“La autoalienación de la humanidad ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”

Walter Benjamin

[Dejo a un lado la estúpida discusión sobre si se puede “sobre-intelectualizar” (sic) un producto de la industria cultural. En tanto que algo forma parte de mi mundo, lo veo; y en cuanto lo veo, no puedo sino pensarlo. Porque nada humano nos debería ser ajeno. Ni siquiera tampoco lo obsceno y lo grotesco.]

El pasado miércoles 13 de marzo finalizó la séptima y última temporada de La isla de las tentaciones, un reality show de Telecinco que ha venido a suplir el vacío dejado por la tendencia a la baja en share de Gran Hermano. Recordemos que España es el país de todo el mundo que más ediciones de Gran Hermano ha aguantado, llegando hasta 17 –sin contar con todas sus derivadas en VIP, Dúo y demás. Parece que los ilustrados no se equivocaron con que la historia es un constante “progreso lineal”; solo se equivocaron de dirección: es hacia abajo, cada vez vamos a peor. En este nuevo formato, La isla de las tentaciones añade una vuelta de tuerca más tan diabólica, que convierte a la mera vigilancia y cotilleo de su predecesor, Gran Hermano, en una hermanita de la caridad.

Los guionistas del programa –que en este caso solo pueden ser Satanás, Lucifer y Belcebú– someten a los concursantes a unos niveles de tortura y manipulación psicológicas tales, que es imposible no pensar en quien se ha prestado a semejante espectáculo como una especie de Doktor Faustus que ha vendido su alma al diablo. Solo que, en este caso, el pacto con Mefistófeles no ha sido a cambio de “sabiduría y conocimiento” (como en la versión de Goethe), o de virtuosismo musical (como en la de Thomas Mann), sino por unos míseros likes en Instagram, y la posibilidad de ser influencer o, incluso, tertuliano permanente en Telecinco –escapando así definitivamente a la precariedad y la pobreza a la que el resto de la sociedad sigue sometida. Acompañadme, si os atrevéis, en este descenso al inframundo, para ver, al final, si podemos llegar a escapar de este infierno del capitalismo tardío que también es el nuestro.

Infierno: La isla de las tentaciones

Nos despertamos solos, como Dante en la Divina comedia, en medio de una “selva oscura”, sin recordar como hemos llegado hasta aquí –seguramente haciendo zapping un día en el sofá con la mente en blanco, después de una ardua jornada de trabajo. Se aparecen una loba, un león y una pantera, que representan a su vez tres de los siete pecados capitales: la loba es una alegoría de la “avaricia”, el león, de la “soberbia”, y la pantera, de la “lujuria”, así que detengámonos por un momento en este último animal para nuestros propósitos, “de rápidos movimientos, y cubierto de manchada piel”.

Para quien no haya visto nunca La isla de las tentaciones, se trata de un programa de televisión que consta de unos diez participantes, cinco parejas jóvenes heterosexuales que se encuentran en la fase de enamoramiento de la relación, llevando entre uno y tres años juntos. Se nota que el casting ya ha hecho parte del trabajo, y ha elegido en consecuencia a cinco parejas especialmente débiles, que han tenido algún caso de infidelidad, desconfianza o inseguridad en el pasado. Sin lugar a duda, lo más curioso de todo es como cada participante se dedica a repetir al principio, como si fuera el papagayo de un “discurso oficial”, que han venido a La isla de las tentaciones para “poner a prueba” o “reforzar” su relación, cuando, obviamente, el resultado será más bien el contrario, y muy pocas parejas saldrán indemnes de la isla.

No parecen percatarse –como Derrida hace en Políticas de la amistad– que cuando una relación, de amor u amistad, necesita ponerse a prueba, deja en ese preciso instante de ser una relación de amor o amistad: la condición de posibilidad de cualquier relación (la confianza mutua) coincide por tanto con su condición de im-posibilidad (nunca testear deliberadamente dicha confianza). Lacan solía poner el ejemplo de un paciente celoso y paranoico que estaba constantemente obsesionado con que su mujer le estaba poniendo los cuernos. Un día, al cabo de años, encontró una prueba fehaciente de que efectivamente se había acostado con otra persona, y fue a ver a Lacan exclamando: –“¿!Ves!? ¡Te lo había dicho!”. Para el psicoanalista esto no demostraba nada: el hecho de que un miedo se confirme en la realidad no dice nada sobre el rol que esta inseguridad jugaba en la constitución del sujeto. Es más, incluso podría tratarse de una profecía autocumplida: podemos suponer que, al damnificar constantemente la relación con sus celos, el paciente arrojó a su esposa a los brazos de otro, para cumplir así, efectivamente, su deseo. Algo parecido a El celoso extremeño, de Cervantes, sin duda sucede en La isla de las tentaciones.

