Vista de una de las calles del barrio del Turó de la Peira. Foto: Jordi Corominas

Una de mis obsesiones más típicas es la de delimitar bien las fronteras de los lugares. Durante la serie dedicada a Vilapicina, como antes con La Jota, he insistido mucho en cómo este territorio, con identidad propia, pertenece a Nou Barris por un capricho de los ochenta muy Conferencia de Berlín de 1885 y su repartimiento de África a base de líneas poco consecuentes.

Las diferencias entre zonas pueden percibirse con relativa facilidad desde la observación de calles y edificios, válidos asimismo para captar perversiones anómalas, casi siempre perpetradas por constructores y urbanistas sin respeto alguno por el pasado, víctima de un sediento afán de lucro.

Vilapicina tiene la suerte, pese a todos los obstáculos estéticos surgidos a partir de la segunda mitad del siglo XX, de tener una morfología muy nítida pese a las alteraciones. El problema no emerge tanto en su lado Maragall, sino en la parte hacia Fabra i Puig, donde, más a o menos desde la riera d’Horta/Cartellà, apreciamos cómo la uniformidad destaca por su ausencia en medio de una batalla silente y jamás terminada.

El lado mar del tramo de Fabra i Puig en su zona pròxima al barrio del Turó de la Peira. Foto: Jordi Corominas

Se trata de la establecida por los distintos sedimentos urbanos. Me gusta mucho dejar atrás la riera d’Horta y subir por Petrarca hacia Fabra i Puig. Todas las fincas tienen un aire a los sesenta y principios de los setenta. La senda, aún producto de la herencia agrícola y las típicas aguas, toma otra forma mientras aumentan los porcentajes orográficos.

En el cruce con Espiell es magnífico mirar a los cuatro puntos cardinales. La calle termina de modo abrupto por culpa de la horrible avenida hegemónica, mientras en la otra punta aún puede atisbarse la lógica previa de todos estos metros, antes la continuación del carrer de Vilapicina para alcanzar el pueblo de Horta.

Hace poco más de medio siglo se decretó desde los despachos asesinar al pequeño mundo antiguo de estos aledaños para consumar la extensión de Fabra i Puig. Lo peculiar de la operación es evidente en muchos puntos de su recorrido. En este tramo cercano a Horta, además de casi llorar por la fealdad de los bloques de ese ancho autopista amparado por Porcioles, asombra la inconsecuencia de sacar partido en desniveles tan colosales mediante una serie de escaleras más bien indecentes, sobre todo las de acceso al mayor despropósito de todos: El barrio del Turó de la Peira.

La estratificación de bloques en el Turó de la Peira. Al fondo, el Carmel. Foto: Jordi Corominas

Esta colina, una de las siete de la capital catalana, tiene muchas simbologías. Una de ellas consiste en cómo sí es un tope natural entre distritos. Tras su cima, siempre desde nuestra posición, se halla el único polígono íntegro de casas baratas condal, el de Can Peguera, con una renta per cápita bajísima, preservado de hipotéticas piquetas y antípoda de lo perpetrado entre 1953 y 1961 por el empresario Román Sanahuja Bosch, paroxismo de cómo el Franquismo no tuvo contemplación alguna a la hora de dar viviendas en pésimas condiciones a miles de ciudadanos de clase humilde.

La comparación entre ambas iniciativas es escandalosa pese a compartir más de un parámetro. El polígono de 1929 nace de la urgencia por dar mínima solución al alud migratorio durante la Dictadura de Miguel Primo de Rivera, época de enorme boom edilicio. Sin embargo, lo interesante es que el conjunto aún es de casas de planta o a lo sumo de planta y piso. Su estructura configura un pueblo humano donde aún hoy en día existe una singularidad cotidiana, mucho más de sacar la silla a la calle, pues la mayoría de pisos no sufren ningún tipo de afectación por los vehículos de dos y cuatro ruedas.

El broche a la urbanización de Can Peguera fue convertir el turó de la Peira en parque público en 1936, pocos meses antes de la guerra. El conflicto supuso una leve tregua, hasta la estrepitosa irrupción de Román Sanahuja Bosch, el último apellido para distinguirlo de sus herederos.

Las Escales d’Erta, un acceso al barrio del Turó de la Peira. Foto: Jordi Corominas

El personaje, que aviso nos traerá de cabeza durante las próximas entregas, vio la luz en Vila-Sana, cerca de Mollerussa, en 1907 y falleció noventa años más tarde en Valldoreix. De una localidad a otra hay toda una historia. La suya suele cimentarse, nunca mejor dicho, a través de una traumática orfandad, forja de un carácter con talento para las obras, hasta ser uno de los mayores promotores inmobiliarios tras la victoria franquista.

Desconozco el origen de su fortuna, con cierto tufo a lo incierto de los años cuarenta. El caso es que con el debut del siguiente decenio debió leer bien la situación. Todas las proximidades a Fabra i Puig estaban en plena ebullición. El barrio del Congrés Eucarístic era una punta de lanza más sólida si cabe por el espantoso polígono de Torre Llobeta, levantado poco casi en simultaneidad con el evento de 1952. Quedaban muchos cincuenta por delante; la liquidación del universo rural en la encrucijada de Virrei Amat era algo más que apetecible.

El gran beneficiado fue Román Sanahuja Bosch, quién se adjudicó, de modo más bien irregular, la panacea de crear de la nada una bestia de casi cinco mil viviendas y hasta veinticinco mil habitantes en una urbanización proyectada por Josep Canela Tomás, quien la ultimó en tiempo record gracia al milagro propiciado por Ciments Molins, pionera en la introducción nacional del cemento aluminoso, más caro, aunque de rapidísimo secado para esa suma de pantallas, pues otra idiosincrasia de la Peira es su ser tapón de tapones, invisible desde Fabra i Puig y estratificado en su tejido interior para negar la vegetación.

Quien pasee por esta barriada,  con más de un tercio de nativos migrantes, podrá fijarse en un montón de minucias. Camino y no hago ascos a las angulaciones que me ofrece la ruta, pues al fin y al cabo la arquitectura del primerísimo franquismo, con coletazos hasta los sesenta, nunca me ha resultado fea y defiendo con viveza su divulgación para aprehender mejor las etapas barcelonesas. Sus fachadas, desnudas y bicolores, saben trazar bien una belleza muy modesta y a priori no tenemos sensación de hacinamiento, más tarde insultante en un rincón muy específico con vistas al Carmel.

El problema de todo este enjambre es la calidad constructiva. La pesadilla, bien intuida por muchos vecinos, sólo debía explotar. Lo hizo el 11 de noviembre de 1990 y desató una caja de los truenos preolímpica jamás solventada del todo porque determinados debates pueden realizarse sólo a ratos y en sordina.

Foto aérea de 1965. 1 es el polígono del turó de la Peira, 2 es el parque del Turó de la Peira, 3 Can Peguera. Verde es passeig Maragall, azul Cartella/Riera d’Horta y en Amarillo se marca Fabra i Puig. Foto: Jordi Corominas

 

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