Tras los complicados resultados del 12M, la pregunta del momento político catalán (aunque también del español) sigue pendiente de respuesta: ¿habrá un gobierno de Salvador Illa o se repetirán elecciones? De no ser así, ¿podrá durar la legislatura en el Congreso o también se precipitará este hacia una nueva convocatoria electoral? Y en esa tesitura, ¿ganarían PP y Vox sus pronósticos? ¿Estamos necesariamente entrampados en ese horizonte sin salida?
Durante la pasada década, Catalunya fue el epicentro de la crisis de régimen y, aunque hoy parecen quedar atrás los mayores riesgos de inestabilidad, lo cierto es que la fragilidad de los equilibrios políticos podría dar al traste con la estrategia restauradora de los gobiernos de Sánchez (en solitario o en coalición). La lógica por defecto del régimen apunta sin duda hacia la recuperación de los equilibrios previos a su crisis. Pero también hay otros indicadores que se resisten a dicha lógica.
Al despertar de las elecciones, la crisis del régimen seguía ahí
En la primera mitad de la pasada década, dos grandes procesos de movilización popular, el 15M y el Procés, desencadenaron la peor crisis del régimen desde su instauración. En apenas unos años, el bipartidismo del PP y el PSOE, pilar básico de la gobernabilidad, se fue al garete. Del 83,8% que se reunía en vísperas del 15M caería al 45,4% en las elecciones que se habrían de repetir en 2019. Entre tanto, el encaje de Catalunya se hacía imposible y el independentismo optaba por pisar el acelerador y forzar la máquina al extremo de la secesión unilateral. Con ello solo conseguía favorecer la aplicación del 155 y la suspensión del autogobierno catalán. A las puertas de la tercera década del siglo, el régimen se encontraba en sus mínimos históricos de legitimación popular.
Pero que un proceso destituyente tenga éxito, como fue el caso, solo nos habla de la separación que se abre entre la constitución formal del régimen político (la Constitución Española del 78) y la constitución material de la sociedad (el colapso neoliberal de 2008 en adelante). En la década actual, esto se pondría en evidencia con la multicrisis global en la que aún estamos inmersas sin remedio aparente. Primero fue el covid, en 2020, una crisis biosanitaria de dimensiones nunca vistas y que a veces parece que no hubiese tenido lugar. Acto seguido, fue la intensificación de la guerra global permanente, ese estado en el que la política se lleva por otros medios y es un eco lejano para los países ricos, aunque en ocasiones se presente inesperada en televisión y con duros efectos presupuestarios. Con esta crisis bélica llegó también la crisis energética y social, una economía inflacionaria y los costes de vida disparados, ante los cuales el neoliberalismo implementado desde los ochenta nos ha dejado desprotegidos. Y por si todo esto fuera poco, los efectos acumulados por el desarrollo capitalista desde tiempos de la Revolución Industrial han empezado a mostrar sus devastadores efectos climáticos.
No hay camino de regreso al 78
Ante esta multicrisis en la constitución material queda fuera de duda que, de no haber tenido un gobierno de coalición progresista, la situación sería mucho peor; no digamos ya de haber gobernado el Partido Popular con Vox. Desde la moción de censura de 2018, sin embargo, la coyuntura ha cambiado y, en el terreno de la constitución formal, la multicrisis no está encontrando una traducción política. Más bien al contrario, poco a poco el bipartidismo ha ido recuperando posiciones. En las últimas elecciones generales del 23 de julio el Partido Popular y el PSOE reunían ya el 64,7% de los votos; de menos de uno de cada dos a prácticamente dos de cada tres.
A nivel autonómico y local, en líneas generales, se ha venido verificando esta misma tendencia de recuperación del bipartidismo del 78. A pesar de ello, como hemos podido verificar en lo que va de año electoral, Galiza, Euskadi y Catalunya han puesto en evidencia que seguimos lejos de recuperar los equilibrios de antaño. En Galiza, el PSdeG ha obtenido sus peores resultados históricos y el bipartidismo sigue en mínimos. Además, la tendencia bipartidista no la protagonizan los dos partidos de toda la vida (PsdeG-PP) sino que en el polo izquierdo ha surgido un BNG más fuerte que nunca. En Euskadi, el PSE se ha quedado más o menos como estaba mientras se consolida un bipartidismo nacionalista, PNV-Bildu. Paradojas nacionalistas del contexto actual: no plantear la independencia mejora resultados, insistir los empeora.
En Catalunya es donde la situación se ha vuelto más complicada. Cierto es que el PSC ha conseguido ocupar la centralidad del sistema de partidos catalán y, al mismo tiempo, el PP ha regresado con fuerza de la marginalidad en la que se encontraba (ha pasado de 3 a 15 escaños). La derrota independentista se ha saldado, por demás, con una minoría histórica: por primera vez desde el inicio de la democracia, el catalanismo ha dejado de ser mayoritario. El tradicional bipartidismo catalán de CiU y PSC, aunque se perfila, sigue sin acabar de recomponerse. Y si tanto en Barcelona como en el Parlament es posible formar grandes coaliciones sociovergents, lo cierto es que no se dan condiciones de estabilidad como para que esta opción, posible en lo aritmético, pueda volverse realidad.