En cualquier caso, todos los concursantes llegan juntos en un barco a una isla paradisíaca de la República Dominicana –donde el sol y el calor abrasadores ya preconizan justamente lo contrario, que en realidad se están adentrando en un verdadero infierno. Se dividen en dos grupos: las chicas irán a “Villa Montaña”, y los chicos, a “Villa Playa”. No se volverán a ver físicamente hasta el final del programa, más que una vez por semana en una “hoguera” a través del televisor de un IPad que es sorprendentemente pequeño. Aquí ya nos damos cuenta de que la heterosexualidad impuesta es el (primer) presupuesto necesario del programa. La separación de las parejas entre hombres y mujeres se resquebrajaría si, entre los concursantes, hubiera alguien que fuera homosexual, bisexual o que tan siquiera dudara de su heterosexualidad. Como en el Género en disputa de Judith Butler, aquí vemos que el presupuesto necesario de que se cumplan los roles de género es la heterosexualidad forzada. Lo único que pasa es que, en el caso de una sociedad enferma como la nuestra, dicha imposición (que tantas violencias y sufrimientos genera, por otra parte) es reproducida, reapropiada e incluso celebrada como una caricatura para el espectáculo de masas.

Una vez separadas las parejas, empiezan las tentaciones a cada uno. Ambas villas son insufladas con hasta diez tentadores del sexo opuesto, el doble que el número de parejas, más de dos por persona. Los símbolos del programa –la serpiente y la manzana– ya prefiguran el evidente marco cristiano de “La isla de las tentaciones”, máxime ubicado en un país católico como el nuestro. ¿Qué sucede a continuación? Pues, evidentemente, lo que tiene que pasar. En algunas ediciones incluso todos se han acostado con todos en la primera noche de separación, despojando –supongo– a los guionistas de la tensión dramática necesaria para mantener enganchado a los espectadores el resto de programas. Contrastan las buenas intenciones del principio –“venimos a poner a prueba o a reforzar nuestra relación”, con llantos por la separación, y ardientes declaraciones de amor e, incluso, de matrimonio e hijos– con la neolengua que se desarrollará a partir de aquí frente a los tentadores: “he tenido una conexión”, “es mi prototipo”, “he hecho lo que sentía”, “he sido yo mismo”.

Analicemos estas expresiones una por una, porque cada una es aun más interesante que la anterior. Para empezar, acierta Zygmunt Bauman, en Amor líquido, en señalar que hemos sustituido las “relaciones” por “conexiones” –recordemos el eslogan de Nokia, “Connecting people”–, porque uno no puede “dejar de relacionarse”, puesto que implica un compromiso, pero en cambio uno sí que puede des-conectarse a placer, ya que no lo implica. En segundo lugar, es interesante también que, cuando hay una “conexión” con un tentador, los concursantes digan que es porque se “adecúa a su prototipo” (moreno, de ojos azules, o lo que sea). Esta es la primera señal que nos encontramos de que en este programa no existe ningún Otro, y la Alteridad queda radicalmente excluida. El “enamoramiento”, entendido como un acontecimiento contingente con un Otro radical que subvierte y resignifica nuestra forma de ver el mundo previa (“falling in love”), queda aquí descartado. No conseguimos escapar, y permanecemos todo el rato, dentro del marco de la repetición de lo Mismo. El hecho de que los productores vayan descartando algunos tentadores, o incorporando a nuevos, según “funcionen” en los ratings, tiene que venir a demostrar –como los despidos en el trabajo asalariado– que sus fornidos torsos desnudos son fungibles, que no tienen personalidad propia o alteridad, sino que solo importan en tanto en cuanto ocupan el lugar estructural vacío de la tentación.

