Cuando abrieron las puertas de la Pandemia pude recuperar el placer de viajar por Europa. Cuando aterrizo en Alemania siempre tengo las mismas sensaciones al pasear por sus ciudades. En primera instancia sucumbo a una especie de desorientación provocada por la inmensidad del espacio. Después de localizar los hitos del lugar toca adentrarse en la totalidad. Cuando me sumerjo en la misma adquiero unos rudimentos de constancia y comprensión.
Las últimas experiencias han sido en urbes muy distintas, coincidentes en ser potencias por sí mismas En Colonia pude moverme con garantías mediante rutas en las que el Rin tenía escasa relevancia porque el centro peatonal discurre ajeno al gran río, con los coches en un anillo, fantástico para olvidarlos, no como en Hamburgo, donde, sin embargo, tampoco eran ninguna molestia, quizá por la brillante armonía entre pasado y presente.

La ciudad estado hanseática es una de las micas ricas del Viejo Mundo y constituye un paradigma entre su reconversión moderna con su puerto siempre en la cina y un entorno idóneo para el peatón, embobado con las arquitecturas de nuestro siglo. Me llamaron mucho la atención algunos datos, entre ellos el de su población, superior a Barcelona en algo más de doscientos mil habitantes, septuplicándola en quilómetros cuadrados.
Esto no es nada extraño, sino más bien la norma a causa de la desproporcionada densidad poblacional en toda nuestra área metropolitana, con muchas millas de oro a la cabeza de esta estadística continental y la frontera de l’Hospitalet como un mal trago arquetípico.
Ello no impide concebir planes para hallar enclaves en los que construir vivienda de primera mano, cada vez más escasos y desde mi punto de vista una soberana insensatez, pues las apariencias pueden engañar, pero si luego nos quejamos de los muchos turistas también es por la misma densidad desde otros parámetros. Podríamos haberla remediado durante la refundación olímpica en barrios como el Poblenou, quizá el sector más claro de cómo jamás se dudó a la hora de implantar más y más inmuebles bajo la excusa de aberturas al mar.

Mi última estancia germánica ha sido en Stuttgart, de seiscientos mil habitantes y una superficie dos veces la condal. Mientras andaba me surgieron bastantes meditaciones sobre esta cuestión porque su núcleo duro se concentra en un espacio muy reducido, fundamentado por una vía comercial, la Konigstrasse, un ágora primordial, la Neues Schloss, y un anexo en la Schillerplatz, con la Colegiata a pocos metros.
Después arriban las dudas. ¿Hay vida más allá del meollo? Sin duda, es más, lo recomendable es perderse en sus márgenes, muchos de ellos rodeados de un verde natural. La capital del Lander de Baden-Wurtemberg goza de 5000 hectáreas de parques y jardines por los 2784 de Barcelona, entusiasta en vendernos un prodigio cuando el verdadero milagro de sus últimas propuestas es la búsqueda por revertir un desastre de asfalto forjado no solo durante el Franquismo.

En Stuttgart la palma es para dos antiguas residencias con un sinfín de extensión para el ocio. Solitude y Rosensein, cada una a un extremo de la ciudad, nacieron entre el último tercio del siglo XVIII y el primer cuarto del Ochocientos. Su trascendencia radica en cómo las posesiones señoriales pasaron a la ciudadanía, feliz por cumplir con el rito de una distracción al aire libre con la única norma del respeto a lo público, algo que en Barcelona sólo ha empezado a imitarse con el nuevo parc de les Glòries, con sus sillas a salvo de vandalismos, no como en la Ciutadella, proverbial durante años como desastre, aumentado por el abandono hasta no hace mucho, al fin se han puesto las pilas, de su valiosísimo patrimonio proveniente de la Exposición Universal de 1888.
Nuestra protagonista de estos párrafos no requirió de un evento internacional para ampliarse desde la coherencia y los jardines de Rosenstein son un pasillo de lagos artificiales, arboledas para correr entre el canto de los pájaros, campos de fútbol, recreos infantiles y libertad infinita para los adultos.

