Esta historia es la de un súper poder accidental. Durante una hora fui un falso turista en mi ciudad. La causa de todo fue un error que suele ser un acierto durante mi viaje a Atenas. Todo buen viajante que ame caminar debe ir con zapatos cómodos. Los míos lo eran, y mucho, pero estaban gastadísimos y la primera noche, tras volver al apartamento de Monastiraki, comprobé cómo tenía un calcetín reventado en su base. Mis compañeras de tantas pisadas por tantos asfaltos europeos debían pasar a mejor vida.

Aun así aguantaron la visita a la Acrópolis y una mañana tarde muy intensa de paseo porque empezaba a familiarizarme con los centros de la capital griega. En una tienda compré unas Victoria por quince euros, pero ese era otro fallo: de viaje unos zapatos nuevos son el horror, una condena y así fue durante una noche y un nuevo día donde me paraba cada dos por tres a causa del dolor.

La solución fueron unas chanclas, tan maravillosas como para hacerme volar cual Hermes hacia el Pireo. Al regresar a Barcelona vestía curioso, de guiri elegante pese al calzado y una parca ideal por su bagaje de tantos años. En fin, mis pintas eran curiosas.

Debía ir hasta el Maremágnum para un Club de Lectura. Mi intención era bajarme del Aerobús, ese invento y timo del diablo, en plaza Universitat para descender hacia la Rambla, pero claro, en instantes de urgencia nada sale según lo previsto. El tráfico a las seis de la tarde de ese martes era abundante. Por primera vez en años notaba ambiente de partido, con muchos jóvenes felices de lucir la camiseta del Barça antes del duelo con el PSG de Luis Enrique.

Una típica y turística terraza ramblera. | Jordi Corominas

Al salir a la superficie en plaza de Espanya no pude volver al subsuelo por una de las bocas de metro de siempre, clausurada por la afluencia de aficionados del equipo francés. Mi despiste, un poco lost in translation, era tal que asocié su presencia a la cercanía del hotel, cuando la cosa iba más bien porque el partido iba a disputarse en el Estadi Olímpic.

Creo que fue entonces cuando adquirí mi súper poder de barcelonés de identidad, oculta por mis imparables chanclas. En el metro no paraban de subir chavales de Barça, Barça, Barça, con algunas chicas, ellas con los nombres de Alexia o Aitana junto al dorsal. Barajé si Drassanes, la opción lógica por distancia, o Liceu, decantándome por esta última al pensar en una foto de Català-Roca porque claro, no había comentado el protagonismo de mi inseparable cámara fotográfica, un anexo a mi cuerpo.

En otra época el sacar fotos así me hubiese delatado. Supongo que me aportó pedigrí turístico. En Trieste una vez me paró un inglés, elogiándome por ser el único con cámara por esos lares.

En la Rambla podía ser anónimo, pero salir por donde Ocaña y Nazario exhibían sus travestismos me puso de excelente humor, añadiéndose mi libertad por el atuendo de seudo guiri. Las camareras de las terrazas con paella de plástico y sangría aguada me invitaban a sentarme en esas mesas, respondiéndoles con un sonoro hola de catalanísimo acento para provocar su risa.

Entrada a una tienda de artículos deportivos con Dani Alves en la puerta. | Jordi Corominas

Las fotos fueron viento en popa. Debían ser las seis y media de la tarde. El único problema era el exceso de humedad. El cielo era de un gris perfecto para Barcelona y la arboleda está muy de acuerdo con la primavera, como en las últimas ediciones del fenómeno,

Al poseerme una doble mirada, local y foránea, mis percepciones eran distintas a las rutinarias, como si la experiencia me aportara matices y la ingenuidad me concediera una primera vez, como si la Rambla fuera la de mi adolescencia, estertor de su leyenda, enterrada tras el Fórum de les Cultures, del que se cumplen veinte años en este 2024.

Observaba con mayor atención y otros ángulos detalles que antes eran arquetípicos. Los dibujantes con sus caricaturas eran muy fotogénicos por la riqueza cromática y la gestualidad tanto del negociante como de los pasantes. El horizonte de Escudellers ha sepultado de los carteles el mítico Cosmos. Pitarra y su blancura manchada brillan impecables, mientras en el arco de Arc del Teatre los pocos clientes del Cazalla dialogan y una madre ríe porque su hijo pequeño grita Viva Palestina, afirmación que secundé sin muchas contemplaciones. Todo fueron carcajadas durante esos minutos, hasta una discusión con los propietarios de un negocio de artículos deportivos en Nou de la Rambla con una foto de Dani Alves en la puerta. Les recomendé quitarlo y ellos sonreían. Sí hombre, sí, pero quítalo, que es de sentido común. Sí, sí. Quítalo, Quítalo.

Arc del Teatre. | Jordi Corominas

El monumento a los Santpere está en obras. Hacia el mar no había casi ni un transeúnte. Al lado del Santa Mónica aluciné. El retorno al pasado era una realidad. Una estatua humana arrebatadora era la indiscutida emperatriz de la conclusión ramblera. Actuaba altiva, arrogante por su belleza, extática en mis ojos por el revival, una frontera más porque hacia Colón se ha iniciado, al fin, la reforma de la avenida de avenidas condal, ahora parque temático, antes gloria interclasista.

Unas obras de este calado deben verse terminadas. Mi sensación, quizá por las chanclas, fue de mayor amplitud e inconsecuencia estética. Como estaba imbuido de un súper barcelonismo, hice un Bobby Xuclà de Vida Privada en dirección contraria, hasta lamenté la hipotética desaparición del pavimento tradicional de la Rambla, que pese a todo no sigue después de Colón, pues el Maremágnum, también en obras a lo largo de sus pasarelas, cumple con eso de los ríos que dan al mar que es el morir, pero nadie en su sano juicio asocia el alud de centros comerciales y barcos con una prosecución de la reina del mambo de nuestros coraçaos.

La señora de las gaviotas en el Maremàgnum. | Jordi Corominas

Tras terminar el Club de Lectura, muy elogiado por lo atrevido de mis chanclas, quise desengrasar los músculos con un paseo reponedor. En la Sagrera nadie reparaba en mis sandalias de Hermes. Muchos estaban demasiado ocupados en mirar abducidos sus teléfonos, mientras otros vivían la brisa de las noches raras de abril. Cuando llegué a casa, me quité esas joyas atenienses y recobré la normalidad.

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