Quien haya vivido con interés la política española del último medio siglo, conoce o al menos puede identificar con facilidad tres grandes sucesivas olas de movilización social posteriores a la Transición. Estas olas no son difíciles de detectar en sus fases alcistas. En esos días las calles y plazas se llenan de manifestantes, la opinión pública se agita y los alineamientos políticos son puestos en cuestión. ¿Quien no recuerda, por ejemplo, el 14D, Nunca Máis o el 15M? Sobre la experiencia de estos «momentos de locura» (Zolberg) construimos luego la normalidad política del día a día.

Más difíciles de recordar, sin embargo, son los valles o fases bajas de estas mismas olas. Quienes se las han visto con el estudio de la contienda política saben que, a medida que los ciclos de luchas declinan, la política de movimiento se vuelve difusa, esquiva. En este declive de la acción colectiva avanzan los tiempos oscuros. Invocar la multitud deja de surtir efecto. Los ciclos se desconectan entre sí; ya no generan dinámicas sinérgicas que refuerzan e incentivan la movilización. El repertorio de acción pierde su expresividad y llamar la atención con acciones disruptivas se complica. La represión comienza a lastrar biografías y requiere de una solidaridad cada vez más costosa. El relato compartido que antes conectaba a la gente en una red simbiótica dotada de sentido, ahora se escinde en aislamiento y sectarismos absurdos. Las psicopatologías del militantismo se disparan sin remedio: egotismo, hipertrofia emocional, burnout, etc.

En definitiva, tras las fases de ascenso, el clima en el que se desenvuelve la contienda se enrarece. La acción colectiva decae sin remedio. Tras el otoño de la movilización, las multitudes se repliegan a sus cuarteles de invierno. A la gente de a pie, solo queda esperar la siguiente primavera. Y aunque parece que no vaya a regresar nunca, antes que después, la primavera de la rebeldía vuelve a florecer. Bajo las relaciones de opresión, mientras quede un resquicio de autonomía al cuerpo social no habrá fin de la historia. Una y otra vez el antagonismo regresará para expresarse en los términos y lógica de la contienda antagonista.

Pero para que esto suceda es preciso antes que el clima cambie a favor de la acción colectiva. Tiene que dejar de figurar en los costes a superar y pase a computar a favor de los procesos de liberación. Por descontado, la producción de un clima favorable a la contienda no pertenece al quehacer de la dirección de un partido, un sindicato, un medio de comunicación o una asociación cualquiera. El cambio de un clima a favor de la democratización concita tal cantidad de variables que al final, en el mejor de los casos, se puede aspirar a coadyuvar la sola formación de condiciones favorables. No obsta, claro está, que cuidar las simbiosis compartidas sea un dato esencial para no dejarse emponzoñar. En nada ayuda la adopción mimética de las expresiones discursivas del adversario si no a que perdure el clima adverso del que se nutre.

El Desencanto

Pero bajemos a lo concreto y situémonos en perspectiva. Si se vuelve la vista atrás, no es difícil observar como, de un tiempo a esta parte, se ha instalado en la esfera pública un clima de crispación generalizada. Las últimas semanas, a raíz de los casos de corrupción, han sido intensas en este sentido. Y sin embargo ni es la primera vez que sucede en el último medio siglo, ni a buen seguro será tampoco la última.

Volvamos la vista atrás a los momentos en que se impusieron climas adversos. Para las generaciones actuales esto nos remonta al Desencanto. En aquellos años se impuso un duro cambio de clima; el contrapunto epocal a la prolongada ola de luchas en pos de la democracia que desde la Huelga de Tranvías del 1951 se había extendido hasta la instauración del régimen. La Transición había finalizado y el éxito de las élites en la consolidación democrática se imponía a fuerza de razón cínica.

