Estas últimas semanas se ha celebrado la conmemoración de los cincuenta años de la ejecución de Salvador Puig Antich, si se quiere algo en sordina, pues nuestra sociedad alienta el recuerdo mientras lo integra al sistema de olvido instantáneo. El garrote de vil del militante del MIL, Movimiento Ibérico de Liberación, fue el último del Franquismo en concomitancia con el de Heinz Chez, ambos el 2 de marzo de 1974.

La efeméride me ha ayudado a pensar sobre la evolución del caso en el imaginario colectivo barcelonés, podría decir catalán, pero con el paso del tiempo tiendo a entender la diferencia entre ambas sensibilidades. En fin, nací a finales de los años 70 del siglo pasado y siempre tuve las antenas muy atentas a la actualidad. De pequeño recuerdo cómo Puig Antich, con el hecho aún más o menos reciente, se englobaba dentro del panteón correcto, el antifranquista y por ende catalanista, pues desde la muerte del Dictador se decretó que todo el país había sido así. Quienes, de modo claro o ambiguo, no respaldaran la tesis quedarían fuera de juego.

Cruce de la calle Girona con Consell de Cent en la actualidad. | Jordi Corominas

En 2006 Manel Huerga presentó Salvador, película muy oportuna en el momento de la Memoria Histórica durante la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero. El apoyo del cine, en su instante de mayor popularidad para con el Compromiso, era una carta magnífica para la santificación del personaje, pop y emotivo al mismo tiempo entre el sabio montaje de la cinta, el relato de la misma y un final lacrimógeno, porque con largometrajes así, pienso en Las trece rosas, no podías sino llorar.

En Catalunya, así como en casi todas partes, los iconos del pasado reciente y su percepción pública no guardan, en general, ninguna relación con la realidad. Así se forja un discurso muy útil, sobre todo desde la usurpación a los historiadores, quienes cuentan poco su ciencia, suplantados por la nostalgia inmediata y la perversión de los contenidos para crear mensajes fácilmente asumibles.

Sin embargo, a Barcelona le molesta mucho el rastro de su pasado en el entramado urbano. Podríamos sembrar las calles de información y rutas de infinitos personajes. Hoy os propongo pasear por la de Salvador Puig Antich, y mi idea era inaugurarla en el 70 de Girona, esquina con Consell de Cent, edificio de 1892 entre dos bares carismáticos, ahora realzados por la Súper illa, justo con una plaza en esta confluencia. Podrían denominarla al mártir del garrote vil, pero ese lugar ya existe. Se halla en el ascenso hacia Torre Baró y es una pasarela hacia el horizonte, como si así el personaje encarnara esperanza en esa ágora, cumbre de un extraño parking con áreas infantiles en ese alrededor de cuestas y curvas.

Calle Girona nº 70, donde tuvo lugar el tiroteo del 25 de septiembre de 1973. | Jordi Corominas

La ubicación de esta plaza en la periferia responde a una política de los Ayuntamientos democráticos consistente en bautizar espacios periféricos con nombres vinculados a la izquierda, de Víctor Jara a la República, en Llucmajor. Es una forma de sedar al centro, destinado al turismo y sin politización porque casi nadie que camina por Diputació o Calabria reflexiona sobre las instituciones o las conquistas de la tierra.

En el meollo del Eixample se fraguó la tragedia del 25 de septiembre de 1973, hacia las seis y cuarto de la tarde. Los curiosos suelen saber lo de la arqueología balística en el tercer escalón de la finca del 70. Puig Antich fue herido de gravedad y mató al subinspector Francisco Anguas, nacido un año después que el militante del MIL, Movimiento Ibérico de Liberación.

Vista de la prisión Model, donde Salvador Puig Antich fue ejecutado el 2 de març de 1974. | Jordi Corominas

Lo de sumar una muerte, ponerla en la mesa por ser algo obvio además de necesario, es más cosa de Manuel Calderón y su ensayo Hasta el último aliento, ganador del Premio Comillas de la Editorial Tusquets. Desde su óptica, el halo hagiográfico de ese portal se desvanece y diríamos estar en el teatro de un suceso de crónica, más si cabe cuando leemos sobre el historial ideológico y delincuencial del MIL. El primero era endeble, de bases titubeantes y proclamas disociadas del contexto. Su emergencia es coetánea a la de otros grupos terroristas en Europa, pero las Brigadas Rojas o la alemana Baader Meinhof sí tenían una fortaleza bien argumentada en esa brutal resaca del 68 y su desencanto.