Además, como cualquier filósofo sabe, el término “prototipo” (prototipon) remite a la “teoría de las Ideas” de Platón, lo cual ya avanza la que será nuestra tesis fuerte en este artículo, y es que los concursantes de La isla de las tentaciones no son meros “animales impulsivos”, sino personas que comparten una filosofía dualista de tipo platónico, cristiano o kantiano (solo que invertida). Por eso uno no tiene que ver la frase “hice lo que sentí” –la frase más estúpida y, a la vez, más importante del programa, constantemente repetida como excusa y justificación para cualquier desliz– como una muestra de “impulsos animales”, sino como el reverso tenebroso de un esquema razón/sentimiento que toma a este último como dado, inmutable, y no sujeto a la re-flexión. La comprensión de este “esquema mental” dualista es lo que permite que una cosa se convierta en su contraria, y el sentimentalismo barato dé paso a un falso individualismo: “tengo que pensar en mí / priorizarme / ser yo mismo”. Como ya señaló Eudald Espluga en un artículo cuando se estrenó el programa allá por 2020, La isla de las tentaciones no va tanto sobre el “amor romántico”, como sobre el imperativo neoliberal de “ser uno mismo”, así como la autenticidad dañada que este provoca.

Todos conocemos la interpretación típica de esta clase de programas, y que encuentra su mejor expresión en ese gran libro que es Chavs, de Owen Jones. En su cuarto capítulo, el autor ensaya una lectura de la versión inglesa de Gran Hermano, Little Birtain, Shameless, etc., solo para descubrir la profunda demonización de la clase obrera que ahí subyace. Los llamados “canis”, “quillos” o “chonis” sufren aun hoy una violencia simbólica en televisión que no permitiríamos con otros sujetos. Al espectador le es permitido reírse de la caricatura del joven de clase trabajadora que solo piensa en salir, beber y follar porque cree que es cierta (y no ideología naturalizada). La interpretación de Jones es que estos programas son profundamente clasistas –si es hacia abajo, como Gran Hermano, o hacia arriba, como su versión VIP, ahora poco importa–, cuya ridiculización tiene que permitir a los (que se autoperciben como) de “clase media” sentirse mejor con ellos mismos, distinguiéndolos del resto.

La versión británica Too Hot to Handle, que se puede encontrar en Netflix, es aun más sutil y, por ello, más perversa. Por un lado, la presentadora del programa –Sandra, en La isla de las tentaciones– es sustituida por una máquina impersonal, dándole un toque deshumanizador y distópico de más. Por otro lado, la propia voz en off del programa se ríe de sus propios concursantes y del planteamiento general, generando así la distancia post-irónica que necesita el sujeto de “clase media” para tragarse esta bazofia, sustrayéndole la culpa. Curiosamente también, la diferencia entre la versión católica y la protestante es que, mientras en la primera se “pone a prueba” la relación (la posibilidad de una familia, tiene que leerse), en la segunda, “se pone a prueba” a uno mismo, individualmente.

La interpretación de Jones, estrictamente sociologista, no es que sea falsa (es, de hecho, correcta); lo único que pasa es que tan solo representa una parte de la verdad. Falta la otra parte, la filosófica, porque si no se desprovee de agencia (y, sobre todo, de pensamiento propio) a los sujetos que se pretende analizar. Si a la industria cultural capitalista le interesa ridiculizar a una determinada clase como siguiendo ciegamente “impulsos animalescos”, no basta únicamente con demostrar que dicha caricatura es falsa. Para poder llegar a subvertirla efectivamente, hay que recorrer todo el camino hasta sus últimas consecuencias, y tomar lo que se dice muy en serio. Soy consciente de que repito lo mismo en cada artículo, pero lo haré una vez más hasta que me muera: el dictum de Gramsci “todos los hombres son filósofos” no representa un lema vacío con el que la izquierda pueda autocongratularse con una palmadita en el hombro (y pasar rápidamente a otra cosa), sino que implica el imperativo ético de hacer el trabajo de tomarse muy en serio las cosmovisiones de cada cuál, sean estas más o menos sofisticadas. Como en Platón, “todo el mundo busca lo que es mejor” –tanto el panadero como Obama–, solo que cada uno tiene una interpretación distinta de lo que es el Bien.

