En Barcelona los parques no suelen gozar de mucha actualidad, pero estas últimas semanas la privatización del Park Güell para celebrar un discurso de Louis Vuitton los ha recuperado desde lo mediático, pues desde lo ciudadano parece imposible pese a la urgencia de más verde auténtico en la capital catalana.
La historia contemporánea de la ciudad con estos recintos aún está por escribir. Hoy iremos un momento al Parc del Guinardó, el segundo en la cronología del municipio tras el de la Ciutadella.
Ambos pueden ayudarnos a trazar un buen estado de esta cuestión condal por cómo han sido ninguneados en nuestro siglo. La Ciutadella ha visto cómo muchos elementos de la Exposición Universal de 1888 iban degradándose, pero claro, como no son periféricos, tarde o temprano debían recuperar su brillo. Así sucedió con El invernáculo y el mapa de las distancias, abandonado durante diez años hasta casi su completa destrucción, regresara en breve, esperemos bien restaurado.
No pueden decir lo mismo las placas de bienvenida del Parc del Guinardó, situadas junto a la calle de Sèrbia. Ojalá después de escribir este reportaje el problema se haya enmendado. Según las autoridades municipales, está en marcha la rehabilitación del recinto, pero ver esos vestigios tan maltrechos da pena, y casi es una metáfora del desprecio con que el actual consistorio socialista –de Mortadelo y Filemón para los amigos– trata a este barrio.

El tema del parque responde a unas dinámicas muy consistentes. Si nadie habla de ello todo está permitido, un poco como la frase de Dostoievski sobre Dios en Los hermanos Karamazov desde todo el cinismo de una clase politica incapaz de llegar a acuerdos de gobierno para impulsar políticas en pos del bien común.
Como eso no ocurre, nosotros, pese a jugarnos continuar en una lista negra, ejercemos el derecho a la crítica. Lo del parque del Guinardó es una pequeña piedra de un desastre mayúsculo.
Para comprobarlo basta caminar un poco por este inmenso barrio, definido hará medio siglo por Josep María Huertas-Clavería como el de mayor densidad de los márgenes, medio invisible en este sentido por sus dimensiones, otra buena treta para evitar reformas desde el conocimiento, pues, según comentan los más ancianos, sólo aparecen los concejales cuando se acercan elecciones.
En cambio, servidor lo pasea con voluntad y determinación para aportar soluciones. Hará cosa de tres años –lo he comentado en alguna ocasión–, el anterior Ayuntamiento me pidió una lista de elementos patrimoniales a proteger en el Guinardó. Les hice una lista de cincuenta que ampliaba en cuarenta y siete su elenco. En este breve tiempo alguna de las piezas reseñadas han desaparecido del panorama, de un banco a una casa de los años veinte ubicada en el passatge de la Vinya con Renaixença y Oblit, a una nada del mercado.

El inmueble no era ningún monumento a visitar por los turistas. El Guinardó sólo tiene guiris por la relativa proximidad de la Sagrada Familia. Dentro de poco los vecinos observarán cómo han homologado el barrio hasta aniquilar su identidad en pos de especulación e imposiciones inevitables, máxime cuando la Asociación de Vecinos no mueve un dedo en estas temáticas, como si se mimetizara con los mandamases de la plaça de Sant Jaume en no comprender cómo el patrimonio no son sólo los hitos, sino también todas aquellas piezas con capacidad de mostrar la historia de un lugar.
Por supuesto, ello no implica conservarlo todo, pero sí pensar algo más en cómo usar la piqueta como si no hubiera un mañana es nocivo porque, en general, las autoridades incompetentes no suelen mirar desde una idea de conjunto.
La finca derruida luce un aspecto más bien peculiar. Una de sus puertas asoma. Al lado, junto a su esquina en la calle Oblit, se instaló durante semanas un grupo de barraquistas. Las recientes lluvias los expulsaron de su minúscula vivienda. No sé si la tempestad les hizo tomar las de Villadiego a gran velocidad. De su estancia quedan alimentos, revistas, botas y una maleta rosa, desparramada por el maltrecho suelo.

Desde este mismo punto podemos observar otro adiós. En Oblit con Vinya existió durante décadas una hilera de pequeños negocios, a buen seguro juzgados por los habituales de la zona como extras para potenciar el mercado del Guinardó. Al propietario del terreno esto más bien le molestaba y usó su poder para acelerar la demolición de estas tiendas. Por ahora, el resultado es otro solar más y no tengo nada en su contra, pero al caminar la ciudad día tras día sé por experiencia que ahora mismo son un ente sólo útil para la miseria.
Hará más de una década, el alcalde Trías propuso un concurso para recabar propuestas para subsanar el vacío de tantos y tantos solares. La cosa duró un santiamén, y se desvaneció con el aterrizaje de Barcelona en Comú, partidaria, así lo corroboran los hechos, de dejarlos pudrir en vistas a futuras construcciones.

Los dos gemelos del Guinardó son un oprobio a partir de todos los componentes mencionados. Cuando paso por su lado sólo aprecio vallas y ningún atisbo de empezar con las obras de los bloques de pisos venideros, geniales para romper la harmonía de alturas en el passatge de la Vinya, fantásticos para encarecer más los apartamentos del barrio e inexistentes hasta la fecha, sin llenar un hueco más bien peligroso, pues así como no se entiende que la torre del Fang del Clot sea un almacén de chatarreros tampoco es muy comprensible ésta fractura a la vera de un mercado, cosas del socialismo de derechas y del anterior Comunismo neoliberal.
La guinda al pastel, manoseadísimo en mis reportajes de los últimos meses ante tantos aludes plagados de desatención, está en unas escaleras de la calle Sales i Ferré, uno de los más plácidos de toda Barcelona. Sus pasamanos fueron blancos en el pasado, mientras en nuestros días brillan bien desconchados, signo de cómo nadie de la Casa Gran se ha preocupado siquiera por darse un garbeo con la promesa de repararlos. ¿Para qué?

La confianza de los políticos para con la ciudadanía recuerda a la de la Cultura con sus devotos. En vez de tratar a los votantes como personas inteligentes se prioriza conformarse con altos índices de abstención sin pegar sello ni mejorar un sinfín de aspectos, porque es mucho más sencillo apostar por la ceguera de no dialogar y soltar eso de “endavant endavant sense idea i sense plan”, salvo si la cosa va de tejemanejes y fotos de cara a la galería.
En el siglo XXI barcelonés trabajar para los demás desde la poltrona es un sinsentido, porque se juzga más óptimo machacarnos con campañas sin credibilidad alguna pese a la masiva pasividad de los habitantes, quienes bien harían en protestar barrio a barrio para empoderarse y reivindicar una ciudad plural y justa, con menos postalitas y más apuestas desde el asfalto, no desde la irrealidad de sueldos aumentados y despachos geniales para poner los pies en la mesa, sin jamás gastar la suela de los zapatos.


