Barcelona es una ciudad global, conectada con otras ciudades como Londres, París u Hong Kong, y donde los flujos de capitales y personas no paran nunca. Los vecinos de Barcelona, y de toda Cataluña —porque los cambios en la ciudad actúan como onda expansiva en todo el territorio—, lo saben bastante bien. Barcelona recibe cada año la visita de unos 28 millones de turistas, de los cuales 17,3 se quedan en la ciudad y 10,5 en otros municipios; según el IDESCAT (2023) en la ciudad viven 1.655.956 personas. Esta presión sobre el territorio y los recursos se hace notar en problemas como la sequía, con medidas restrictivas que se aplican a los habitantes pero que no afectan al sector turístico, o en el incremento de los alquileres en una ciudad que mira por el bienestar de quien la visita y no por las necesidades de quienes allí viven.
Jose Mansilla, antropólogo urbano, insiste mucho en lo que ya decía Henri Lefebvre hace unas décadas: la ciudad se ha convertido en un actor clave en el proceso de acumulación capitalista. En la ciudad todo está pensado para vender y consumir, desde los locales, a las instituciones, las calles, hasta la cultura.
La Cambra del Llibre de Catalunya, que reúne a los gremios y asociaciones de libreros, editores y distribuidores de Cataluña, ha decidido cobrar entre 100 y 200 € para poner una parada en la calle el día de Sant Jordi, con la aprobación del alcalde Collboni. Es el primer año que se adopta una medida como esta, pero desde la pandemia se han ido introduciendo prácticas poco democráticas que han acabado afectando el equilibrio precario del sector.
Como en otros muchos aspectos, la crisis de la COVID-19 actuó como catalizador neoliberal introduciendo prácticas opacas en la organización de Sant Jordi. La organización siempre había sido descentralizada, incluso tenía cierto cariz autogestionario, y varias entidades coordinaban su parte, pero no había una estructura central que impusiera criterios y formas de hacer. El ayuntamiento velaba por mantener cierto orden y emitía unos permisos muy fáciles de obtener, pero poca cosa más. Fue así hasta la pandemia.
Tener que pagar para poner una parada de libros el día de Sant Jordi es el principio del fin de la fiesta popular por excelencia de la cultura catalana. Un problema más grave es la privatización del espacio público, los usos del cual se han ido restringiendo con los años. Ahora, editores y libreros tienen unas áreas muy delimitadas fuera de las cuales solo se pueden instalar floristas y entidades que no formen parte profesional del sector del libro, unas áreas sobre las cuales rigen las normas que ha decidido la Cambra del Llibre de Catalunya. Un ente privado.
Formar parte de los gremios y asociaciones sectoriales no es obligatorio; no son colegios profesionales como el de arquitectos, médicos o abogados. Ni están todos los editores, ni todos los libreros, pero su peso les permite ser los interlocutores profesionales ante la administración, y esto también implica un poder. Es en virtud de este poder que, les guste o no, su función representativa va más allá de sus socios y les obliga a tener en cuenta a los que no lo son.
Ya hace unos años que la Cambra gestiona espacios públicos con criterios privados. Estos criterios imponen una doble discriminación para obtener los mejores espacios: en primer lugar, tienen prioridad los miembros de los gremios de editores y de libreros; en segundo lugar, tienen prioridad los editores y libreros de Barcelona ciudad. Esto quiere decir que el orden de prioridad es el siguiente, de mejor a peor:
- Editores y libreros agremiados de Barcelona
- Editores y libreros no agremiados de Barcelona
- Editores y libreros agremiados de fuera de Barcelona
- Editores y libreros no agremiados de fuera de Barcelona
Estos criterios privados de los organizadores cuentan con la aprobación del Ayuntamiento de Barcelona, que los deja hacer dentro de los espacios asignados, la gestión de los cuales no es pública, sino privada, porque la Cambra contrata a Focus, el gigante de la gestión, organización de eventos culturales y espacios teatrales.
Aquí podríamos hacernos varias preguntas: ¿por qué todo tiene que acabar en un circuito de gestión privada? ¿Por qué tanta opacidad en el funcionamiento de la fiesta? ¿Por qué la Cambra del Llibre no se ha opuesto a esta medida privatizadora? ¿Por qué no se cuestionan las medidas neoliberales de Collboni? ¿Por qué tenemos que aceptar que se acabe matando el espíritu popular de Sant Jordi?


