Estos pasados días de forzada serenidad espiritual, cuando todos somos mejores, permiten reflexiones un tanto atípicas, que hoy me atrevo a trasladar. Estamos instalados en un modelo de vida en el que parece que la humanidad lo pueda todo: hemos sido capaces de viajar fuera del planeta, hemos creado una inteligencia artificial que no sabemos a dónde nos llevará, Internet ha trastornado profundamente la forma de comunicarnos y relacionarnos, cada vez la esperanza de vida es más larga… Parece que la humanidad ha triunfado y que su mejora no tiene freno.
Pero en este proceso identifico tres debilidades importantes: una económica, otra sanitaria y una tercera, ecológica. Debo confesar que no estoy igualmente preparado para hablar de los tres temas, y mis lectores me sabrán perdonar si no estoy lo suficientemente acertado fuera de mi espacio de confort en el conocimiento.
En relación con la debilidad económica, se me ha ocurrido buscar datos de la deuda y del PIB mundial. La deuda mundial (que abarca el endeudamiento de los gobiernos, empresas y hogares) ya ha alcanzado la cifra récord de 307 billones de dólares en 2023, según el Instituto de Finanzas Internacionales; a su vez, en 2022, el producto interior bruto (PIB) mundial alcanzó los 100 billones de dólares. En el caso concreto de España, la deuda de las administraciones públicas ascendió a 1,56 billones de euros, mientras que el PIB fue de 1,35 billones de euros.
A partir de estos números, algunas conclusiones son evidentes: si en lugar de ser datos de economía mundial fueran los de una empresa, estaría en quiebra, ya que debería tres veces más de lo que es capaz de generar en bruto. Es una deuda imposible de amortizar, que no deja de crecer año tras año, y que si se permite es por los beneficios económicos (intereses) que ganan los prestamistas y que suponen un lastre para las economías de los países (en el caso de España, de 30.175 millones de euros, mucho más de lo que se dedica a seguridad ciudadana, investigación, educación, paro o infraestructuras). La deuda no puede crecer indefinidamente, tapando los déficits presupuestarios anuales, y esta situación puede provocar una grave crisis económica en cualquier momento. Esta debilidad afecta también a la ecología, ya que al vivir por encima de nuestras posibilidades, nuestra huella de carbono es también superior.
Nuestra debilidad sanitaria es sobre todo la exposición viral. El principal toque de atención fue la epidemia de COVID desatada en 2020 y que produjo cerca de siete millones de muertes en todo el mundo. Afectó gravemente a las libertades individuales, trastocando la economía y permitiendo una recuperación puntual de la calidad ecológica al disminuir los consumos. Y, si hemos salido de ella relativamente bien (teniendo en cuenta que la pandemia de gripe de 1918 causó, en un solo año, la muerte de entre 20 y 40 millones de personas), ha sido por la ciencia (aquello a lo que dedicamos menos recursos que a pagar la deuda), que fue capaz de generar con rapidez una vacuna. Desconocemos cuándo volveremos a vivir una pandemia similar, pero ahora mismo hay muchas personas que sufren y un sistema sanitario colapsado por un ataque viral combinado, quizás poco letal pero muy molesto. Si añadimos la creciente resistencia a los antibióticos (debido al mal uso que en ocasiones hacemos), estamos ante una debilidad frente a pequeños corpúsculos con ADN y ARN, algunos en la frontera entre un ser vivo y un mineral. El pequeño, más que bello, es amenazador.
Y, finalmente, una debilidad ecológica, que se manifiesta en las grandes problemáticas (como el cambio climático, la mortalidad asociada a la contaminación atmosférica y las oleadas de calor o las dificultades para conseguir una transición energética justa) y también en episodios repentinos: un barco pierde una carga de pélets frente a Portugal y, nuevamente, la costa gallega se ve afectada por una contaminación que deben mal recoger voluntarios mientras las administraciones, que olían la sangre de unas elecciones próximas, se tiran los platos por la cabeza. Todo ello recuerda demasiado al Prestige, aunque, evidentemente, no es lo mismo.
Hay muchos más ejemplos: una sequía en Cataluña con graves consecuencias sociales producidas no solo por la climatología, sino también por la inacción de la Generalitat; un espacio como Doñana, que se muere a causa de unas extracciones ilegales de agua; todo tipo de plagas que afectan incluso a la alimentación (como el anisakis, inexistente hace algunos años); la reducción drástica de la pesca marina; el crecimiento desmedido de poblaciones de jabalíes que van a buscar comida a los campos, pueblos y ciudades; la regresión de las playas… La lista podría ser muy larga, pero es evidente que nuestra relación con el planeta ha sobrepasado muchos umbrales de equilibrio.
Para terminar estas reflexiones, más realistas que pesimistas, recuerdo una novela de Milan Kundera, La insoportable levedad del ser, que me impresionó cuando la leí. De ahí, el título de mi artículo de hoy.