Esta historia podría empezar de muchas maneras, pero la centraremos con velocidad en Vallcarca, donde transcurren sus tres vectores. Este valle angosto, tal es su etimología, es como una especie de paraíso perdido, activo aunque congelado por indecisiones municipales y poder privado, más bien inmobiliario.

Como lo paseo desde hace años puedo observar algunas constantes. La primera surge por la voluntad de tener, desde una supuesta modernidad, una rambla verde que desde Lesseps confluya mejor con República Argentina, cargándose así buena parte del tejido patrimonial de la calle de Bolívar con tal de ampliar la vía.

Esta calle tiene más de una vivienda de valor, como la casa de los perros de su número 36. Hace tiempo el catastro la daba por perdida y su inquilino, con el que he hablado en más de una ocasión, afirmaba querer resistir. Una solución, comentada en un diálogo antes de la pandemia con Janet Sanz, sería trasladar la casa a otro sitio, sin descartar la opción de dejarla tal cual, pues no existe ninguna norma contraria a la supervivencia de edificios emblemáticos en una nueva rambla, algo fantástico para aunar lo contemporáneo con lo antiguo.

La casa de los perros de la calle Bolívar, en peligro de derribo. | Jordi Corominas

El transcurso del reloj puede ser una derrota o una victoria, porque a veces hasta los menos sabios pueden rectificar. En este caso, el plan promete ejecutarse en 2024, en consonancia con el del parque central, donde Carles Enrich acierta al proponer priorizar la fuerza hídrica de la zona para favorecer la creación de huertos comunitarios sin por ello perder los miles de metros cuadrados destinados a nuevas viviendas.

Hasta ahora todo este panorama asoma a ruina venidera entre la resignación y la esperanza. En mis itinerarios me place apreciarlo una vez dejo atrás l’Escola Farigola de Goday y avanzo por Mare de Déu del Coll, óptima como mirador y lugar desde donde valorar, más en primavera o en verano, el desmadre turístico hacia el Park Güell.

Otra posibilidad es descender por la calle Farigola, enclave arquetípico de muchos parajes condales, porque el descampado ha generado dinámicas propias de población reacia a dejar pudrir el entorno, algo trasladado en este núcleo antiguo de Vallcarca en una colorida combinación de fincas llenas de arte urbano y huertos autogestionados.

Detalle de la calle Farigola. | Jordi Corominas

Si nos quedáramos en este punto el juicio sería positivo, pese a ese aspecto tan degradado al lado del metro de la línea verde. Muchos bloques y parcelas de este eje tan agridulce son propiedad de Núñez y Navarro.

A lo largo de los años he visto cómo todo se deterioraba pese a los esfuerzos de asociaciones alternativas como Som Barri, Sindicat de l’Habitatge VKK o Heura Negra. Mi única cavilación para con sus propuestas fue una mañana, cuando una chica me preguntó con bastante agresividad el motivo de tanta foto. Pertenecía a uno de esos colectivos, y sé por experiencia que cuando te interrogan así no todo está tan claro, pero no le presté mucha atención porque, desde mi criterio, todo este barrio extinto dentro del barrio debería conservarse, bien para dar acogida a quién lo necesite, bien como equipamientos con suficiente fuerza para narrar la historia de cómo se formó Vallcarca.

Hasta hace poco, este eje compuesto por un tramo de avinguda Vallcarca, la calle de la Farigola, la plaça Uri Caballero, Cambrils y Argentera tenía sentido como conjunto a salvar conjuntándose, dentro del próximo parque central, con Can Carol. El problema emergió en 2021 y tiene componentes reconocibles en la Barcelona de la última década.

Una chatarrera en la confluencia de la plaça Uri Caballero con Argentera. | Jordi Corominas

En estas páginas hemos cubierto más de una vez la problemática de los chatarreros, más visible los últimos meses tras una falsa decadencia durante la primera mitad del año anterior. La imagen de un joven negro con un carro de la compra lleno de hierros es un clásico actual, más chocante si cabe cuando en el 22@ descubres su convivencia a nada del lujo de esos rascacielos tecnológicos con tantos trabajadores cualificados.

El espanto no es sólo por estos esclavos del hoy, que cobran una miseria por tantos quilos, beneficiándose las mafias. Algunas de ellas deben ser sofisticadas, otras no tanto, sin ningún apremio para mitigar la miseria de sus siervos.

