Este primer párrafo de las Barcelonas a veces cuenta sus hilos internos. Esta vez le llega el turno a algo muy obvio. Cada texto se encadena con el anterior y suscita dudas hacia el siguiente.

En el caso de hoy nuestra protagonista será la masía de Can Gaig. Su ubicación y dominios nos conducen, en parte, a resolver cómo configuraron el núcleo antiguo de la calle de Vilapicina, ampliándose el influjo de la finca hasta determinar morfologías y comprender varias vías.

Can Gaig, con orígenes en el siglo XVII, acaparaba casi todo el sector comprendido entre la calle Arnau y la de Vilapicina hasta su doble adiós hacia la riera d’Horta y Espiell. Las casitas decimonónicas de la antaño calle central del barrio debían ser dependencias del complejo, con huertos en su parte trasera con vistas a Mare de Déu de les Neus. Un tramo muy importante de esta secundaria paralela se englobaba en la extensa irradiación de ese clan hegemónico durante muchas generaciones.

Mapa de 1903. El círculo rojo indica los dominios de Can Gaig entre la calle de Vilapicina y Mare de Déu de les Neus.

A mediados de los años veinte, quien sabe si dentro del proceso de ir desprendiéndose de sus hectáreas por las inminentes urbanizaciones, los inmuebles del lado mar de este trecho de la calle de Vilapicina fueron reformándose para alojar a nuevos propietarios, los últimos de la fila y supervivientes frente a los Gaig, cuyo apellido evoca para la mayoría al cocinero Carles.

No me he preocupado mucho por estudiar la asociación del chef con los Gaig del 44 de Vilapicina. Él siempre se ha definido hortense y tampoco es nada raro. La mítica fonda Gaig no se halla muy lejos de nuestra posición en el mapa, a no más de diez minutos a paso tranquilo.

En cambio, sí me han fascinado otras conexiones. La más atractiva es la de un matrimonio entre una hija de los Gaig y el heredero de los Berdura, otra familia con vastas propiedades, focalizadas en la homónima finca, a nada de la actual plaza Maragall.

La calle de Vilapicina en su núcleo antiguo. A la derecha, donde estaba Can Gaig. | Jordi Corominas

Estos esponsales son una prueba más de los vínculos entre esa aristocracia de los márgenes, a imaginar antes de las Agregaciones de 1897, pues en Barcelona los nobles de la Rambla tildaban de advenedizos a los del Eixample. En la periferia ese rumor era cada vez más pesado, pero los capos y sus terrenos duraron en un porcentaje notable más allá de la Guerra Civil, cuando la voracidad del imperialismo del otrora distante Eixample se hizo inevitable, hasta devorar muchas esencias de la superficie.

Can Gaig tenía su carta de defunción apuntada en el calendario del destino. Suena muy solemne. Más lo son las carambolas. La última saga fue las de los Gaig Guasch. La tradición fecha en 1959 el comienzo de la urbanización intensiva de Vilapicina y la construcción de su metro, verdugo del mundo antiguo, hasta arrasar a su paso un sinfín de masías. El aura de Can Gaig desapareció para siempre en ese instante, así como la de la calle de Vilapicina, relegada a ser una isla hundida por el transatlántico de Fabra i Puig, pasarela para una remodelación brutal de la zona, hasta llegar a passeig Maragall.

Jaume Gaig Guasch falleció el jueves 28 de marzo de 1957 a la edad de 68 años. El viernes 26 de febrero de 1960 expiró su esposa, Doña Antonia Cucurella Ribas. Así se clausuraba el círculo y se desplazaba el eje hacia arriba, pues una vez la piqueta demolió Can Gaig, todo, con los nuevos bloques exhibiéndolo, se desplazó hacia las alturas, como si ese pedazo de la calle de Vilapicina fuera la lanzadera hacia el horrible complejo del Turó de la Peira, una indecencia a comentar con mucha más calma.

La calle Mare de Déu de les Neus a la altura del núcleo antiguo de la calle de Vilapicina. | Jordi Corominas

De este modo, el adiós de Can Gaig alteró un orden. Poco después cayeron otras masías de los aledaños, como Can Sabastida, Cal Garibaldi, Cal Playa, Cal Bonet, Cal Ros o el pequeño imperio de los Oliver Jané y su fábrica de almidón.

La muerte del matrimonio se hilvanó con la acción oficial en ese derrumbe de todo un universo. Lo más bello de esa extinción puede leerse en el presente por el apego de la morfología a su espacio. Por ello insisto y retomo el acento en cómo, pese a toda esa hecatombe, su configuración más básica se ha mantenido entre todas esas antiestéticas verticalidades.

Para sintetizarlo, debemos retornar a las fronteras de la calle de Vilapicina. La clave de todo este asunto es ese caserón con aspecto de masía que es una doble esquina de la calle de Vilapicina del héroe de este párrafo. Esta primera fragmentación lo lleva a cruzarse al fondo con la riera d’Horta, hoy en día Cartellà, y la calle de Mare de Déu de les Neus, uno de los más prodigiosos de toda Barcelona, espectacular en todos sus matices.

Mapa de 1955. 1 es Can Gaig. 2 las casitas de la calle Vilapicina/Mare de Déu de les Neus. 3 Can Sabastida. 4 Can Querol. 5 Plaça Bacardí. 6 Can Sabadell. La línea amarilla es Fabra i Puig, la rosa Amílcar, la morada la riera d’Horta, la azul celeste la calle de Vilapicina, así como el blanco corresponde a la calle Espiell. El verde es para Mare de Déu de les Neus y el naranja para la calle Arnau.

Pues bien, si Mare de Déu de les Neus no quiere irse de aquí es por cómo esa masía del 191 de la calle de Vilapicina impulsa una hilera de viviendas en su interior, sumiso en el lado montaña a los designios de, suponemos, Can Gaig, emperatriz de un triángulo imperfecto en los límites hacia Horta.

La segunda despedida de Vilapicina acaece en el mismo punto, transformado en la esquina de Can Gaig en la calle Espiell, elevándose hacia Horta y hasta no hace mucho interrumpido también por la lógica de las rutas tradicionales, resignándose a no seguir hacia el viejo Sant Joan, poco después de otra fusión efímera de estos parajes, la de la riera d’Horta con el torrent de Carabassa en la esquina de Cartellà con Petrarca.

Anexo de Can Gaig a los dos ángulos de la calle de Vilapicina vista des de Espiell. Jordi Corominas

Todo ese laberinto de aguas, huertos y una decadencia anunciada se desmoronó en ese debut del Porciolismo. Ahora la satisfacción es pasear y reconocer sus rasgos en el asfalto. De tanto andarlos he comprendido como su posición en Vilapicina, con permiso de Can Sabadell y tiempo atrás Can Basté, podía ser óptima, disminuyéndose después de abandonar su coraza, pues toda el área de la riera d’Horta justo posterior miraba más hacia su barrio, como si Vilapicina fuera una caja encerrada, medio enterrada entre dos potencias. Lo triste es que nada, salvo estos artículos, recuerda a Can Gaig, disipándose su memoria hasta no estar siquiera desdibujada en el imaginario colectivo.

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