En el Desencanto será cuando se establezca el marco «contra Franco vivíamos mejor». Esta nostalgia de la lucha contra la dictadura, las más de las veces no era tal. Se trataba de una suerte de estado de ánimo colectivo que afrontaba el no saber hacer avanzar la democratización bajo las nuevas condiciones constitucionales. Los repertorios de acción de pronto se habían quedado obsoletos. Esta añoranza del antifranquismo no dejaba de tener mucho de impostación; a menudo más propia de quien había vivido con ventaja la dictadura y se había beneficiado de la llegada de la democracia con bajo coste personal.

Los «Odiosos Ochenta»

Una nueva generación se abrió entonces paso en aquel contexto. El Desencanto dio paso a los «Odiosos Ochenta» (Hateful Eighties, Martino). Nuevos repertorios de acción colectiva vinieron a desbordar los cauces institucionales. Un régimen diferente requería otro antagonismo. Y mientras la izquierda grupuscular se replegaba sobre sus juegos identitarios de estética comunista, con hoces y martillos, banderas rojas y anagramas con la AK47, el gesto punk de Jon Manteca durante las manifestaciones estudiantiles del curso 86/87 encarnó la abrupta ruptura a un clima radicalmente distinto.

Al antifranquismo siguió el No Future! de una generación que percibía que el éxito de sus mayores se estaba haciendo a cuenta de su propia desgracia. Una generación que rechazaba el trabajo fordista sin encontrar su lugar en la España democrática. El No Future! era un llamamiento a la desobediencia y vivir el presente. No por casualidad, repertorios y figuras de este antagonismo en democracia surgieron en el espacio metropolitano como expresiones desobedientes: insumisos, disidencias de género, okupas y toda una serie de protagonismos desatendidos cambiaron entonces el clima.

Pero esta primera ola de movilizaciones de la democracia fue breve. A lo largo de la primera mitad de los noventa el clima volvió a cambiar. El No Future! fue declinado en el marco de la hegemonía neoliberal. El gesto punk dio paso a una relectura acorde al realismo capitalista (Fisher): «There Is No Alternative» (TINA). O para el caso: en efecto, «No Future!»; el futuro ha sido clausurado. El ambiente vuelve a enrarecerse. Son los años de la crispación que el Partido Popular agita contra la última legislatura de la González («váyase…»); un tiempo en que periódicos como El Mundo explotaban el GAL, Filesa, Juan Guerra, etc., con el solo objeto de tumbar al PSOE.

Este declive de la primera ola y el cambio de clima marcarán el fin de la Izquierda Unida de Julio Anguita. La crisis, que acaba en la escisión de Nueva Izquierda, va acompañada de un nuevo repliegue identitario en las filas comunistas. Son los años en que Francisco Frutos, Felipe Alcaraz y otros sustituyen el anguitiano «transmigración del alma del PCE» por «la IU del PCE», aupándose en una generación militante que llegaba entonces a la política movida por la mitomanía de la lucha antifranquista.

Otro mundo es posible

La segunda ola de movilizaciones vino de la mano del altermundialismo y con este el siguiente cambio de clima. Primero fueron los zapatistas, luego las contracumbres y  foros sociales. El célebre lema «Otro mundo es posible» del Foro Social Mundial en Porto Alegre reabrió el horizonte de los posibles a una voluntad de cambio global. Con el cuestionamiento del principio TINA, el neoliberalismo comenzó a sufrir una crisis de legitimidad como no se había visto.

Al vindicar otro mundo posible el altermundialismo había puesto en evidencia el realismo capitalista (Fisher), gracias a lo cual dio comienzo una serie de cambios de gobierno en toda América Latina. En Europa, sin embargo, el altermundialismo se fue agotando luego de la gran movilización contra la Guerra de Iraq (15F de 2003). A medida que la segunda ola llegaba a su momento álgido comenzaron a abrirse grietas en las filas activistas y dio comienzo un segundo repliegue.

