Hace un par de meses, en las universidades norteamericanas comenzó una ola de acción colectiva. Rápidamente se extendió por los campus occidentales. Primero por el Reino Unido y al poco por la Europa continental. A España llegó esta ola hace unas semanas, comenzando por Valencia el 29 de abril, siguiendo el 6 de mayo en Barcelona y Vitoria-Gasteiz y, al día siguiente, en Madrid antes de extenderse como la pólvora por la geografía universitaria. Murcia, Sevilla, Salamanca, Compostela, A Coruña, Granada, Málaga, Ciudad Real, Oviedo, La Rioja, León, Jaén, Puerto Real y otros campus se incorporaron a este repertorio de acción en pos de contribuir a la lucha contra el genocidio sionista. Sus objetivos han sido múltiples, pero se han centrado de manera especial en lograr declaraciones de los órganos de gobierno universitarios y en anular las relaciones y proyectos con las instituciones académicas israelíes.

El éxito de la movilización estudiantil está hoy fuera de toda duda. Hacía tiempo, de hecho, que las universidades no se activaban con tanta energía, de manera tan combativa y transversal. Pero, además, esta misma capacidad de la causa palestina para activar al movimiento estudiantil refleja un trasfondo político de mayor calado y atañe de forma directa a la articulación del antagonismo en todo el país. Las acampadas se acabarán levantando tal y como, de hecho, se ha anunciado hoy mismo en València; primera de todas ellas. Pero las movilizaciones no solo se extinguirán. Consideradas en su propia experiencia autónoma, servirán también para que se pueda llevar a cabo una lectura de su significado político y sean proyectadas más allá del momento democrático actual como espacios dinamizadores de la cuarta ola de movilización de la democracia.

Las acampadas tienen ya un cierto arraigo en lo que se conoce como el «repertorio modular de acción colectiva» de nuestros movimientos (prácticas conocidas de antemano con las que una acción colectiva no institucionalizada puede ser llevada a cabo). Su genealogía nos remonta a principios de los años 90 y las acampadas por el 0,7 (porcentaje que por entonces se exigía fuese destinado a la cooperación internacional). La acampada reapareció más adelante, en 2001, para dar visibilidad a la lucha de los trabajadores de Sintel. Otros casos, quizá no tan vistosos como el del campamento de la Castellana, vinieron a sumarse en aquellos años de la segunda ola de la democracia. Pero si algún movimiento dejó pequeños a todos los precedentes y mostró el enorme potencial movilizador de las acampadas ese fue el 15M. No deja de ser una de esas curiosas rimas de la historia que para el décimo tercer aniversario del 15M las acampadas hayan vuelto a relanzar la acción colectiva no institucionalizada en el seno del régimen del 78.

En las acampadas contra el genocidio del pueblo palestino se condensan hoy no pocas lecciones que los movimientos han ido incorporando a su acervo durante décadas. Las acampadas se constituyen así como una extensión disruptiva, creativa e innovadora de las prácticas que amplifican las movilizaciones iniciales de los colectivos a favor de la causa palestina, ya movilizados desde el inicio del genocidio sionista tras los ataques de Hamás el 7 de octubre. En simbiosis con estos colectivos, intelectuales, periodistas y otros portavoces de la solidaridad con Palestina, las acampadas han logrado marcar un antes y un después en la esfera pública.

He aquí un primer factor, particularmente valioso, que aporta a la causa el movimiento estudiantil; a saber: la ampliación de alcance social y mediático que ha reforzado desde los campus y las calles la presión sobre el gobierno. Sin este movimiento combinado con una estructura de oportunidad política favorable como es la sucesión de elecciones en que estamos inmersos difícilmente podríamos entender el impacto sobre la acción de gobierno que pronto culminará en el reconocimiento del Estado palestino. Sucede así que en el horizonte de las elecciones europeas más en concreto, el Gobierno Sánchez ha visto en la causa palestina un punto de apoyo fundamental para su política exterior y ya de paso, para mejorar sus expectativas en las elecciones europeas.

Además, las acampadas en las universidades constituyen una forma de acción colectiva que expresa, a la par que se alimenta, de la potencia movilizadora cognitariado precario. Estar acampado no deja de ser una forma de expresar la propia precariedad y contingencia de la vida estudiantil que antecede a su incorporación al mundo laboral. En el tránsito de la adolescencia a la vida adulta, el estudiante acampado aún dispone del margen para constituirse como una subjetividad temporalmente libre de las ataduras a las que será sometido por el mercado laboral. Para una generación que deberá esperar años antes de disponer de una vivienda propia, estar acampado no deja de ser toda una metáfora de lo que les espera y la demostración por adelantado de su capacidad de resistir. Esta condición nómada del estudiantado resulta irreductible a los dispositivos de captura y sujeción política que en estos días expresan las campañas electorales.