Los parques pueden ser pasarelas hacia lo urbanizado, espacioso y esponjado, como en el barrio de Weissenhofsiedlung, erigido en 1927 por diecisiete arquitectos, entre ellos Le Corbusier, Gropius, Van der Rohe o Behrens, enfrascados en resolver con dignidad el trance de la vivienda para las clases humildes en un marco único de legado más que revolucionario y una guinda en las cercanías del río Neckar, evolución a toda la serie de viviendas del Jugendstil teutón en la zona contraria, en dirección a Solitude.
Mientras paseaba iba preguntándome minucias mientras repasaba a toda velocidad fotos de la periferia condal. Si hubiéramos querido podríamos haber hecho lo mismo, no desde castillos, sino desde masías. Preferimos, en pasado y presente, tirar de ladrillo y no diré eso de así nos va, simplemente la diferencia es brutal y algo alarmante, sobre todo desde el empecinamiento de las autoridades, sordas a los avisos sobre lo extremo de potenciar más la gallina de los huevos de oro de los visitantes porque, en esencia, aquí no abe mas gente.
En Barcelona, donde llevamos ya un año sin un gobierno con una mayoría para trabajar con calma y garantías, se sueña con más y más pisos para conjugar el sambenito de lo público y lo privado, un absurdo paliado con sensacionales anuncios. Si sales fuera, algo siempre imprescindible, te das cuenta cómo la perpetua invención de la sopa de ajo cae por su propio peso, desde las súper islas hasta los semáforos de Mortadelo y Filemón, el máximo logro de Jaume Collboni como alcalde, hasta el instante un mero ejecutor de las obras de la anterior legislatura, entre las que sobresalió de cara a la galería la Biblioteca García Márquez, ensalzada por su diseño, los premios recibidos y su ubicación periférica.

En Stuttgart la Biblioteca Cívica, rubricada por el arquitecto coreano Eun Young Yi e inaugurada en octubre de 2011, no es sólo conocida por su iluminación nocturna y su cuádruple fachada como un cubo de Rubik de blanca sobriedad por las mañanas. Tras el corte de cinta se ha limitado a cumplir su función y a recibir a muchos curiosos, entusiastas con ese interior tan diáfano y bastante más fácil de mantener que tan publicitado templo de San Martí, una tapadera espectacular para disminuir la precariedad de muchas de sus hermanas de la red pública, con menos presupuesto y cero altavoces.
El absurdo barcelonés, propulsado a los altares por una mercadotecnia cada vez más provinciana, es detectable en tonterías y seriedades, ambas aplaudidas por la focalización del discurso en el ombligo, causa de la exageración con, sin ir más lejos, atracciones homologadas en toda Europa para los más pequeños o el verde de las súper illas, nuestra versión de un fenómeno transnacional sin tanta estridencia ni polémicas. Me pregunto qué pasaría si alguien se preocupara por cotejar lo realizado en otras latitudes como Turín, perfecta por la forma de afrontar la reconversión industrial, Milán, con su BAM de la Expo 2015 aún como un modelo para rehacer nuestro Fórum, o Copenhague y su arquitectura del siglo XXI con suficientes mimbres para crecer fuera de los ejes de antaño.

Debatir siempre es positivo, más si es sin prisa y voluntad de entender los cambios como procesos. La desenfrenada velocidad para obtener el éxito no debería ofuscar a los responsables, pues se trabaja para la ciudad, no para los titulares Por otro lado, la palabra Proceso comporta un progresivo moldearse, del nacimiento al estallido.
Sin ir más lejos hace dos semanas una amiga en Bologna me hablaba con preocupación de estas metamorfosis, según ella peligrosas por convertir los centros en oasis para el turismo y el comercio. Uno de los dilemas de esta operación, no en todos los lugares, parte de si con ellas se relega a los habitantes.

A priori no debe ser así, máxime si se procede a un paso no muy del gusto de nuestros mandamases: la creación de entornos peatonales debe acompañarse de un plan integral para proteger el patrimonio barrio a barrio para así aprehenderlos y analizarlos desde una objetividad humana, no bajo las divisas emanadas por el Mercado, en general bastante reacio a reflexionar sobre los espacios desde su Historia pasada y sus requerimientos para la contemporaneidad, a buen seguro exentos, bastaría encuestar a los vecinos, de tanta ansía gentrificadora porque el sueño de cualquiera de nosotros es vivir como dios manda y no ser expulsados de nuestras patrias chicas por el afán de enriquecerse de los promotores en su alianza con la municipalidad.
Esto en nuestros parajes sería una excelente oportunidad para replantear el futuro. Tenemos un mal tremendo con la densidad, Milán tiene menos habitantes y asimismo nos duplica, aunado a la manía económica de las dos tes catalanas: totxo y turismo. Esto conlleva un modelo insostenible. Aplicar un plan patrimonial, una utopía tal como funciona el cotarro, daría un respiro a la pesadilla porque la prosecución de políticas neoliberales plasmadas por fuerzas supuestamente progresistas sólo puede ahogarnos desde una aceleración desesperada, como si cada día debiéramos acumular menciones para superar un no manifestado, si bien evidente, complejo de inferioridad.

Josep Pla dijo aquello de cómo no podemos ser Suecia porque en Cataluña no hay de eso. En Barcelona, auténtica torre de Babel, alguno habrá y tampoco les pediremos consejo, así como tampoco queremos mutar en alemanes. Sólo se trata de mirar más afuera para racionalizar la ciudad y hacerla más habitable para sus residentes, en general desconocedores de los aspectos vertidos en estas páginas.


