
El lector habitual de las Barcelonas sabrá que estas nadan en el pasado, pero nunca pierden el pulso al presente, con la virtud, algo más sencillo de lo que parece, de presentar casi por vez primera sitios condales siempre ignorados por el Poder y el Periodismo.
La experiencia me ha servido para comprender muchísimos detalles. A veces, una nada puede ser primordial para resumir una inmensidad. Esto sucede en muchas fronteras del Turó de la Peira, barrio donde navego estas semanas con mucha libertad mediante la escritura, pues es la única forma de ordenar ese caos querido por los constructores y la administración, convencidos de ser intocables desde la invisibilidad del lugar, más enrevesado si cabe por la incoherencia de sus limes.
Menciono este matiz cada semana y quizá sea hora de darle cuerpo. La barriada del Turó de la Peira, analizable como todas desde infinitas angulaciones, tiene unos límites perversos. Uno de ellos, desde la facilidad de la comprensión y su don divisorio, sería el mal llamado, debería ser una avenida, carrer de Pi i Molist, pero ojo, hay otra via larga previa, más antigua y en general muy olvidada.
Se trata del carrer, camino en las referencias clásicas, de Sant Iscle. Este partía l’avinguda dels Quinze, nacida en un cruce de passeig Maragall, y abarca hasta las estribaciones de Can Peguera. Podemos situarlo en las coordenadas del Turó de la Peira sólo porque muchas de sus construcciones son coetáneas a las de esta barriada pese a ser mundos diferentes, con Sant Iscle gloriosa por rodearse de aledaños.

Sant Iscle es una metáfora de esa nada querida para salir del paso, visible desde varias tesituras. La primera quizá sería su encrucijada con el passatge de Pi i Molist, apertura de una senda donde, en su lado hacia esta calle, apreciamos cómo su alineación se rompió durante la posguerra, pues antes tenía otro marchamo y espíritu, el de las casas bajas derrotadas por la Guerra Civil y el falso progreso del Desarrollismo en esos lares.
El rinconcito de esta supervivencia, con una finca de 1910, se complementó en los ochenta con un pasaje hacia Pi i Molist en honor al pintor Ricard Canals, nombre elegido un poco a la brava, pero ya volveremos a ese punto.
La inauguración real de Sant Iscle, al menos en su numeración, aparece junto a Fabra i Puig y el mercado de Vilapicina. El número 2, según una noticia de 1957, fue para empleados de correos. Una vez rebasado este tramo, el lado montaña se nutre de bloques horrendos, muy publicitados en los sesenta, entre ellos los de la cooperativa de vivienda La Constancia, cuya estética los solidifica en el cemento de cualquier cerebro, trastornado ante tanto cinismo y fealdad.
Estos monstruos configuraron nuevas calles del nomenclátor. Una de ellas, aún existente, es el pasaje de Pisaca, sin placa reconocible, como si sus habitantes no tuvieran derecho a una dirección postal. Uno dirá que a veces pasan estas cosas, más si los habitantes de esos pisos aceptan el carrusel de dejadez. Basta caminar un poco por los alrededores para darse cuenta de la dimisión municipal en atender las necesidades de estas personas, algo, siendo buenos, más o menos remediado con el tiempo, pero es caminar esos metros y percibir rarezas desde su intrínseco silencio.

La sensación se acrecienta entre el avance en el caminar y la hemeroteca. En 1963 algunos vecinos se quejaron de las deficiencias de otros inmuebles del Patronato Municipal de la Vivienda, abandonados una vez se cortó su cinta. Este preludio de la hecatombe de la aluminosis de 1990 entroncaba con una mala fama fomentada por la prensa franquista, amante de desprestigiar los márgenes mediante noticias funestas, tales como la detención de unos atracadores en 1942 o el suicidio de una anciana vecina en 1961, suicida tras ingerir una dosis de salfumán.
La extrañeza mayúscula arriba en el cruce con el carrer de Montsant. Este es parte de la Peira, bien sea por su denominación, bien porque su pendiente se engloba en la morfología propia de este territorio.
Justo después de este particular engarce damos con una plaza, difícil de localizar para quién la desconozca incluso en esta era veloz de internet, donde todo está en la red. Esta nos conduce primero a Valencia si buscamos el ágora dedicada al socialdemócrata sueco Olof Palme, cuyo asesinato causó gran conmoción en febrero de 1986.
No sucedió lo mismo con el de Anselmo Rábano, un hombre de cincuenta y cinco años acuchillado a las cinco de la madrugada del 8 de noviembre de 2003 en la plaça Olof Palme. Lo asesinaron y luego se comprobó cómo habían forzado el ingreso de su bar.
A lo largo de las semanas siguientes los vecinos, unos seiscientos, se manifestaron donde ocurrió el crimen y la prensa descubrió, en breves notas, que sólo en septiembre de ese año se habían denunciado una decena de delitos entre robos y agresiones. El resultado fue la promesa de mayor seguridad, con toda probabilidad agua de borrajas una vez desapareció la tensión.

Si lo afirmo es porque el tema de la violencia y la Peira es el cuento de nunca acabar. En 2018 hubo un tiroteo a plena luz del día y en 2023 los titulares resaltaron un caso más de violencia de género. En general cuando hay estas constancias no se trata de reforzar la seguridad de manera temporal, sino de proporcionar mejores condiciones para la ciudadanía, una asignatura pendiente sólo solucionable si la administración, en vez de poner los pies en la mesa del despacho, los depositara en la calle desde la proximidad para así diagnosticar más allá de estadísticas y gestos vacuos.
La misma plaça d’Olof Palme lo es y corresponde a la política de los consistorios socialistas de dar nomenclátor de izquierda a los márgenes, de la plaça de la República de Llucmajor a la de Salvador Allende del Carmel. Es la forma que los mandamases tienen de llenar huecos, cuando deberían apostar por colmar deficiencias estructurales y urgentes para brindar calidad de vida. La Peira desde su minuto cero fue un campo de operaciones similar a Bellvitge. Demos casas para ponernos una medalla y luego si eso ya reflexionaremos si convienen equipamientos, como si ese regalo a los pobres los equiparara con Pedralbes, donde cuando voy no me asombra la ausencia de tiendas porque, esa es una de las claves de las antípodas, leo en algunas puertas la palabra servicio y observo muchos coches dispuestos a bajar a Barcelona. Los ricos sí pueden tirar sin servicios municipales, pero la mayoría los requieren porque su situación los aboca a desear reforzar lazos comunitarios, posibles desde el sufrimiento compartido, imposibles desde el aislamiento con el resto de la población.



