Los espacios pueden leerse de muchas maneras. Para mí, la calle de Sant Rafael está repleta de estímulos y leyendas. Su recorrido actual va de Robadors a la Rambla del Raval. En la esquina con esta última figura una placa desde los primeros años ochenta. Es de cerámica y, por lo que se ve, fue vandalizada en más de una ocasión por las juventudes de la extinta –o no tanto– CiU, airadas contra el recuerdo del gran anarquista Salvador Seguí, asesinado en ese punto el 10 de marzo de 1923, durante los últimos coletazos del Pistolerismo.
“Lo del Noi del Sucre” es una buena introducción, sobre todo por su figura, y la rambla del Raval, inexistente durante el mayor período de gloria de Sant Rafael, rodeada de callecitas laberínticas más tarde plasmadas por Pieyre de Mandiargues en su olvidada novela La Marge, el mejor retrato en prosa del “Chino” de los sesenta, un documento único sin editor en la actualidad.

Y es una lástima, como lo es el olvido de tanta literatura por las paredes de esta calle. Robadors y sus prostitutas son memoria sentimental de muchas Barcelonas, así como de algunas ficciones de Juan Marsé. Un poco más allá, damos con el restaurante El Cafetí, preludio simbólico a nuestro viaje, antes complementado por otras dos referencias. Una no es muy famosa, pero cuando paso por el passatge Bernardí Martorell, uno de los más hermosos del Ochocientos, siempre recuerdo la lectura de La papallona, de Narcís Oller, enorme novelista de la capital catalana.
Luego, claro está, la reforma. Sant Rafael está en la frontera de la gentrificación turística del contemporáneo Raval. La plaza de Manuel Vázquez Montalbán alberga la sede de la UGT, muy posmoderna ella, rojiblanca, vistosa y poco obrera entre meretrices, turistas despistados y bancos incomodísimos.

Para solucionarlo, medio abrumado por esa pequeña explosión de pasados, acudo a otra memoria no vivida, la de El delantero centro fue asesinado al atardecer. Si a alguien le da por revisar mi hemeroteca es posible que la localice en varios artículos. Es de 1988 y en ella MVM refleja la Barcelona preolímpica como nadie entre la droga del Chino, su inminente ruina y un ambiente de transición, donde a buen seguro él degustaba el rabo de toro de Casa Leopoldo, uno de sus templos culinarios.
Este restaurante, fundado en 1929 por Leopoldo Gil durante la Exposición Internacional, no necesita presentación, aunque sí es bueno avisar de su vida eterna, en 2024 resucitada por el grupo de restauración Banco de Boquerones, empecinados en revivir esa atmosfera capaz, como reza el tópico, de aunar vanguardia y tradición entre un interiorismo fiel a los orígenes a cargo de Bárbara Lange y una carta repleta de sugerencias, ideadas por el chef Alfred Molina.

Cuando viajo al extranjero sí suelo visitar lugares con historia, mientras que en mi ciudad los tengo integrados en un recorrido común. Por eso entrar en Casa Leopoldo tiene una mezcla de pequeño con mayúsculo. Ese martes la sala principal parece más luminosa por el sol de la calle y los azulejos con motivos taurinos. Bebo una copa de blanco mientras escucho charlas muy rumorosas y llega Pepe Montfort. Luego dejamos guiar nuestro instinto gastronómico de los caprichos a las recomendaciones.
Entre los primeros no podían faltar las patatas bravas, las croquetas, una olivada sensacional y otras delicias para abrir el apetito. Las raciones son cuantiosas y nos ganan, demostrándolo cómo nos fijamos muy tarde en tener el honor de ser invitados a la mesa Manuel Vázquez Montalbán, el Virgilio de toda esa sobremesa entre el exterior y el interior.

Pepe, víctima de Sant Jordi, tiene menos hambre sin perder voracidad. En el turno de los platos más enjundiosos, yo hubiera pedido la luna. Nos conformamos con el Suquet de pescado y un rabo de toro bestial en todos los sentidos. Cuando comes así, más si en casa te han educado para dejar el plato limpio como una patena, sabe mal no comérselo TODO. Devorar a veces es cortesía y el broche, si es sorbete, mejor que mejor.
Tras levantarnos más que llenos procedimos a conocer el local, un pequeño laberinto con aroma añejo por los compartimentos más íntimos para celebraciones o tertulias en petit comité. La sala Rosa Gil tiene un color más festivo, mientras la Vázquez Montalbán viste sobria, con libros en estanterías y un armario hasta los topes de evocación.

No soy futurólogo y por lo tanto me es imposible adivinar el futuro de la nueva Casa Leopoldo. Barcelona, como la mayoría de ciudades españolas, es más bien tacaña con los sitios para recordar a todos aquellos capaces de elaborar su imaginario. Si hablamos de restaurantes y bares la lista de desapariciones es trágica porque nadie meditó en su momento sobre el daño colectivo por eliminar una identidad reconocible. Mientras escribo visualizo el Apeadero. No sé por qué aparecen las ginebras de Ferrater, quizá porque idealizo un poco a todo su grupo, pero bien, pocos sabrían situar La Puñalada de Passeig de Gràcia, así como andamos cortos en lo relativo a los bares anarquistas del Paralelo.
Si menciono esta avenida no es por casualidad al ser un caso clamoroso de renovación errónea. Muchos Ayuntamientos apostaron por renacer los fastos de las varietés con modelos propios de nuestro siglo y fracasaron. Todas esas arquitecturas tan importantes pueden adquirir otra función y así fundir el presente con el pasado, pues esa artería tiene mil posibilidades, como un tranvía para conectar La Fira y el Puerto.

Con los locales es distinto, pero muchas veces quien tuvo retuvo. El barcelonés es un ser que sólo pica en el cebo desde la inmediatez. Casa Leopoldo es un monumento y un canto a la supervivencia de un modelo que jamás existió y sí así fue quiere recuperarlo. Hablo de preservar, estimulándolos, todos aquellos negocios con mimbres para ser narradores de nuestra historia. Durante un tramo de finales del siglo pasado, más o menos coincidente con las Olimpiadas, se pusieron placas en el suelo junto a todos esos locales emblemáticos.
Cuando algunos cerraron también se esfumó esa memoria, como si fueran juntas hasta en su sepultura, como si la invisibilidad física conllevara la de su remembranza. Aquellos aún en pie son dignos de aplauso, porque asumen la dificultad de ser longevo en un mundo donde la velocidad comporta, hagan la prueba, olvidar qué comimos ayer. Si van a Casa Leopoldo quizá se encaucen hacia una senda contraria.