Y es que las acampadas nacieron, en tanto que zonas temporalmente autónomas, con fecha de caducidad. La propia lógica cíclica del movimiento estudiantil lo indica. Saben sus activistas por experiencia propia lo complicado que resulta movilizar en tiempo de exámenes y vacaciones. Por más que el Estado de Israel no vaya a acceder en su voluntad de exterminio durante los próximos meses, lo cierto es que el estudiantado es consciente que tendrá que afrontar el fin de curso con sus exámenes y vacaciones.

Esto no excluye que a su regreso en septiembre no se puedan reactivar las acampadas. Sin embargo, esta circunstancia también adelanta unas condiciones políticas que interesan a partidos y gobierno ante la que las acampadas definirán su futuro a medio plazo. Por suerte para los primeros, las elecciones europeas facilitarán el cierre de la estructura de oportunidad inaugurada hace meses, con las elecciones gallegas. Y si bien es cierto que la situación política seguirá siendo inestable debido a la ausencia de mayorías absolutas en el Parlament y en el Congreso, tampoco deja de ser previsible que las movilizaciones se van a encontrar el parón del fin de curso.

Aunque la motivación de las acampadas no tenga que ver directamente con el contexto de crisis institucional del país, la lucha en y desde los espacios universitarios se encuentra inscrita en la misma coyuntura que dio comienzo el 23 de julio pasado y que no cabe esperar que sea modificada hasta que se hayan celebrado los comicios europeos y estabilizado los alineamientos políticos de la legislatura. En este sentido, cabe esperar que las europeas sean una convocatoria que refuerce la lógica bipartidista con el PSOE y el PP como grandes ganadores y la derecha con el movimiento pendular a su favor.

A pesar de ello, desde el 23J la política de los partidos en España atraviesa una fase de turbulencias que se encuentra lejos de haber sido bien resuelta. Esta inestabilidad institucional resulta de la tensión entre dos tendencias opuestas: en una dirección opera una voluntad restauradora de los equilibrios habituales del régimen (volver a los bipartidismos del 78); en la dirección opuesta encontramos la crisis, acaso ya terminal, de los actores que desafiaron durante la pasada década la vigencia del marco constitucional (partidos independentistas, Sumar y Podemos).

Bajo estas condiciones, la activación política de la ciudadanía, en general, y del estudiantado universitario, más en particular, prefigura la irrupción en escena de un actor imprevisible contra el que todos los partidos se conjuran por uno u otro motivo. Entre las izquierdas por su temor inconfesable a que se repita un desbordamiento semejante al 15M en un contexto a la defensiva del gobierno de coalición en Madrid (y de previsible minoría socialista en Barcelona). En las derechas, por el riesgo de que su apuesta inicial y explícita a favor del Estado israelí se vuelva en su contra al visibilizar ante la ciudadanía una barbarie que supera cualquier connivencia pasiva de su electorado. Como quiera que sea, las acampadas se están afirmando como un notable ejercicio de autonomía del movimiento frente a la heteronomía partitocrática que el régimen impone por defecto.

Así las cosas, estos días nos encontramos a punto de entrar en una fase crítica para la política de los movimientos luego de una larga serie de ciclos esporádicos, inconexos y a la defensiva que no han podido evitar el declive de la ola de movilizaciones que arrancó con los años diez. Por primera vez en tiempo podrían darse las circunstancias que requiere un punto de inflexión en la tendencia descendente. Si el movimiento de las acampadas alcanza a mutar el repertorio; si logra encontrar acomodo en las redes de solidaridad con Palestina fuera de las universidades y es capaz de realizar al mismo tiempo en la más tediosa labor de sostener la vigilancia sobre el cumplimiento de los compromisos adquiridos con los rectorados, en ese caso podríamos asistir a la aparición de alianzas dentro y fuera de las universidades, siempre al margen de la partitocracia, que podrían conectarse con otras movilizaciones en marcha o por venir.

Puestos a ser optimistas de la voluntad, pero sin dejar de atender a la realidad con el pesimismo de la razón, los primeros indicadores de esta eventual dinámica cíclica y sinérgica de la contienda ya han aparecido en escena. Las confluencias entre las acampadas y los sindicatos de vivienda, las organizaciones antiracistas y otras redes articuladas de los movimientos anuncian una potencia de agregación mayor de lo que en un principio se habría podido intuir. Esta es una variable bien conocida de la dinámica cíclica de la contienda y presagia la eventualidad de un cambio de tendencia.

Por descontado, todo está aún por hacer, pero ya ha empezado. Y entre tanto hay también una generación estudiantil que está consiguiendo resignificar la universidad como un espacio de politización. Luego del brutal impacto psíquico del COVID se trata sin duda de una noticia excelente para el futuro de la democratización y la reversión de la tendencia autoritaria en las que el derechismo ha sumido la política de los últimos años. Hora es de dar todo el apoyo y ceder el protagonismo a esta generación para que pueda realizar su experiencia y con ella mostrarnos otros modos de pensar y hacer.

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