En este sentido, una lectura más atenta de lo que efectivamente dicen los participantes de La isla de las tentaciones nos ha revelado que no se trata de meros animales impulsivos siguiendo ciegamente sus pasiones más bajas, sino que hay algo más. Como ya hemos anticipado antes, la tentación del “he hecho lo que sentía” (impulso natural) no es más que la contracara, opuesta y necesaria, de la imposición de “probar la relación” (adecuación a la Ley). Esto dibuja un dualismo entre sentimiento y razón, o inclinación y Ley, de tipo platónico-cristiano que hace que los concursantes se nos aparezcan más bien a seguidores de la filosofía kantiana (solo que invertida). Pero, ¿cómo? ¿No es acaso esto una blasfemia hacia Kant, el más trascendente, brillante y difícil de todos los filósofos? ¿Cómo puede ser que los concursantes sean seguidores de un pensador al que (seguramente) no conozcan ni hayan leído? ¿No es, además, Kant el promulgador del “imperativo categórico”, esa máxima universal que justamente los concursantes se saltan con cada ruido de la alarma? Corremos ahora el riesgo de que, intentando no ser arrogantes con los concursantes de La isla de las tentaciones, seamos injustos con el pensador alemán. Por esto, vamos a reconocer primero las increíbles virtudes del “sistema” kantiano, antes de pasar a su defecto mortal. Porque todos somos kantianos hoy en día (seamos conscientes de ello, o no).

Purgatorio: los insoportables dualismos de Kant

Seguimos sin ser capaces aun de darle toda la trascendencia que merece a la “revolución copernicana” que acometió Kant a finales del s. XVIII. Una revolución que aun hoy es la nuestra, pues consiguió abrir una época (la de la “libertad” irrealizada) en la que todavía nos encontramos. El llamado “giro copernicano” es fundamental, por lo menos, por dos grandes razones. Por un lado, Kant consiguió sintetizar las dos corrientes principales de la Modernidad –el racionalismo continental de Descartes, Spinoza y Leibniz y el empirismo británico de Locke, Hume y Berkeley– que se habían estancado en un dualismo insoportable. En particular, Kant llegó a confesar que Hume le había despertado de su “sueño dogmático”, y luego solo tuvo que reconciliar este hecho con la tradición metafísica con la que se había educado. Así llegó a la conclusión, que aparece en la Crítica de la razón pura, de que “las intuiciones sin concepto son ciegas, y los conceptos sin intuición están vacíos”. Por otro lado, Kant también fue capaz de fundamentar la física newtoniana (con el determinismo mecanicista que esta implicaba), a la vez que lograba salvar un espacio reservado para la libertad humana.

No podemos minusvalorar el profundo impacto que el descubrimiento de la libertad (como fundamento de la existencia humana) tuvo en ese preciso momento: esto, y no otra cosa, es el llamado “giro copernicano”. Por ejemplo, esto hizo que un jovencísimo Fichte viajara todo el camino que lleva desde Varsovia hasta Könisberg, prácticamente sin nada en los bolsillos, solo para conocer a Kant, y únicamente motivado por el profundo impacto que le había causado la lectura de la Crítica de la razón pura. Fichte era el hijo de un humilde tejedor, que había conseguido estudiar modestamente gracias al mecenazgo del barón von Miltiz, quien había quedado impresionado por las dotes memorísticas del muchacho, al verle recitar un día de memoria un sermón dominical al que no había podido asistir. Fichte luego se convertiría, a parte de uno de los máximos exponentes del idealismo alemán, en uno de los primeros filósofos que se pasarían al campo socialista. A Kant no le hizo mucha gracia que se presentara un fan de improviso en su casa, sin conocerle de nada, pero después de leer su Intento de una crítica a toda revelación, decidió ayudarle a publicarlo. Ese ensayo le catapultó a la fama porque la gente creyó (erróneamente) que lo había escrito el propio Kant, mediante un pseudónimo.

No obstante, y a pesar de reconocer el enorme impacto y trascendencia que tuvo la “revolución copernicana” de Kant, las críticas a sus tres Críticas –como siempre suele suceder en filosofía– no se hicieron esperar. No tardó en notar Maimon (y antes de él, Hamman y Jacobi) que Kant no nos había dejado con un sistema, sino con dos. En realidad, todos los conceptos de la filosofía kantiana aparecen desdoblados en oposiciones binarias irreconciliables: razón pura y razón práctica, a priori y a posteriori, juicios analíticos y sintéticos, sujeto y objeto, entendimiento y sensibilidad, concepto e intuición, forma y contenido, libertad y naturaleza, Ley e inclinación, etc. (En realidad, el redescubrimiento de la “dialéctica” por parte de Hegel no es otra cosa que poner todas estas contradicciones a trabajar). Estos profundos desgarros, propios de la Modernidad, no representan una cuestión escolástica para estudiosos, sino que atañen al corazón mismo de la filo-sofía, que no puede ser otra que la cuestión sobre cómo (prácticamente) tendríamos que vivir: ¿deberíamos vivir de acorde a la parte sensible del sistema kantiano, o de la racional?

