La dislocación del eje original de Vilapicina complica en ocasiones la comprensión de la zona, así como algunos cambios en el nomenclátor. Desde hace algunas semanas hemos saltado de Virrei Amat, el meollo contemporáneo, al entorno del santuario del barrio, siempre acompañado de la masía de Can Basté y de Ca N’Artés.

Ahora mismo la vista del lugar, si nos situamos en medio de Fabra i Puig, es chocante por todos los cruces y disfunciones del entramado urbano. Fabra i Puig se visualiza como una bestia de anchura predispuesta para el tráfico rodado, mientras a la izquierda el carrer de Vilapicina asoma tranquilo y estrecho desde su enlace con Amílcar, eterna en el horizonte y asimismo angosta en su rectitud de toboganes. 

Desde hace siglos el área del santuario y las dos fincas rurales era una auténtica encrucijada de caminos, bien hacia Horta, bien hacia Sant Iscle, largo en su senda hasta Cerdanyola. 

La calle de Pere d’Artés | Jordi Corominas

Esta acumulación de rutas transformó este punto en un importante enclave viajero, de ahí que Ca n’Artés fuera un hostal hasta el siglo XV. A principios del mismo aún era posible ver a su propietario Pere d’Artés, mosén, caballero y mecenas de las letras en la Corte de Aragón. Su labor de patrocinio ha quedado para la Historia de la Literatura Catalana por su amistad con Francesc Eiximenis, el autor de Lo somni. 

Esta pasión y generosidad lo entronca con otro escritor y religioso apartado del mundanal ruido, pues estar en Vilapicina o en el Carmel es y era eso, en la contemporaneidad con demasiados edificios, con un antes saciado de paisajes casi silenciosos.

Antoni Maria Alcover emuló a Pere d’Artés con su torre Libro del carrer de l’Hortal, así llamada por su actual inquilino, en un extraño reducto del Carmel, no oculto, pero si agazapado para la vista de la mayoría. Alcover, cuyo monumento es el diccionario Catalán Valenciano Balear, debió frecuentar su villita en la cima, más tarde adquirida por el astillero Bosch, durante los meses de verano, mientras el caballero de ese tránsito entre la Edad Media y la Era Moderna acudía a su feudo para descansar o controlar sus extensas posesiones en el ámbito de Horta. 

Vista de Can Basté desde la plaza de Paul Claudel | Jordi Corominas

El Ca n’Artés del siglo XXI es una maravilla al conjugar el pequeño comercio, con la panadería de emblema, y la conservación de una arquitectura con algunos elementos bien diáfanos en exhibir su porte medieval, como la estructura y una preciosa ventana.

La masía configura un sector de este centro tanto en su evolución como en su nomenclatura, aquí pervirtiéndola porque la calle que sale del puente hasta alcanzar el passatge de Grau homenajea a Pete d’Artés. Bautizar así a este trocito desvirtúa la lógica del carrer de Vilapicina y la comprensión de su vínculo para conectar estas tierras hacia Horta. 

En lo evolutivo la clave quizá esté en las casas que abren el passatge de Grau, cuya denominación se debe a cómo esta familia fue propietaria de Ca N’Artés al menos hasta los años sesenta de la pasada centuria. El número 10 de carrer de Pere d’Artés es, según el catastro, de 1917. Por su ornamentación en la fachada debe haber sido proyectada por Pau Monguió, más conocido como arquitecto modernista en Teruel, pero con varias aportaciones esparcidas por la Barcelona de los años veinte, como en el 249 de la travessera de Gràcia.

Ca N’Artés desde la calle de Miquel Ferrà | Jordi Corominas

Al otro lado del passatge de Grau la página catastral data los inmuebles en 1925, nada raro si se atiende a cómo toda esta plaza que no es tal en los papeles se urbanizó hacia 1927, fijándose así también un límite en la expansión de Fabra i Puig, cancelada hasta bien entrada la posguerra. 

Valentí Pons tiene documentadas las casas del 280-282 de Fabra i Puig, con coronaciones de mosaico modernista, obra de Enric Matas Ramis, con mucho repertorio en Horta, del carrer de Chapí a todo el perímetro de Feliu i Codina, donde se halla su homónima vivienda.

Las casas Matas Ramis no son ninguna joya interestelar, sino más bien un testimonio de una hipótesis de tender una Fabra i Puig con ese aire prodigioso de las viviendas sin aspiraciones de verticalidad, felices con esos metros cuadrados de dignidad, más de una vez acompañados por un jardín.

Otra opción sería contemplarlas como el tope de lo urbanizable porque más allá aún predominaban potentados históricos encarnados en Can Sabadell o Can Gaig, esta enfocada hacia los últimos metros del carrer de Vilapicina. 

El pasaje de Grau. A la izquierda es Fabra i Puig ya la derecha la calle de Pere d’Artés | Jordi Corominas

El destroce de este mundo no llegó hasta finales de los cincuenta para hacer confluir, con la intercesión del infierno automovilístico de Fabra i Puig, Vilapicina con el nuevo barrio del Turó de la Peira, esa gloria del desastre sin ninguna similitud con su vecina de abajo, ancestral hasta en su morfología. Fue entonces cuando las fincas rurales se despidieron del panorama, algo que, sin embargo, no veta a nuestros ojos de escarbar sus rastros y escribir sobre algunas supervivencias, como Can Basté, tan surcada de apellidos prestigiosos, del comerciante Nadal del siglo XVIII hasta los Fargas, como de alteraciones en su cometido, pues de residencia devino rectoría y almacén de flores en su prolongada decadencia, finiquitada cuando fue adquirido por el Ayuntamiento, quien lo restauró, habilitándolo como centro cívico.

El trencadís del 280-282 de Fabra i Puig | Jordi Corominas

Desde este ágora innominado la perspectiva regala esta discrepancia entre el Porciolismo desatado de Fabra i Puig y la serenidad de ese distrito del Sant Andreu natural forjado como un pueblo límbico entre el Palomar y Horta. El carrer de Vilapicina y ese destino son otro lenguaje, aislado del imperante en la modernidad por los muros de la misma, empeñada en avasallar con bloques de pisos, bisagra y pantalla de y con la trama de antaño, simple y estoica en su resistir a tanta acometida.

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1 comentari

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