El MIL se englobaría más en esa tradición tan setentera, con seguidores hasta bien entrados los años ochenta, de los atracadores de bancos. A ver, sí, eran jóvenes de buena familia y montaron Ediciones del 37, pero en ellos, para la galería inspirados en los últimos anarquistas como Facerías o Quico Sabaté, ser Bonnie y Clyde para vivir como dios manda era muy atractivo.

En sus expropiaciones –así las llamaban– desplegaban un festival de arrogancia, muy destacable en su estética y performance, trajeados, a cara descubierta en sus balbuceos y luego con bigotes estrafalarios. El problema de todo ese éxito, eran buenos en el asunto, estalló el 2 de marzo de 1973, cuando atracaron una sucursal del Banco-Hispano Americano, en el 313 de Fabra i Puig.

Calle Fabra i Puig 313, donde el MIL realizó un atraco al Banco Hispano-Americano el 2 de marzo de 1973. | Jordi Corominas

En el robo a mano armada fue herido de gravedad el jefe de contables de la oficina, Melquíades Flores, quien a consecuencia de un tiro, con toda probabilidad disparado por Jordi Solé, quedó ciego hasta su muerte, en abril de 2023, poco más de medio siglo después de los hechos.

Ahora esa sucursal es un supermercado de una conocida cadena en el área metropolitana. No he entrado para caminar por su interior. Debería. Tras la expropiación se fugaron, con Salvador Puig Antich al volante. En el libro de Calderón se narra cómo aparcaron los coches en el número 89 de la rambla Volart, para luego esconderse en el 56 de Sales i Ferré.

Estos datos me fascinaron porque soy del Guinardó. El 89 de rambla Volart pertenece al segundo tramo de este camino a la montaña desde el cruce de la carretera d’Horta y la vieja travessera de Gràcia, capada por el Hospital de Sant Pau. Durante unos años se llamó Empúries y, como todo el barrio, padeció un crecimiento inmobiliario de vértigo entre finales de los sesenta y los primeros sesenta.

El edificio del fondo es rambla Volart 89, donde el MIL aparcó los vehiculos tras el atraco del 2 de marzo de 1973. | Jordi Corominas

Los del MIL debieron ver en el Guinardó un oasis de paz. En 1973 aún no tenía metro y las conexiones del transporte público no eran tan notables como ahora, si bien aún se mantiene la creencia en un barrio lejano a lo central. El 89 de rambla Volart es un bloque sin gracia, salvo por cómo se proyecta hacia la calle Juliol. Su secreto es haberse cargado otra calle, la de Florit, desaparecida durante ese boom.

Aparcar el coche en ese punto estaba bien. Vía sin muchísimo tránsito, pocos peatones por lo fastidioso de la subida y mucha tranquilidad. El 56 de Sales i Ferré, en cambio, sobresale en su calle, llena de villitas que van del modernismo a la primera posguerra entre curvas por la incidencia del torrent de la Guineu. Es una finca de mediados de los años cincuenta, con una de sus fachadas en la calle de Ercilla.

La casa de la esquina es Sales i Ferré 56, en el Guinardó, uno de los refugios del MIL. | Jordi Corominas

El Guinardó de Sales i Ferré huele a Font d’en Fargues y es aún más silencioso. El MIL, quizá por la proveniencia de sus miembros, debió alquilar sus pisos francos desde su análisis del mapa barcelonés. Al ser del Eixample y los barrios altos asumieron ideales el Guinardó u otras montañas porque estaban en el quinto pino, no hay más. La guinda sería otro apartamento en el 86 de Coll de Portell, a mi parecer una decisión espectacular, porque casi nadie lo pisa si no reside por esos lares.

Este itinerario podría clausurarse en el Caspolino, quizá el penúltimo de los caballitos fijos de la capital catalana. Puig Antich perdió la documentación clave para desarbolar la organización. El último carrusel de Barcelona es el de la plaça Alfons X el Savi, en el Baix Guinardó, otro mirador desatendido, el Palau Nacional al fondo, flanqueado por Pi i Margall.

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