El riesgo para socialistas y catalanistas de derecha sigue siendo demasiado grande, debido a la inercia del conflicto identitario de la pasada década. Al tratarse de una cuestión de identidad y los límites schmittianos del “nosotros/ellos”, cualquier tentativa de clausura se arriesga a beneficiar a las fuerzas políticas adláteres. No deja de ser sintomático, en este sentido, la irrupción de una extrema derecha independentista que se viene a hacer cargo del reflejo especular en el extremo derecho. No parece en este sentido que la reconstrucción del actor que era la antigua CiU vaya a poder volver a los escenarios anteriores al Procés.
La imposibilidad de un retorno a los equilibrios del 78 no solo afecta al antiguo mundo convergent. También el PP se las ve y se las desea para lidiar con Vox y mejorar sus opciones de cara a recuperar la centralidad con los nacionalismos vasco y catalán. Vox es la primera fuerza reaccionaria que remite a una genealogía crítica con los consensos del 78. Allí donde Ciudadanos era un producto (crítico e impugnatorio hasta cierto punto) del régimen, Vox irrumpió como una fuerza impulsada en la nostalgia del franquismo. Cada vez que Feijóo insinúa las posibilidades de entenderse con Puigdemont, en las derechas saltan todas las alarmas. Una cosa es que Junts vote abolir el impuesto de sucesiones y otra dar el visto bueno a la amnistía.
De igual modo, el PSOE se ha visto entrampado en su tentativa de hace un par de semanas al intentar pasar, con los votos del PP, leyes como la del suelo o la de la prostitución sin los apoyos parlamentarios de la investidura. No se puede descartar que la jugada estuviese orientada a realizar un guiño al electorado moderado. Pero tampoco es menos cierto que el PSOE, en general, y el PSC más en particular, llevan tiempo desplegando una estrategia basada en la restauración de los equilibrios previos a la crisis de régimen. ¿Será esto posible? ¿Existe alguna otra variable que pueda modificar este horizonte político?
Dinámica de la contienda
Mientras en la arena política de la constitución formal tiene lugar este compás de espera, en el terreno de la constitución material parece que está empezando a quedar atrás la fase baja de las olas de movilizaciones. En este umbral de restauración en que nos encontramos aumenta la tensión antagonista entre beneficiarios y perdedores de la multicrisis. Así, los ciclos de acción colectiva más recientes están recuperando cierta intensidad perdida. Su serie concatenada, conectividad de campañas y empoderamiento están al alza: las manifestaciones contra la turistificación, las luchas por alquileres dignos y contra la especulación inmobiliaria, las acampadas universitarias por Palestina, etc., etc. No son pocos los indicadores que cada día apuntan a una reversión de la tendencia y el inicio de una cuarta ola democrática.
En esta fase actual de cambio de tendencia resulta interesante observar los encuentros y desencuentros que se están dando entre los partidos que operan en el ámbito de la representación y la dinámica de la contienda. La escenificación reciente del conflicto con los partidos del gobierno, ya fuera contra el PSOE, en un acto con Josep Borrell, o contra Sumar, en otro de Yolanda Díaz y Estrella Galán, no son pautas habituales en otros movimientos más consolidados y estables que guardan otra interacción con los partidos más orientada a influir en las políticas públicas. Los sindicatos de inquilinos y su incidencia en los procesos legislativos son un buen ejemplo, aunque también la expresión de ciertos límites.
¿De qué sería síntoma esta tensión que ahora atraviesa este ciclo de luchas con una composición de edad, estudios, ideología, etc., tan concreta? ¿Se trata del error táctico que nace de la inexperiencia o de la expresión de un tipo de disenso con el gobierno inédito en los últimos tiempos (ciertamente no es una novedad)? Al ser la posición del gobierno de España, junto a Irlanda, Noruega y Eslovenia, una de las más próximas a la causa palestina en el entorno europeo, cabría preguntarse si perjudica o beneficia a la causa esta presión, pero también hasta qué punto se han vuelto precisas voces disidentes con el gobierno.
Aunque la genealogía de Sumar y las fuerzas que la integran a menudo tienen tras de sí largas trayectorias activistas (e incluso conflictos anteriores con los partidos), bien pudiera ser que el paso del tiempo no esté sentando bien a sus dirigentes y que se esté abriendo una brecha generacional que, a su vez, trae consigo una mutación ideológica. No hay nada nuevo en esto, si se observa en perspectiva histórica. A menudo, en el terreno de la constitución material hay escisiones generacionales que acaban configurando opciones de partido distintas al no haber sido resueltas las tensiones en las formaciones previas.
Con todo, estos cambios en el repertorio de acción colectiva deberían preocupar a las formaciones que han surgido de la aspiración a democratizar el régimen. Bien pudiera ser que la imposibilidad del retorno a los consensos del 78 también lo sea para los disensos de otrora. Después de todo, nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. Lo sintomático en cualquier caso también lo es en estas resistencias que se rearticulan fuera de los consensos de integración que se establecieron en 2019 con la incorporación de Unidas Podemos al primer gobierno de coalición. Si las elecciones reafirman el bipartidismo del 78 y la investidura catalana sigue adelante, quizá solo estemos atravesando el umbral de la restauración. Pero, ¿y si no es el caso?


