A lo largo de los años 80 del siglo XX, se produce una inflexión a nivel global en la dinámica de distribución de la renta: se abre un ciclo, en muchos países del mundo, de crecimiento de las desigualdades. Se despliegan dinámicas que configuran sociedades más polarizadas: concentración de la riqueza, capas medias fragilizadas y un aumento de la población en riesgo de exclusión. Al cruzarse con variables de género, edad y origen, resultan unas estructuras sociales más complejas y fragmentadas. Durante la última década se aceleran estos procesos: primero como consecuencia de la Gran Recesión y las políticas de austeridad; después con la pandemia y sus impactos sobre las condiciones de vida de los barrios y colectivos vulnerables; recientemente, con las espirales de inflación desatadas a partir de la invasión de Ucrania, y agravadas sobre los precios de muchos productos básicos.

En el contexto actual de cambio de época –de grandes transiciones económicas, culturales y ecológicas– la ampliación de desigualdades se produce en un marco de interacciones intensas con las dinámicas de segregación urbana y desvinculación relacional. La segregación dibuja procesos de separación entre grupos: una cotidianidad fracturada, de sitios no compartidos y escasas interacciones entre diferentes. Implica por tanto la (práctica) inexistencia de escenarios de mixtura. La desvinculación apunta a la erosión de redes de apoyo, a lógicas de vulnerabilidad comunitaria. En el viejo marco fordista, a pesar de fuertes brechas de ingreso, se desarrollan culturas de clase y vecinales que permiten tejer ataduras y evitar la ruptura de redes de cohesión. En contextos de alta presión neoliberal, se debilitan las tramas colectivas: más soledad y aislamientos (loneliness) que vínculos y conexiones (togetherness). Nuevas lógicas de fractura relacional.

Inequidades sociales, fragmentaciones urbanas y fragilidades comunitarias tienden a acumularse en territorios de alta vulnerabilidad. Cuando la construcción de igualdad se detiene, las segregaciones tienden a ampliarse y los lazos a romperse. La progresiva cristalización de esferas segregadas y lógicas de desvinculación genera entonces nuevas condiciones de ampliación de desigualdades. Sí, por las rendijas de la segregación y por las bajas densidades relacionales se diluyen las bases colectivas de la igualdad. Sin diversidad ni ataduras cruzadas, por un lado, las lógicas de la movilidad social dejan de funcionar: cuando no hay experiencias compartidas, se segregan también los horizontes. La falta de mezcla y de redes, por otra parte, debilita la capacidad de acción colectiva: deja por tanto de funcionar uno de los motores históricos de la conquista de derechos sociales.

¿Es posible revertir esta dinámica? ¿Hay caminos transitables desde escenarios de desigual fragmentación hacia territorios de fraternidad, con mezcla y vínculos? Las políticas del viejo contrato social-keynesiano operan –con mayor o menor fuerza– en el eje de la redistribución, pero son (casi) ajenas a las otras dos dimensiones. O generan, incluso, tensiones: programas de vivienda pública que agudizan la segregación de barrios; prestaciones sociales focalizadas que estigmatizan a personas en situación de pobreza; equipamientos públicos que frenan prácticas comunitarias y de autogestión… Es necesario, en todo caso, un cambio de paradigma. Una nueva agenda política de proximidad orientada a articular mixturas y fortalecer solidaridades; a cartografiar mapas comunitarios hacia la igualdad. No se trata de un planteamiento en el vacío. Tenemos aportaciones conceptuales, políticas públicas y prácticas ciudadanas que abren camino: lo hacen, sobre todo, en el marco de la dimensión urbana de las ciencias sociales, del nuevo municipalismo y de la acción colectiva de tipo prefigurativo.

En el plano del conocimiento, la Covid-19 ha vuelto a sacudir la reflexión sobre la cuestión urbana. Veníamos de años intensivos en producción de investigación, en torno al fortalecimiento de ciudades y de metrópolis en el contexto global del siglo XXI. La pandemia activa nuevas miradas vinculadas, por ejemplo, a las relaciones entre vivienda, espacios urbanos, cuidados y género; a las intersecciones entre la gobernanza local de emergencias complejas y las redes de apoyo mutuo; a los impactos sobre colectivos y barrios de alta vulnerabilidad. Han emergido, en los últimos años, un conjunto de aportaciones académicas innovadoras y relevantes que van configurando una sólida base intelectual de referencia. Beveridge y Coch (How cities can transform democracy, 2023) despliegan reflexiones en defensa del municipalismo como motor de mejora democrática y autogobierno ciudadano; Sevilla-Buitrago (Contra lo común, 2023) lo hace en defensa de la coproducción de la ciudad en clave de gobernanza urbana comunal. Sennett (Construir y habitar, 2019) aporta argumentos –en base al inmenso legado de Jane Jacobs– sobre la centralidad de las relaciones sociales de cotidianidad y la vitalidad urbana en el proceso de articulación de hibridaciones y mixturas. Klinenberg (Palacios del pueblo, 2021) plantea el estudio de las infraestructuras sociales como ámbitos en los que generar vínculos y sentido colectivo; y Montgomery (Ciudad feliz, 2023) lo hace con los espacios urbanos como lugares democráticamente producidos, donde crear condiciones de felicidad colectiva.

En el terreno de la acción, el nuevo municipalismo queda de nuevo sacudido por los resultados electorales del 2023. La pérdida de las alcaldías de Barcelona (Ada Colau, BComú) y de Valencia (Joan Ribó, Compromís) podía tener una lectura de fin de ciclo. La realidad, sin embargo, es más compleja. El ciclo municipalista ha aportado un grueso de políticas públicas y procesos de construcción de lo común que conectan –más allá de una coyuntura electoral– con factores inscritos en las transiciones de cambio de época; y con los retos de la agenda de fraternidad. Se ha articulado, por un lado, un eje de acción vinculado a la lucha contra las segregaciones: arraigo territorial y comunitario de las redes de servicios universales; planes de barrios y políticas urbanas frente a la gentrificación; programas de vivienda pública y mecanismos de control de alquileres. Y se ha ido trazando, por otra parte, un eje de acción vinculado al fortalecimiento de vínculos colectivos: alianzas y estructuras público-comunitarias (patrimonio ciudadano, gestión cívica, organización vecinal de los cuidados); marcos de apoyo a la acción colectiva y lógicas de commoning (ateneos cooperativos, casales comunitarios, comunitarias urbanas); y prácticas de innovación democrática en clave deliberativa (presupuestos participativos, asambleas ciudadanas).

En síntesis, tejer un proyecto de cohesión en el marco del tiempo que vivimos –atravesado por brechas sociales, fracturas urbanas y fragilidades comunitarias– supone redibujar muchas de las coordenadas del viejo modelo de ciudadanía. Implica, en cualquier caso, transitar del estado y sus jerarquías a una gobernanza multiescalar donde un municipalismo, fuertemente empoderado, disponga del conjunto de herramientas para efectivizar el derecho a la ciudad. E implica también transitar de los viejos regímenes del bienestar a una agenda de fraternidad ubicada en el núcleo del nuevo contrato ecosocial. Una agenda configurada por políticas de mixtura y por prácticas donde producir los vínculos de estas mixturas. Afrontar el reto, en fin, de forjar comunidades diversas, tramas relacionales y capacidades de agencia transformadora. Quizás sean estos los caminos a recorrer para recuperar la posibilidad de un proyecto igualitario del siglo XXI. Un horizonte de democracia de lo común donde articular, ahora sí, igualdad con fraternidad.

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