No hace muchos días una lectora me dijo que apreciaba mucho cómo las Barcelonas hacen hablar a las calles y los muros. No, amiga, no soy yo, todos esos elementos hablan solos y me facilitan las investigaciones, a veces por desgracia, pues determinadas historias sería mejor no contarlas desde su inexistencia.

Pero ocurrieron, y por eso mismo conviene recordarlas. Eran las tres y cuarto de la madrugada del domingo 11 de noviembre de 1990. Había llovido muchísimo todo el fin de semana y, según los bomberos, las filtraciones de agua causaron el hundimiento de las vigas correspondientes a los comedores de la cuarta planta de la finca sita en el 33 del carrer del Cadí, una de las cinco mil del barrio del Turó de la Peira.

Placa de vivienda en el nº31 de la calle del Cadí. | Jordi Corominas

Ana Rubio, de 55 años de edad, falleció al salir de su estancia, ir al salón y caer por un socavón del suelo. Su marido Mariano Sánchez, de 68 años, corrió mejor suerte pese a ser ingresado, como otros vecinos, en la sección de traumatología de la Vall d’Hebron.

La prensa de la época se hizo eco de la noticia y recogió como tanto la asociación de vecinos como el Ayuntamiento apuntaron ipso facto al constructor Román Sanahuja Bosch, el gran beneficiado de esa operación emprendida entre 1953 y 1961 en un lugar agreste para la construcción de una barriada, precaria desde sus mismísimos cimientos.

El problema generador del desastre era el cimento aluminoso. La empresa Ciments Molins fue muy vanguardista en su campo al usar este material, velocísimo en su secado, pues en sólo 24 horas lograba lo que el Portland en 28 días. El aluminoso reinó durante una larguísima década, hasta su definitiva prohibición en 1977, demasiado tarde para impedir tragedias, por lo demás alentadas porque la prevención tras aprobar el veto brilló por su ausencia.

Quizá en ese instante de incertidumbre posterior a Franco era mucha la ilusión por la incipiente Democracia y poco el conocimiento de lo oculto en esa herencia recibida, envenenada en más de un matiz.

La calle del Cadí en el Turó de la Peira. | Jordi Corominas

La aluminosis había golpeado años atrás. El 24 de febrero de 1962 se derribó una fábrica de sederías en el carrer de l’Escorial, con el resultado de seis trabajadores muertos. En 1972 un inmueble de la Vila de Gràcia se vino abajo, muriéndose cuatro inquilinos. En 1989 la escuela Rius i Taulet junto a la plaça Lesseps debió ser desalojada, trasladándose temporalmente a les Llars Mundet. Ese mismo año, el 21 de julio, un bloque de cinco pisos en el carrer Progrés de Badalona se hundió por la enfermedad del hormigón.

En el resto de la Península Ibérica el hito más célebre del horror fue la precariedad del Estadio Vicente Calderón, junto al río y un sinfín de circulación automovilística. Si volvemos a nuestro protagonista, el Turó de la Peira, la resolución fue más bien negativa. En noviembre de 2015, veinticinco años después de los hechos, la periodista Laura de Andrés publicó en la editorial de la UOC el libro Vides apuntalades, un trabajo documental más que notable donde explicaba con pelos y señales todo el proceso derivado de esa madrugada en el 33 del carrer Cadí.

Hacía décadas, casi desde la conclusión de las obras, que los vecinos se quejaban del pésimo estado de sus propiedades. Tras la hecatombe no se sintieron seguros en sus pisos, pero lo peor estaba por llegar. Sanahuja se fue de rositas, debiéndose tirar al suelo once manzanas con ciento cuarenta y dos edificios, reemplazados por cincuenta y cuatro nuevos. Las rehabilitaciones debieron ser pagadas por esos damnificados humildes, algunos de ellos hipotecados cuando creían haber solventado esta cuestión hasta el fin de sus días. Si el Turó de la Peira de 1990 tenía veinticinco mil habitantes; en 2024 cuenta con nueve mil menos y uno no debe ser muy inteligente para averiguar el porqué. Ese barrio, perdonen mi rotundidad, jamás debió haberse erigido.

Peluquería en la calle del Cadí. | Jordi Corominas

Este relato tiene dos ejes. Uno lo abordamos durante todos estos párrafos. El otro ha quedado sepultado en la papelera del recuerdo. La proclamación de Barcelona como sede Olímpica el 17 de octubre de 1986 supuso una refundación y una sobredosis de amor propio en todos los habitantes de la capital catalana. ¿Todos? No, y no repetiré de lo de la aldea gala de Astérix, aunque durante el periodo previo a los Juegos se notaba demasiado esa sensación de fin de era para abrazar el caos global del mañana. Esto a nivel local se transmitió en cómo muchos barrios del área metropolitana se rebelaron contra la desidia de los gobernantes, felices con el embrión de nuestra contemporaneidad barcelonesa, la postal y la marca por encima de todo, mientras proseguían carencias queridas por el Franquismo, como la ausencia de equipamientos en muchas zonas, no resuelta al 100% durante la Democracia.

En ese intervalo el Besós hizo su intifada, borrada de la memoria colectiva por exigencias del guion. En 1984 se inauguró en el carrer Torrent de l’Olla el fenómeno de las okupaciones, no sólo por moda proveniente del norte de Europa, sino por una necesidad acuciante de dormir bajo un techo, algo vigente en la actualidad, donde lo de tener cuatro paredes para desarrollar una vida normal es quimérico para una inmensa mayoría.

El segundo foco es el de la misma aluminosis. El affaire de Cadí 33 impulsó una investigación más a fondo para comprobar, según el informe de la Generalitat, que el 53% de los pisos construidos en Catalunya entre 1950 y 1970, en coincidencia con un incremento poblacional de dos millones por la inmigración, se hicieron con cemento aluminoso, trece mil de ellos en Barcelona, casi todos ellos repartidos en barrios de los márgenes como la Trinitat Nova, La Pau, el Polvorí de Montjuic, La Guineueta y Sant Martí, a los que debemos añadir otros sectores de Santa Coloma de Gramanet, L’Hospitalet de Llobregat, Salt y Sabadell.

Entrada en el Turó de la Peira en Fabra i Puig con Teide. | Jordi Corominas

Cuando paseas esta primavera por el Turó de la Peira es fácil admirarse por cómo la fachada omite todos esos daños. Tres décadas y media son un suspiro en la Historia, así como ocho años para sacarse de la manga un barrio en medio de una elevación montañosa son un record. Sanahuja y Molins eran mentes avanzadas a su tiempo al privilegiar la velocidad a la calidad a sabiendas que, al ser poderosos, poco o nada les podría pasar pese a tener bien claro el factor delincuencial de sus promociones.

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