El discurso de la nostalgia regresó. Donde se había desplegado una gran innovación repertorial por medio de las contracumbres y ciclos de lucha (LOU, Prestige, Huelga General del 15J, etc.), ahora volvía la nostalgia de hoz y martillo, las iconografías leninistas y el retorno discursivo al pasado. No deja de ser sintomático recorrer los cambios de clima en la serie nominal de la izquierda radical: en 1991, la LCR (1971) y el MCE (1972) se fusionan en Izquierda Alternativa; esta da paso a Espacio Alternativo (1995) y se acaba refundando en Izquierda Anticapitalista (2008) para luego pasar a ser, de 2015 a hoy, Anticapitalistas.

Si en 1991, año del fin de la URSS y cumbre de la primera ola, se había liquidado el significante «comunista», la voluntad de generar un espacio de encuentro teóricamente mestizo más allá de la forma partido y la izquierda se concretó en el paso a Espacio Alternativo. Con el declive de la segunda ola, el trotskismo optó por provocar la crisis interna a fin de plasmar su repliegue doctrinal e identitario en Izquierda Anticapitalista, concebido ahora como partido según los parámetros de la extrema izquierda.

Democracia real ya

El 15 de mayo de 2011 la primavera regresó a calles y plazas. La tercera ola de movilizaciones de la democracia venía ascendiendo cargada de resonancias en el No Future!: «No tendrás una casa en la puta vida», «Juventud sin futuro», etc. El clamor destituyente volvía a dirigirse contra el principio TINA como ruptura subjetiva con las promesas neoliberales del Spanish Dream. El clima cambió de forma repentina y resonaron los ecos de los momentos alcistas anteriores.

El «no nos representan», grito destituyente dirigido al establishment, sonaba al unísono que la reivindicación «democracia real ya». Durante la primera mitad de la pasada década se sostuvo la proclama de afirmación «Sí se puede!», que entroncaba de nuevo con el «otro mundo es posible» altermundialista. Esta tercera ola de movilización alcanzó tal intensidad que llegó a proclamar «tomar los cielos por asalto». Sin embargo, el éxito indudable del momento también acabó experimentando el cambio de clima.

Durante la segunda mitad de la década regresan las pasiones tristes (Spinoza). El contexto global de ascenso de la extrema derecha acompaña y contrasta con los años de la Primavera Árabe. El otoño de los recortes neoliberales contra los PIIGS presagia el invierno trumpista. Ahí seguimos. La intensidad, amplitud y duración de la tercera ola parece no acabar de encontrar su límite negativo. A pesar de algunos ciclos de fase baja feministas y ecologistas lo cierto es que la transversalidad se deja notar en el negacionismo climático, la transfobia y toda una serie de síntomas.

Regreso al No Future!

Quizá el más lamentable episodio actual lo estén protagonizando algunas organizaciones juveniles en nombre del Socialismo. Imbuidas del ideologicismo propio de los climas adversos, carecen de inserción en el antagonismo real. Se vuelcan así en un repertorio escuadrista que solo interpela a una masculinidad frágil, víctima de la concatenación de dos crisis consecutivas. La falta de experiencia y conexión con las anteriores generaciones –en gran medida resultado de la institucionalización de la Nueva Política– refuerza su aislamiento y con ello la herida narcisista que alimenta su tánatos.

Este ejemplo de la pulsión de muerte que informa el actual clima necroliberal se disocia de las expresiones feminizadas con que la brecha combinada de género y edad refleja por oposición un inédito «reparto de lo sensible» (Rancière). En contraste con el simulacro necrófilo de un partido marxista, clausura de cualquier porvenir, la esperanza molecular de la acción desobediente palpita ya en colectivos autónomos que se han sostenido en la corriente subterránea de la «revolución molecular» (Guattari). Y aunque sus expresiones son aún minoritarias y escasamente conectadas, su potencial estriba en el cambio de clima que sus simbiosis podrán articular.

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