Para intentar contestar esta pregunta, detengámonos por un momento en la última de las oposiciones listadas –Ley e inclinación–, que es la que más nos interesa a nosotros aquí para el propósito de dilucidar lo que sucede en La isla de las tentaciones. Ahora bien, sabemos más o menos claramente qué es una Ley, pero ¿qué (demonios) es una inclinación? A pesar de toda su frialdad y pretendida objetividad, Kant no puede tapar el hecho de que fue el hijo de una familia pietista bastante fanática. El pietismo fue un movimiento alemán que pretendía “revitalizar” el protestantismo luterano. Para el cristianismo (ese “platonismo para tontos”, como le gustaba llamarlo a Nietzsche), el hombre no solo se encuentra partido en dos mitades –por un lado, su alma inmortal, y por el otro, su cuerpo terrenal– sino que también se encuentra naturalmente inclinado hacia esta última parte, especialmente en su versión protestante y luterana. Esta es la consabida doctrina del “pecado original”: antes de empezar a jugar en el juego de la vida, todos ya hemos pecado. El “libre albedrío” no es una elección neutral entre el Bien y el Mal en un juego de suma cero, sino que el terreno ya se encuentra inclinado a priori del lado del Mal, y el cristiano tiene que hacer un esfuerzo hercúleo (casi divino) para hacer el Bien.

Por ejemplo, dice Kant en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres: “no hay que esperar nada de la inclinación del hombre, sino todo del poder supremo de la ley y del debido respeto hacia ella”. Así, los conejos de indias de La isla de las tentaciones también dicen que van a “poner a prueba el amor de su relación”, por lo que en realidad hay que leer: testear su adecuación a la Ley moral. Sin embargo, esta peculiar filosofía (kantiana y desdoblada) no solo se aplica a los ratones de laboratorio de La isla de las tentaciones. Antes bien, si somos honestos y no autocomplacientes con nosotros mismos por un momento, también nos damos cuenta de que todos seguimos siendo (aun) kantianos hoy en día cuando, por ejemplo, nos matamos a trabajar entre semana de lunes a viernes, y salimos desfasados el fin de semana. Como dicen Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la ilustración: “la diversión es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío. Es buscada por quien quiere apartarse al proceso de trabajo mecanizado para poder estar de nuevo a tono con él. (…) Del proceso de trabajo en la fábrica y en la oficina solo es posible escapar amoldándose a él en el ocio”. Encontramos aquí la misma (falsa) oposición entre Ley (moral) e inclinación (natural) que nuestra sociedad aplica como un mismo esquema a todos los demás ámbitos: trabajo/ocio, meritocracia/herencia, matrimonio/prostitución, etc.

Por esto, no sin razón la Escuela de Frankfurt se volcó en el estudio del idealismo alemán, en general, y de Kant, en particular, no por capricho, sino porque creía firmemente que allí se podía encontrar la mejor formulación del individuo moderno burgués (desdoblado). Y, por anexión, criticar a Kant era criticar (la mejor expresión filosófica de) las contradicciones capitalistas, y mostrar así un camino hacia el socialismo. Pues, ¿cómo nos solemos referir a los conservadores del PP? Como gente que va de putas los sábados, y los domingos va a misa. Esta expresión no es baladí: la hipocresía tiene que ser necesariamente la virtud preferida de un sistema que es inherentemente contradictorio, que aparece partido, dividido y desgarrado en oposiciones aparentemente irreconciliables. ¿Cuál es la forma más rápida de destapar a un liberal? Muy fácil: se descubre solo siempre que utiliza el conector “por un lado… pero, por el otro…”. Solo el liberal, que se caracteriza por la ambivalencia de ser incapaz de elegir (entre capitalismo y socialismo); solo el liberal –repito–, de quien Schmitt bromea que “entre Barrabás y Jesús, decide montar una comisión parlamentaria”, tiene la equidistancia necesaria para formular frases como esta: “por un lado, es cierto que millones de niños sufren hambrunas en todo el mundo a causa del capitalismo… pero, por el otro, también nos ha traído los derechos individuales, etc.” En este sentido, la estructura psicológica del liberal es la misma que la del neurótico obsesivo.