En los últimos meses de la segunda legislatura de Ada Colau hubo un campamento chatarrero en pleno parque de las Glorias. Lo absurdo fue ver su erradicación justo después de las elecciones. Quizá no lo fue tanto, a tenor de cómo se ha abordado la problemática; primero con escaso eco a partir de un incendio en la ocupación de una oficina bancaria en Tetuán, tragedia repetida en otras latitudes, casi siempre con los bajos en el foco, como el que desgranamos en julio de 2022 en la calle Villar del Guinardó.

El asentamiento chatarrero de Vallcarca. | Jordi Corominas

Ese asentamiento tenía muchas similitudes con el surgido en la esquina de Cambrils con Argentera, junto a la plaza del metro. En la primavera de 2023 era más bien escaso, y ha crecido hasta instalarse con soltura alrededor de las casitas del Novecientos.

En el Guinardó, los chatarreros urdieron un ecosistema propio, replicado en Vallcarca tal como me cuenta el vecino Miguel, implicado y enfadado por el progresar de los acontecimientos. Según sus palabras “los ocupantes almacenan chatarra, además de materiales inflamables, que no son problema para encender fuegos de forma no controlada. Por si esto fuera poco, estacionan vehículos en el interior del campamento y perturban la paz vecinal entre insalubridad, peleas, proliferación de ratas y fiestas”, estas últimas, desde su descripción, no sólo atribuibles a los habitantes de etnia rumano-gitana del campamento.

Hasta no hace mucho, emplear el término etnia para esta tesitura era más bien arriesgado, porque nuestra sociedad suele revestirse con eufemismos. Otro medio de comunicación optó por estudiar este conflicto mediante la figura de un niño de once años, Ellis, calificado de activista cuando en realidad es un buen señuelo para suscitar ternura.

El uso de Ellis, muy neorrealista y efectista en este mundo donde la pobreza se invisibiliza, sacó a colación dos afirmaciones a verificar, una sobre una mayor presión policial desde la llegada de los socialistas al poder y otra sobre el derecho de los nuevos barraquistas a reubicarse.

El asentamiento chatarrero con el puente de Vallcarca al fondo. | Jordi Corominas

La primera es muy matizable en función de con quién dialogues. Vecinos de l’avinguda Vallcarca no la tienen tan clara, y más bien detectan el fin de la permisividad con las asociaciones alternativas, muchas de ellas listas al haber ocupado sin trabas pisos para sus miembros, sin contemplar dar habitaciones a los del campamento, hasta el instante de este artículo en una posición concorde a la de otros asentamientos de distinto cariz, pues la parálisis en toda la barriada no puede sino ayudarles a sentirse seguros dentro de esa sempiterna inestabilidad.

Los tres frentes tendrán su cierre, y no debería ser malo, si se ajustan las tuercas con el patrimonio de la calle Bolívar, el verde del parque central y la equidad del complejo adyacente al metro. El campamento desaparecerá, no tengo dudas, con toda probabilidad trasladándose sin ser percibido en los papeles escritos, porque la ciudad es grande y muchas sus periferias. Sin ir más lejos, en verano analizamos las barracas en Can Framis, extirpadas como por arte de magia porque no colaba eso de confundirlas con una performance artística.

Quejas vecinales en Vallcarca. | Jordi Corominas

En estas últimas semanas han vuelto. Desde antes de la pandemia he catalogado varias formas arquitectónicas de la miseria. Los campamentos pueden estar nutridos por tiendas de campaña, aunque en las últimas semanas abundan las cajas de cartón, sin olvidar esas fachadas a punto de caerse, como en Poblenou, desde donde aparecen chatarreros como por arte de magia.

Barcelona no es neófita con este problema. Ahora no se cifra en un 10% como en los años 50; aun así, podemos alucinar con la conurbación de huertos y barracas en la salida de la Meridiana, con continuidad hasta Granollers, notables y menos sentidas por su longitud.

El miedo de cualquier Ayuntamiento, más en esta Barcelona pasoliniana donde el primer mundo no desea exhibir su tercer mundo, es desvelar esa vergüenza. A principios de diciembre advertí de otro establecimiento en los pórticos de la Rambla. Era un martes por la mañana. Al cabo de dos días volví y vislumbré el agua para expulsar a esos sin techo, líquido cotidiano que los del servicio de la limpieza asumen sin rechistar, como se asume sin rechistar la negligencia con Vallcarca y se teme la plasmación para remediar sus males.

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