En el año 1961, Michel Foucault presentaba su tesis doctoral, Historia de la locura en la época clásica, y anunciaba que el propósito de la obra era hacer una arqueología del silencio. Ante el silencio al cual se había relegado a la locura a partir de la modernidad cartesiana, Foucault se proponía mostrar la constitución de la locura. En nuestra época el proyecto de Foucault ha perdido cierta novedad, no por su fuerza teórica, sino más bien, por la pregunta que nos suscitaría: ¿existe todavía algún espacio de silencio? Es obvio que la constitución de cuerpos enfermos continúa vigente en nuestro tiempo y, sin embargo, la pregunta es si todavía queda alguna historia subalterna por contar. Más allá de que siempre habrá una historia por contar, se tiene que admitir que el momento de Foucault y el nuestro es diferente. A diferencia del tiempo del primer Foucault, nuestro tiempo no está acostumbrado al silencio e, incluso, podríamos decir que tiene una vocación obscena, en el sentido más etimológico del término: mostrar aquello que queda fuera de la escena. Uno de los campos sociales donde se muestra la vocación de nuestra época es el campo de las llamadas relaciones sexo-afectivas, que bajo este epítome, “sexo-afectivo”, incluyen el sexo y, lo que un día se denominó, amor. Si Foucault utilizaba la metáfora del silencio para hablar de la locura, parece patente que nuestra época, ante una crisis galopante de las formas relacionales establecidas, no para de proponer nuevas normatividades. Todo lo que un día era anormal y estaba relegado al silencio, ahora podría ser, rápidamente, normal. Como si, de alguna manera, hubiéramos pasado de manera acelerada de la convención, a la norma hasta llegar, incluso, a la ley.
El amor y el sexo en su transcripción social puede tener la forma del mandamiento. Por su parte, el mandamiento es la forma que recibe una norma moral. A modo de ejemplo, “No matarás”, “No robarás”, etcétera. La norma moral incluye siempre una trascendencia respecto a la experiencia de cada cual de nosotros. Por ejemplo, “tenemos una relación abierta” o “tenemos una relación cerrada” pueden ser dos normas morales. Las dos son casos de una norma porque en todos los casos que se nos presenten diferencias haremos referencia a la norma. Cuando se afirma que tenemos una norma, se está afirmando que hay algo fuera de la norma: la falta, el delito, “el monstruo que habla”. Por este motivo, la norma moral actúa de manera dualista, entre aquello que establece y lo que prohíbe. Hay que precisar que lo más interesante no es lo que prohíbe – “no robarás la mujer a tu amigo” – como caso límite, sino aquello que afirma mediante la prohibición – “vivirás con tu mujer” –. Por este motivo, en un juego de lo más preciso, la norma moral dice que no a algo, para decir que sí a otra cosa y, por lo tanto, en la operación de “no harás…”, se nos está indicando “aquello que debes…”.
Una mirada apresurada sobre nuestro tiempo podría concluir que los modernos o posmodernos nos hemos deshecho de todas las antiguas normas – sea esto verdad o no – y que ahora las normas las imponemos nosotros. En cambio, una mirada más atenta sobre el locus amoenus del amor y el sexo actual puede dar cuenta, rápidamente, de que lo que ha sucedido no ha sido la eliminación de la norma –sea esto posible o no– sino la proliferación incesante de normas y, en consecuencia, de espacios cerrados sobre sí mismos. Ahora, más que nunca, el topos del sexo y el amor contemporáneo es el de la explosión normativa.
Uno de los ejemplos más flagrantes, podría ser la app de citas Feeld; de entre todas las apps la más “moderna”. Si Tinder o Bumble imponen un silencio ante el sexo y el amor, Feeld no para de hablar de sexo y de amor. Grupos de mujeres heterosexuales, hombres CIS, no-binarios, maricas que presentan sus gustos y procedimientos: FMF, MFM, BDSM, Kink sex, relación abierta y un infinito de nomenclaturas más. Todo acontece entre, por un lado, gustos cerrados sobre sí mismos y, por otro lado, gustos elevados a norma moral: haz sexo anal, pero no oral; sé atado, pero no besado. En el inmenso corolario de presentaciones tanto de carácter sexual como amoroso, encontramos un continuo despliegue de normas que siempre incluyen la dualidad ya nombrada: lo normal y lo anormal o, si se prefiere, lo normal y lo patológico. La particularidad de apps como Feeld es que ya no nos encontramos en el espacio de los clubes de swingers donde la pregunta todavía podía tener cabida, ¿por qué preguntar si todo es diáfano? Si el espacio del swinger era un espacio de códigos que se tenían que comprender mediante la duda, en el espacio de Feeld todo es extremadamente diáfano: el club está en tu bolsillo. Todo está al alcance de un simple like y aquel que se hace preguntas eres tú: ¿qué quiere decir MFM? Por otro lado, con el paso del tiempo la codificación aumenta exponencialmente, tanto como el volumen diagnóstico del manual DSM.