Así, en este preciso instante ya nos damos cuenta de que el problema no está en elegir la Ley moral por encima de la inclinación (como propone Kant, sádicamente), ni “hacer lo que uno siente en cada momento” antes que “reforzar la relación” (como hacen inversamente los concursantes de La isla de las tentaciones). Antes bien, como ambos representan dos lados de la misma moneda, el problema está en la dicotomía misma y, por tanto, para escapar de este purgatorio, ya sabemos al menos que tenemos que reconciliar ambos lados. Sin embargo, antes de llegar al paraíso de la reconciliación necesitamos hacer una breve digresión sobre la necesaria relación dialéctica que existe, por tanto, entre Ley e inclinación, y hacer así una parada intermedia en el limbo que hay entre la prohibición y (el deseo de) transgresión.

Limbo: (deseo de) transgresión, prohibición (y venganza)

Eres un adolescente, y tus padres deciden pasar el fin de semana fuera de casa, siendo la primera vez que te dejan completamente solo. Tus padres te cogen del hombro, te miran fijamente a los ojos, y te dicen, con una mezcla de ternura y autoridad: –“por favor, cuida de la casa, y no rompas nada. Avísanos si vas a traer a algún amigo y, sobre todo, ni se te ocurra abrir ese armario donde está el alcohol…”. ¿Qué haces? Obviamente, haces todo lo contrario de lo que te han pedido que hicieras. Al segundo de que tus padres traspasen la puerta, ya estás invitando a todos tus amigos para una fiesta en casa, y sin duda hoy es el día elegido para probar ese extraño brebaje que a los adultos pone tan tontos y contentos, pero que a ti te prohíben que roce tus labios… Aquí aprendemos una cosa importante que es muy querida por los psicoanalistas, y es que no podríamos saber lo que deseábamos antes de la introducción de la Ley moral o social; antes bien, es justamente la prohibición la que crea de forma retroactiva un deseo de transgredirla.

De forma análoga, no es (como creen tanto Kant como los concursantes de La isla de las tentaciones) que tengamos unos deseos animalescos dados, fijos e inmutables, y luego, tengamos que ponerlos a prueba con el respeto al deber. Antes bien, la Ley crea retroactivamente el deseo de transgredirla. Si antes vimos que el primer presupuesto necesario de La isla de las tentaciones era la “heterosexualidad forzada”, ahora vemos claramente cual es el segundo prerrequisito imprescindible: la monogamia impuesta. Y digo “impuesta” siendo plenamente consciente de todo el peso que tiene esta palabra, puesto que, si los concursantes necesitan “poner a prueba” la relación, o tienen la “tentación” de hacer otras cosas, claramente esto demuestra que no es una monogamia libremente elegida. Hoy se discute mucho, fruto de que han surgido nuevas formas de relacionarnos, sobre si es más libre el “poliamor” que la “monogamia” o, incluso, que la “anarquía relacional”. A mí me personalmente me gustaría añadir que me sorprende que se entre en toda esta clase de disquisiciones cuando hay un concepto que está esperando en la recámara desde el s. XIX para ser desempolvado, y que fue una creación del anarquismo individualista de Émile Armand: el amor libre. Una relación “poliamorosa” puede ser tanto o más opresiva que una “monógama”, si esta no es plenamente consentida por ambas partes.

Una relación es siempre de mínimo dos (porque estamos tratando con dos individuos distintos, que son radicalmente otros para cada uno), y de máximo tres, porque hay que generar necesariamente un “tercero” fruto de este encuentro (si este lugar lo acaba ocupando el hijo, el amante, o la relación misma, poco importa ahora mismo); la cuestión es que este “tercero” sea fruto de la voluntad libre de ambos. Ahora bien, todo el esquema de la prueba/tentación muestra que aquello que se dice querer no es lo que realmente se quiere, y los concursantes de La isla de las tentaciones no tienen hoy en día en realidad ninguna razón para fustigarse y autotorturarse con una Ley que no es la suya. Porque, si algo descubre Kant, por otra parte, es que todos somos legisladores de nosotros mismos. Por un lado, si uno se ve incapaz de estar a la altura de su propia Ley, es síntoma de que esta es demasiado rígida o sádica, y hay que relativizarla. Por el otro lado, si uno tiene la inclinación o el deseo de transgredirla, puede ser una señal de que sus deseos tienen que ser tematizados, cuestionados y, quizás, cambiados. Como no somos tan solo animales, no es excusa justificarse diciendo que “hice lo que sentí”, como si mis sentimientos estuvieran meramente dados de antemano. Aquí tendría que empezar un juego (de la reconciliación), con el que uno tampoco tiene que autotorturarse.

