tras desahucio municipal colauista, Hort el Brot, en el Torrent de Lligalbé. Las Okupaciones de esta tipología son buenas, porque preservan y evitan mayores desastres.
El de este caso es una amenaza paradigmática. Una inmobiliaria, no he encontrado datos sobre Xaversa S.A., quiere construir bloques de lujo en ese marco incomparable, cuando la vecindad desea equipamientos municipales. Los de la Selva no sé si los quieren y le doy a entender a Alegría cómo lo normal será, están pendientes de ella, su expulsión, una lástima, pues ellos son una fuerza para mantener la presión, pero lo más obvio sería no contar con ellos en el futuro y establecer una negociación para convertir la Caseta Blanca y sus jardines en un parque para toda la barriada.
Eso, en las cercanías del Guinardó, suele ser una excusa para cualquier Ayuntamiento, más desde que se inauguraron en la pasada legislatura los jardines del Doctor Pla i Armengol, un extra de verde para complementar el del parque del Guinardó, el segundo municipal tras el de la Ciutadella.

¿Tiene sentido este alegato de las autoridades? No, entre otras cosas por el cóctel maligno de perder oportunidades para todos en pos de lucrarse con operaciones con el ladrillo en plan estelar, causa inmediata de encarecimiento del barrio y expulsión de sus habitantes de siempre.
El otro resorte de todo este relato es típico de estos reportajes. Ceder la Caseta Blanca para la ciudadanía refuerza la identidad, permite conocer mejor la historia si se aplica mi amada pedagogía urbana y contiene, entre mil maravillas, un pulmón hasta ahora escondido, pues otra estrategia municipal suele ser la de dejar pudrir aquellos lugares teñidos por la invisibilidad.

Lo mismo, por suerte revertido, ocurrió con los jardines del Doctor Pla i Armengol. Al ser un niño del Guinardó me frustré durante buena parte de mi existencia por no poder admirar esa enorme extensión. La de la Caseta Blanca se intuye por los muros del carrer del Arc de Sant Martí, pero al no haber investigado pensaba que detrás habría algo de la escola Pit-Roig, cuando no es ni mucho menos así.
¿Moverá ficha Jaume Collboni, hijo, según sus declaraciones, del Baix Guinardó? Lo dudo bastante, máxime cuando no está de acuerdo con los % destinados a vivienda pública según las premisas de sus antecesores en la Casa Gran de Sant Jaume. El socialista silencioso y lento a la hora de rubricar acuerdos está más en la senda de favorecer al sector privado, no vaya a ser que le vaya mal, como si los ciudadanos fuéramos insignificantes por la urgencia de obra nueva, donde va a parar.
No es nada raro cuando ves cómo, ante el desastre educativo de PISA, el PSC sugiere ir hacia la ampliación del aeropuerto, el casino Hard Rock y otras propuestas muy necesarias para todos nosotros.

Con la Caseta Blanca no debemos perder ojo al mañana. Perder esos metros cuadrados sería una tragedia y la prosecución de un genocidio, el de borrar lo pretérito para caminar por un presente sin atención alguna a las necesidades cotidianas al despreciar a los barrios. La pelota está en el tejado del Ayuntamiento y las esperanzas optimistas son más bien escasas por la tónica dominante en nuestra administración pública, amante de los márgenes solo para destruirlos, nada grave mientras tengamos semáforos de Mortadelo y Filemón.