Corría el año 2011 y yo vivía en Alemania; era una cándida estudiante de Erasmus por los pasillos de la Albert-Ludwigs-Universität, los mismos que pisaron el propio Erasmo de Rotterdam, Hannah Arendt, Heidegger y Goebbels. Por aquel entonces, los Erasmus convivíamos con los migrantes laborales escupidos por la crisis del 2008 y en general con lo que se llamó “fuga de cerebros” —una metáfora que solo se puede decir en castellano y que nunca ha dejado de inquietarme—. Había, claro, cierto sentimiento de desamparo. Para contrarrestarlo, y quizás inconscientemente, me apunté al seminario sobre cantautores catalanes que ofrecía Miquel Malondra. Era totalmente imposible que me saliera mejor, ya que el primer día de clase, un bello 23 de abril, el aula me recibió con un exuberante póster de enormes dimensiones de la cordillera del Cadí. En algún correo kilométrico a la familia desarrollé de manera muy literaria la exultación de aquella visión y una hasta entonces inaudita intensidad del sentimiento de catalanor. En una de las cimas de la metáfora dije que “casi me llegaba el aroma, densa, dulce y suave de las rosas en la Rambla de les Flors”. En casa nos gusta la hipérbole.

St. Georgius patronus Friburgi, en la puerta Schwabentor de Friburg de Brisgòvia, en la Selva Negra (Alemanya). | Commons Wikimedia

Entonces yo no tenía ni idea de que, a día de hoy, habría vivido el Sant Jordi desde prácticamente todas las caras del prisma que es el sector así llamado “del libro”: lectora, librera, editora. O lo que es lo mismo: consumidora, vendedora, productora. Mientras escribo estas líneas solo me queda ocupar dos de las cabinas de la gran noria [sic] editorial: la de distribuidora —mi afinidad con la logística parece prometer poco más que una relación cordial— y la de autora.

Aún más remoto es el tiempo en que me encontré en metro Liceu con mi novio de la universidad para regalarle el combo impensable de La sombra del viento y El vigilant en el camp de sègol. Trece años más tarde estoy completamente segura de que no ha leído ninguno de los dos. Puede que alguna estadística haya establecido el porcentaje de libros que son comprados por Sant Jordi y nunca leídos, y también puede que todo sea tan sencillo como que, a grandes rasgos, nos gusta gastar dinero en cultura por activismo o farándula, antes que por deleite intelectual. Para cerrar la anécdota, recordaré que mi novio solo me regaló una rosa envuelta en el típico celofán transparente, decorado con una estelada evanescente que la electricidad estática cubría de polvo.

Sin embargo, si el destino de la rosa es ser objeto de nuestra contemplación, seguro que corrió mejor fortuna que los libros. Una de las frases que más se escucha en las librerías cuando alguien, en cualquier momento del año, va a buscar un regalo dice así: “Es para una persona que no lee mucho” o “a quien no le gusta leer” o, en fin, cualquier locución que debería dejar claro a quien la emite que lo que está a punto de perpetrar es un desacierto. Encima, suele ser un comentario salpimentado de condescendencia, porque claro, la responsabilidad de transmitir el hábito lector es de todos porque somos una gran familia. Y así, con felicidad y vehemencia, regalamos un cómic que no hemos leído ni leeremos, pero que es muy chulo. O un recetario de sopas.

(Para aparcar momentáneamente el cinismo romperé una lanza por la producción de las editoriales independientes catalanas, aunque publiquen demasiado, y aunque haya demasiadas editoriales independientes catalanas —sí, tengo una editorial—. También porque, aunque la escuela nos haga odiar a la Rodoreda, parece cierto que somos un país lector.)

En cualquier caso, es sabido que la relevancia de esta Diada —parece imposible no decir “tan nuestra” a continuación— es absoluta para todos los colectivos de la noria. Sobre los efectos secundarios y altamente nocivos de esta concentración programática y financiera en un solo día se ha escrito mucho. Lo absurdo de las listas de recomendados por nuestros influencers de turno es rotundo cuando se mira el sector desde dentro; la carrera casi armamentística para conseguir los favores de un u otro periodista y/o comunicador con muchos followers es larga y maquiavélica, y nunca conseguirá compensar las toneladas de libros que las editoriales les envían por defecto, por cumplir una especie de tributo tácito a la prensa. Lectores del mainstream, no se fíen de las listas, todo es mentira. Como en todas partes, lo que más se ve y vende es de quien más medios tiene, no de quien mejor publica ni quien mejor escribe.

La injusticia y la discordia, que llegan a todos los rincones del océano, no solo afectan a los editores, sino también a los libreros. Este año es el primero en que el Ayuntamiento de Barcelona y la Cambra del Llibre cobrarán por instalar la parada, con la consecuente desproporción en las finanzas de cada uno y una polémica bastante insalvable. Si todavía no se ha enterado, puede leer el manifiesto  Volem un Sant Jordi Popular” o a  Patricia Castro y, por otra parte, los motivos de quiénes defienden el copago.

Ya sabemos que nunca llueve a gusto de todos y que probablemente las reivindicaciones surgidas de esta medida aglutinan muchos más malestares políticos. Será interesante ver qué formas institucionales y qué alternativas toma esta deriva, sobre todo dentro de una capital saturada por todos lados (en 2024, no quiero ni pensar en el aroma denso, dulce y suave de autóctonos y turistas en la Rambla de les Flors).

Como todo, la Diada de Sant Jordi tiene unas bambalinas oscuras y turbias y otras luminosas, que son las que se esconden detrás de los mostradores de las paradas en forma de tuppers, gafas de sol y “pasa, pasa, que tomaremos una cerveza” . Mi sensación es que, más que pletórica, la ciudad se vuelve pequeña, más paseable que de costumbre, más accesible. Esto, por supuesto, cuando no se es autor, a los que vemos más bien extenuados por la ubicuidad, deprimidos por el monólogo interior que mantienen mientras mira a los peatones con estudiada indiferencia. Al final, todos disfrutaremos, porque Sant Jordi concentra la cultura popular de feriante que tanto nos gusta, por aquello de pasarlo bien mientras trabajamos o mientras nos culturizamos (si nos lo montamos bien, es el día perfecto para hacer lo que decía el poeta: lee, trabaja, camina). No fuese caso, ¡ay!, que perdiéramos el tiempo.

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