Este dilema se puede ver hoy en el sino del feminismo más claramente que en ninguna otra parte, donde coexisten dos posiciones aparentemente contradictorias entre sí. En un extremo encontraríamos el “mito prometeico” de que uno puede revisarse o deconstruirse a placer, moldeando sus deseos como si fueran arcilla. Esta posición, demasiado absoluta, no solo no se hace cargo de que obviamente una gran parte de nuestros deseos son inconscientes, sino que además es fruto de una mala interpretación de la teoría de la “performatividad” de Butler, quien, por otra parte, no se ha cansado de repetir, vistos los malentendidos que siguieron al Género en disputa, que por ese término no habría que entender que uno pueda “performar” el género que le dé la gana como si fuera una obra de teatro, sino que el género se basa en la repetición de una serie de gestos, muchos de los cuales son inconscientes, y no se pueden cambiar a placer. En el otro extremo de este continuo, tendríamos la posición opuesta que sí se hace cargo de que nuestro deseo es siempre “el deseo del Otro”, y que es, por tanto, en cierta medida, oscuro, pero convierte esta opaquedad en algo dado en lo que uno no puede ponerse a trabajar.

En medio de estas dos posiciones, demasiado enconadas, debería empezar un juego (de la reconciliación), donde se reconozca que el deseo no es perfectamente maleable o elástico pero que, justamente por esta razón, hay tanta luz como oscuridad, y podemos cambiar (parcial y relativamente) aquello que deseamos. Aceptar el desafío que implica este juego es de suma importancia, puesto que: ¿qué es lo que sucede cuando nos autoimponemos una Ley que es no es la nuestra? Que incuba dentro de nosotros mismos un deseo de venganza. Sin duda lo más curioso de La isla de las tentaciones es que muchas veces sucede que una de las partes de la pareja no tiene el más mínimo interés en acostarse con otro, pero lo acaba haciendo de todas maneras al ver por la pantallita que su pareja ya lo ha hecho. Ninguno de los concursantes parece percatarse de que, aunque sus parejas se les hayan adelantado en la “caída en la tentación”, esto no implica necesariamente que ellos tengan que hacer lo mismo, si no es lo que desean. Aquí vemos que el correlato necesario de cualquier Ley (moral, o no) es el “espíritu de venganza”. Sin embargo, como dice Nietzsche: “que el hombre sea redimido de la venganza, eso es para mí, el puente hacia la suprema esperanza y un arco iris después de largas tempestades”.

Paraíso: el romanticismo de Schiller

Llegamos, por tanto, así, al arco iris del paraíso, que no puede ser otro, por todo lo que hemos dicho, que el comienzo del juego (de la reconciliación), la superación de los insoportables dualismos (kantianos) entre Ley e inclinación, prohibición y transgresión, y el abandono definitivo del deseo de venganza. Históricamente, el primero que intentó lograr justo esto mismo fue el romanticismo; el único problema es que esta corriente se suele explicar mal, tanto en el instituto como en la universidad. A no pocos profesores les gusta mucho explicar las distintas fases históricas mediante contraposiciones, atribuyendo determinados “atributos” a cada una. Así, el romanticismo representaría el cálido “sentimiento” frente a la Ilustración, que habría defendido a la fría “razón”. No es solo que este método de enseñanza no explique nada, sino que además, en este caso particular, es especialmente falso, ya que, como hemos visto, es la Ilustración (kantiana) la que defiende el dualismo en oposiciones binarias aparentemente irreconciliables, y la superación de esto (el romanticismo), por tanto, no se alía con ninguno de los dos lados de dichas oposiciones (el sentimiento vs. la razón, etc.), sino con la reconciliación entre ambos.

