En esta serie sobre el Turó de la Peira, lo he remarcado ya en alguna ocasión, he decidido ser libre en los movimientos, sobre todo porque el lugar de estudio ha sido condenado a no tener Historia y para comprender cómo no es así conviene observarlo con mucha atención desde detalles nada invisibles. Eso me conduce hoy a situarme en otro de los ingresos de este barrio aislado en una colina pobre, no como el Putxet. Me hallo en el carrer del Tajo, así bautizado con toda probabilidad desde los años cuarenta, cuando empezó su urbanización, no concretado, eso creo entender, hasta mediados de los años sesenta de la pasada centuria, cuando se derruyó un viejo puente de la riera d’Horta, pues al fin y al cabo la vía con nombre de gran río no deja de ser la continuación de esa enorme torrentera.

Ahora passeig Maragall empieza o termina en el carrer de Fulton, anteriormente dedicado al Progreso. Eso era cuando Horta aún lucía independencia de Barcelona. La delgadez de esta calle, un precioso enlace hacia el meollo del viejo Sant Joan, contrasta con la obvia amplitud de Tajo hacia su conjunción con Cartellà, una de sus conexiones en este tramo donde sirve de ingreso a otros sitios emblemáticos como la plaça de Bacardí o el carrer d’Horta.
Por lo tanto, oh qué raro, estamos en un enclave de frontera muy claro, eso sí, disimulado en lo que concierne al Turó de la Peira, al que sólo podemos acceder tras subir varias escaleras y sortear una autopista urbana, como si hacerlo fuera una penitencia, prueba del desinterés de los Ayuntamientos franquistas y democráticos hacia ese núcleo poblacional. Antes de llegar a esos peldaños el panorama está repleto de elementos contradictorios. Desde passeig Maragall bajamos hasta encontrar una especie de plaza en honor al político, escritor y médico gallego Alfonso Castelao.

Lo sabemos por un busto promovido en 1990 por la Asociación Cultural Saudade. Según esta, el republicano encarna ese concepto de nostalgia tan gallega. El autor, Manuel Mallo, declaró en una entrevista de 1994 sentirse muy orgulloso de su trabajo, al que califico sin titubeos de importante. Aquí podríamos refutarlo sin muchas dificultades. La cabeza del insigne prohombre se oculta en ese limbo absoluto de los márgenes por el nulo interés en dotar al centro de elementos de debate, ocurre lo mismo en el límite de Gràcia con el ágora de Francesc Pi i Margall, despolitizándolo para sedarlo y allanar con soltura el parque temático.
Castelao en esa nada no influye a nadie, más bien es como si hubieran exiliado a las letras gallegas para evitar molestias de ningún tipo. El espacio aledaño está lleno de bancos donde muchas personas charlan o leen desde la conciencia de no ser disturbadas porque por allí nadie pasa a pie al haberse concebido esos metros para uso exclusivo del vehículo privado.

La falta de pedagogía urbana no afecta sólo a la identidad plural de la capital catalana, sino también al modo de mirar la morfología. Como no hay una preocupación por aprehenderla pueden perpetuarse infinitos desbarajustes. Tajo, como Cartellà, debería bautizarse como riera d’Horta desde la coherencia espacial.
Esto último es una minucia. Cuando termina ese oasis de bancos, por una vez alargados para no incomunicar a sus usuarios, aparecen las fatídicas escaleras. Al pasear tanto he adquirido el don de la visión periférica y hago un barrido rapidísimo del alrededor. Veo cómo la riera d’Horta se despliega hacia Vilapicina. Detrás de mí está Tajo y hacia arriba el Turó de la Peira, separado de lo demás por este infame pedacito de Fabra i Puig, fantástico para la velocidad, idóneo para asesinar peatones.
Las vidas de la periferia cuentan menos, y no lo digo sólo por las muertes. En vez de estas escalinatas alguien podría meditar sobre cómo convertir Tajo en una pasarela digna para adentrarse en todos los barrios circundantes y resolver su condición actual de obscena carrera de obstáculos.

Esto no sucederá. Una vez cruzo la autopista, con un viraje de alarmante peligrosidad hacia sus alturas, arribo a los jardines de Tiberio Ávila, otro ilustre gallego muy comprometido con la noble tarea de unir a los republicanos catalanes y españoles. Como premio, dentro de esta obsesión por politizar la periferia en aras de silenciar el pasado, le otorgaron una bonita placa del nomenclátor en 2008, tan imprescindible que en 2024 es víctima de esa inevitable pandemia de letras caídas esparcida por toda Barcelona, un fenómeno grotesco con un mensaje en la chistera, más en estos jardines que sólo son una transición hacia el Turó de la Peira, pues de algún modo debemos alcanzar la meta fijada.
La desidia para reparar esas vocales y consonantes desaparecidas con Tiberio Ávila sintetiza muy bien cómo la izquierda se ha desentendido por completo de sus potenciales votantes, tanto por negligencia municipal como por conformarse con inaugurar sin transmitir, como si bastara cortar la cinta sin reflexionar sobre los valores que los nombres del callejero pueden proporcionar a los habitantes. Los valores y la acción, pues si la extrema derecha crece donde las papeletas deberían ser de izquierdas es por dimisión del progresismo, reacio a visitar sus nichos naturales y aún más a trabajar para ellos. Esta semana pasada se anunció un ambicioso, siempre lo son, plan de barrios. Mientras eso ocurre en España hay manifestaciones contra el Turismo de masas y el alcalde Collboni sigue relamiéndose con sus eventos internacionales que llenan los bolsillos de la ciudadanía, su gran devoción desde su ansiada silla en la plaça de Sant Jaume.

Espero, nunca se sabe en nuestra época, que hayan captado la ironía. Haría bien en reunirse con asociaciones alternativas, hace poco se supo cómo las oficiales recibieron 4 millones de euros durante el mandato de Ada Colau, y si quiere hasta le llevo de paseo para explicarle cómo Barcelona debe gobernarse calle a calle para invertir en las necesidades de los ciudadanos. Los del Turó de la Peira, salvo por el rejuvenecimiento de la inmigración que Junts no quiere ni en pintura, envejecen y requieren mejoras en el espacio público. Si el tramo narrado en estas Barcelonas se reformara sería una oportunidad para vertebrar barrios, fundiéndolos hasta posibilitar zonas de intercambios muy fructíferos que enterrarían la tragedia de esos pasos inútiles, insultos para la razón y la convivencia en el siglo XXI.