En el libro Las aventuras de genitalia y normativa Eloy Fernández Porta presenta un mundo en el cual la tendencia normativa ha invadido, entre otras, las prácticas sexuales y el efecto que esto produce es inquietante: “el Nuevo orden se distingue por reconstruir la diferencia sexual binaria como arte retro –lo son ya todas las obras, y, con ellas, las propuestas de intervención política– y decorar esa diferencia con curiosidades halladas más allá de la norma del género. La heteronorma, ornamentada, aureolada con las más cucas rarezas, envuelta en un halo de psicodelia, toda flujo y chiribitas, se pone al día, consigue aquello a lo que aspira la cultura dominante: retirar su imagen del centro de la iconosfera, trasladarla al imaginario colectivo y aparecer como si fuese una subcultura entre otras, con la modestia, el prestigio y la singularidad que siempre trae consigo lo subcultural.”
Cómo señala Eloy Fernández Porta, la heterosexualidad queda desdibujada en un conjunto de disparos diferenciales –heteroflexibles– proponiéndonos un proceso infinito donde cada cual tiene que elegir su propia aventura. Elige y si no sabes muy bien qué, elige también. El problema que se nos presenta no es con la capacidad normativa sino con el efecto que esta normatividad complaciente ha acabado generando. Por un lado, todo aquello que no encaja puede ser normado y, por lo tanto, ante un deseo extraño este tiene que ser rápidamente transformado en demanda: ¿querría decir usted Kink sex?, si tiene tantas opciones para elegir, ¿como es que no lo hace? En este momento, los miedos y desconfianzas se ciernen sobre el otro, en lo que podríamos llamar un gesto paranoico. Cualquiera que no pueda entrar en una de las mil y una normas es un potencial peligro. “No lo sé muy bien” es el talón de Aquiles de la hipernormatividad paranoica. Por otro lado, como ya nos mostró Nietzsche, en aquel que no elige se produce la introyección de la deuda con la norma, a saber, la culpa. Como no puedo cumplir con la norma – sea la que sea – lo que me queda es una deuda con ella y, por lo tanto, me queda la culpa del mal pagador. La época de la norma a la cual nos vemos abocados reposaría sobre un principio paranoico y de culpa. Todos nuestros miedos se ciernen de manera inmediata en el otro –sea del género que sea, disfrute como disfrute–, el problema no es la norma a la cual nos tenemos que adscribir sino la confusión, la disfuncionalidad e, incluso, la oscuridad. Ante la proliferación de las normas nuestros estómagos son más delicados y aparece la angustia galopante de quien, en el mundo de la libertad normativa, no sabe muy bien si abierto o cerrado, si kink o soft.
Todo ello, nos impone una pregunta: ¿qué campo deja al amor y al sexo un mundo donde todo funciona como las agujas de un reloj? Si entendemos el problema desde esta vertiente, el problema no sería la proliferación normativa de los tipos de relaciones que existen y, tampoco, la proliferación de prácticas sexuales sino, más bien, el eminente olvido del campo ético. Cabe recordar las ilustres palabras de Groucho Marx, “nunca formaría parte de un club que admitiera como socio a una persona como yo”. En cambio, lo que parece suceder en nuestro tiempo es más bien lo contrario: “siempre formaría parte de un club que admitiera como socio a una persona como yo.” Ante la subsunción de todo el hecho anormal que promueve nuestra sociedad, parecería que todo ha quedado atado y bien atado. Aquello que una vez era anormal, de menos valor que lo normal, ahora puede ser normal, puede cumplir su función; cada cual tendrá su iglesia. Entonces, ¿qué problema hay? Solo hace falta que encuentres tu club, es tan sencillo como descargarte una nueva app, es tan sencillo como encontrar a gente como tú.
En la hipernormatividad de nuestra época todo puede quedar capturado por las diferentes normas. Ahogada por nuevos códigos, por nuevos imperativos y por nuevos procedimientos, la experiencia puede resultar claustrofóbica o, directamente, dicotómica: poliamor o bien monogamia, BDSM o bien Kink. Todo ello, parece que ha acabado por plantear un problema todavía más profundo, ¿la capacidad normativa puede obviar el campo de la ética? Si la hipernormatividad acaba generando anormalidades menores, deberíamos fijarnos en un tercer término: lo anómalo. A diferencia del hecho anormal, la anomalía es la aspereza, lo insólito, es decir, aquello a lo que no estamos acostumbrados. Es en este espacio disfuncional, donde entra el campo del ethos, justo es decir, el del comportamiento y no el de la norma. A modo de hipótesis, podríamos pensar en una ética del “dejar-ser” o, como nos decía Nietzsche, en su propósito de año nuevo: “Amor Fati ¡Que sea éste mi amor en adelante! No le haré la guerra a la fealdad; no acusaré a nadie, no acusaré ni siquiera a los acusadores. ¡Que mi única negación sea apartar la mirada! Y, sobre todo, ¡quiero no ser ya otra cosa y en todo momento que pura afirmación!” Delante de la hipernormatividad de nuestra época que reduce el sexo y el amor a un conjunto de ensambladuras mecánicas, la ética se nos presenta como el antídoto político, recordándonos que frente a nosotros está el otro. Al fin y al cabo, no se trata de elegir tu aventura, sino de vivirla y, por lo tanto, de admitir las disfunciones y las desigualdades que la misma aventura nos demanda. De lo contrario, el camino se nos aparece barrado.