Es así como el primer camino para la superación de los insuperables dualismos kantianos no lo enseñó un filósofo o un político, sino un poeta. En sus Cartas sobre la educación estética del hombre, Schiller se hizo una pregunta que tocaría de muerte y derrumbaría a todo el edificio kantiano: ¿de dónde procede esta constante insistencia, desde Platón hasta Kant, pasando por el cristianismo, de “dividir el mundo en dos”, en una parte terrenal y otra ideal? Sin lugar a duda, no puede proceder de otro lugar que de la división de la sociedad en trabajo manual e intelectual. En efecto, la división entre entendimiento y sensibilidad solo tiene sentido en una sociedad de esclavos –y el “trabajo asalariado es la esclavitud moderna” (Marx dixit)– donde no es la misma persona la que imagina el plano de una casa en su cabeza, que la que la construye con sus propias manos. El amo siempre piensa que la idea hace la cosa, porque pide “un café, ¡por favor!”, y aparece mágicamente en su mano, mientras que el esclavo conoce la verdad: que ese café no existiría, ni de esta manera, si él no lo hubiera producido con sus manos. Como interpretan Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la ilustración, aun vivimos en una sociedad como la que prefiguró Homero en la historia sobre “Ulises y las sirenas” en la Odisea: donde un hombre privilegiado, atado al mástil, se le permite gozar de la música a condición de que no trabaje con las manos, mientras que un montón de marineros tienen que remar con los ojos vendados y los oídos tapados. Esto implica que no fue Marx el primero en tener esta idea, sino que la “síntesis” de Hegel o el “comunismo” en Marx no son más que los fieles herederos y mejores continuadores de esta intuición originalmente descubierta por Schiller. Y esto también implica que este artículo no puede más que mostrar el camino hacia el paraíso de la reconciliación, pero para recorrerlo de forma efectivamente real sería necesaria la abolición de la división del trabajo en intelectual y manual, esto es, el socialismo. Hasta entonces, seguirá habiendo sujetos, como los concursantes de La isla de las tentaciones, que se encuentren desgarrados entre lo que íntimamente quieren hacer y lo que en realidad tienen que hacer (aunque no hayan leído a Kant).

Ahora bien, si queremos escapar definitivamente del infierno de las insoportables contradicciones (kantianas), ¿cuál es el camino que conduce hacia su ansiada superación? En sus Cartas, Schiller propone hasta cuatro “cosas” que escapan al desgarro entre entendimiento y sensibilidad: el amor, la belleza, el arte y el juego. Ya nos hemos encontrado con este último más arriba cuando ensayábamos una posible reconciliación entre deseo y Ley pero, aun más, la gracia del juego es que es tan sensible como conceptual, tiene unas ciertas normas, pero a su vez implica una alta dosis de libertad dentro de ellas. (En realidad, una sociedad que consiguiera abolir por fin el trabajo asalariado y, con ello, la división entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio, no sería otra cosa que una sociedad que habría sustituido el trabajo por el juego libre. Marx es perfectamente consciente de esto).

Aun más importante que todo esto es la cuestión del amor. Los románticos no se ponen a escribir poemas sobre el amor porque sean una banda de sensibloides baratos, sino porque ven en él un proyecto de reconciliación de las contradicciones de la Modernidad. Cuando se ama de verdad se reconcilia cabeza y corazón, sujeto y objeto, uno mismo con el otro. En este sentido, uno de los pensamientos más profundos de Derrida, fruto de la interconexión entre Nietzsche y Joyce, es la idea de que hay que decir Sí dos veces a la vida: “Sí… y sí”. En nuestra vida cuotidiana solemos hacer lo opuesto, solemos decir “Sí… y no”, es decir, creemos querer una cosa, pero solo queremos su parte buena, la parte mala (indisociablemente unida a ella), la rechazamos. Esto se ve especialmente en el caso del amor: si decimos “quiero a… X, pero solo si cambia… Y”, es que no estamos verdaderamente enamorados de esa persona, efectivamente real, sino solo de su idealización. Querer a alguien o a algo (un proyecto político, una nación, un pueblo, o lo que sea) es quererlo con todos sus defectos e imperfecciones. Así que lo que les falta a los concursantes de La isla de las tentaciones (y, por anexión, a todos nosotros, pues vivimos en la misma sociedad) es decir Sí al entendimiento y Sí a la sensibilidad, Sí a la razón y Sí al sentimiento, Sí a la cabeza y Sí al corazón, Sí al concepto y Sí a la intuición, Sí a uno mismo y Sí al otro, Sí a la ley y Sí a la inclinación, Sí a la prohibición y Sí a su deseo de transgresión y, borrando así la diferencia entre los dos, dejar atrás de una vez por todas el sentimiento de venganza. Pues solo entonces:

“Sí cuando me ponía la rosa en el pelo como hacían las muchachas andaluzas o me pondré una roja sí y cómo me besaba junto a la muralla mora y yo pensaba bien lo mismo da él que otro y entonces le pedí con la mirada que me lo pidiera otra vez sí y entonces me preguntó si quería sí decir sí mi flor de la montaña y al principio le estreché entre mis brazos sí y le apreté contra mí para que sintiera mis pechos todo perfume sí y su corazón parecía desbocado y sí dije sí quiero Sí”.

Share.

Investigador predoctoral a la Facultat de Filosofia de la Universitat de Barcelona

Leave A Reply