La amnistía es producto de una particularísima correlación de fuerzas en el Congreso de los Diputados que surgió de los resultados de las elecciones del 23 de junio del año pasado. El mismo Pedro Sánchez que afirmaba poco antes de las elecciones que “Este gobierno no va a aprobar nunca la amnistía, porque desde luego no entra ni en la legislación ni en la constitución española”, ponía el freno de mano y daba un giro de 180 grados a su discurso al ver que, o pasaba por el aro y aprobaba la amnistía, o se quedaba sin los votos de Junts per Catalunya necesarios para continuar habitando en la Moncloa.
La vida da muchas vueltas, pero la de Sánchez lo hace a un ritmo tan vertiginoso que marea a todos los que tiene a su alrededor. Aunque él, situado en el centro del huracán, se mantiene en pie, intacto. Para evitar cualquier daño añadido, sin embargo, el presidente de España se ha ausentado del debate parlamentario previo y solo ha aparecido en el momento de la votación.
Sin embargo, la amnistía no se entiende solo desde la lógica instrumental de los partidos políticos. Es una ley que se enmarca dentro de lo que los ilustrados renacentistas llamaban “razón de estado”, una doctrina de pensamiento que implica que, en situaciones de crisis o de emergencia, el gobierno puede decidir aplicar medidas excepcionales para preservar el Estado, aunque estas puedan ser controvertidas desde un punto de vista legal o ético. Esta doctrina ha sido utilizada a lo largo de la historia para justificar acciones como la suspensión de derechos civiles, el espionaje interno, la guerra, u otras medidas extraordinarias que se consideran necesarias para proteger el interés nacional. Como la amnistía.
Porque la amnistía es una ley excepcional. Es una ley de Estado, una ley de orden que va más allá de la excepcional correlación de fuerzas que la ha permitido. Hoy se aprueba, pero el camino para su aplicación es aún largo y, en cierto modo, incierto. El problema principal es uno reconocido por la derecha y por la izquierda, aunque por motivos contrarios: el poder judicial no encarna la razón de estado sino el de la protección de sus propios intereses corporativistas en colusión con los diferentes sectores de la derecha política. La no renovación del Consejo General del Poder Judicial como símbolo de esta fractura inoperativa de uno de los principales poderes del Estado, eco de las “dos Españas” de las que hablaba Machado. Y, a pesar de ello, la amnistía ha sido posible. Pero el camino a recorrer es largo.
Los magistrados y la razón de estado
Es poco probable que una vez la normativa entre en vigor y mientras se esté revisando, los magistrados —siguiendo las indicaciones de Aznar (“el que pueda hacer, que haga”)— hagan todo lo que esté en sus manos para detenerla. En todo caso, la suspensión del procedimiento por cuestiones prejudiciales o de inconstitucionalidad, “no impedirá” el levantamiento de las medidas cautelares. Cuando la amnistía se publique en el BOE, los magistrados tendrán dos meses como máximo para aplicarla y las decisiones se deben tomar de manera “preferente y urgente”. Si algún magistrado concluye que la amnistía no se puede aplicar a un caso concreto, se podrán presentar recursos contra la decisión. Y eso es bien probable que acabe ocurriendo. También se podrán presentar cuestiones prejudiciales en Europa (que también serán presentadas) para resolver algunos de los casos más peliagudos y, sobre todo, más difíciles de defender de cara a terceros, como las acusaciones de malversación por el referéndum del 1-O. También se presentarán recursos de inconstitucionalidad por los supuestos casos de terrorismo por Tsunami Democràtic que afectan a Puigdemont y Rubén Wagensberg. Isabel Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, ya ha sido la primera en anunciar que así lo hará. La cosa, en todo caso, va para largo. No se espera una resolución de los casos hasta pasados, como mínimo, medio año. Y para aquellas cuestiones que sean estudiadas por el TJUE se alargarán aún más, ya que deberán abordar las cuestiones prejudiciales que se presenten.
Cataluña y España, amigos para siempre
¿Resuelve la amnistía el problema catalán? Por supuesto que no. Pero seguro que lo alivia. La amnistía es, para el independentismo, un premio de consolación que le permite recuperar un poco de autoestima. Y para el Estado español, sobre todo de cara al exterior, le supone un cierto lavado de cara de aquellas vergonzosas imágenes de octubre de 2017 de las porras y las pelotas de goma. La amnistía rebaja la inflamación —y es en este sentido que la amnistía es coherente con la razón de estado—. El problema “catalán”, así como el problema vasco, es también problema español. Y por ahora es un problema irresoluble porque la solución democrática, la del referéndum de autodeterminación, no está disponible en el catálogo.
Quizás en la década siguiente el independentismo catalán habrá aprendido que sin el apoyo de aquellos favorables a un referéndum que quieren permanecer en España nunca podrán sumar una mayoría suficiente para negociar con el Estado. Y quizás el Estado habrá aprendido que si quieres ser amado, la elección siempre es más poderosa que la imposición. Lo bonito de la historia es que aún no se ha escrito. Esto permite imaginarse escenarios que, en un primer momento, son muy difíciles de creer. Como la amnistía.


