Empezando por lo más sencillo: tanto el PSC como los Comunes, que suman un total de 48 diputados de los 65 necesarios. Es inimaginable que Junts per Catalunya, Aliança per Catalunya, VOX, y posiblemente la CUP den el voto favorable a Salvador Illa. Curiosamente, uno de los principales enemigos de enemigos del PSC es Junts per Catalunya, el partido que, ideológicamente —si dejamos de lado la gran bola de nieve del proceso— más se le parece. Más de derechas, sí. Pero con importantes puntos en común que se manifiestan en proyectos simbólicos como podrían ser la ampliación del aeropuerto o el Hard Rock.
Junts per Catalunya tiene un doble interés en la repetición electoral, y, por tanto, en el fracaso de Salvador Illa. El primero: que ERC se acabe de hundir para volverlos a situar en la posición de subordinación, ya que esta es, de hecho, la única relación aceptable con los republicanos desde su punto de vista. El segundo: esperar una subida de escaños propia que, por la gracia de dios (y por una cierta recuperación de la CUP), dé al independentismo una nueva mayoría absoluta que permitiría a Junts per Catalunya volver a Palau.
Por tanto, solo hay dos actores que puedan inclinar la balanza: el PP y ERC. Problema: el PP y el PSOE son, formalmente, partidos antagonistas. A priori no se les espera, porque un pacto entre ambos los debilita a ambos. Y más importante: de votar tanto el PP como los Comunes a favor de la investidura de Illa tampoco sumarían los votos necesarios.
Descartado el PP y el resto de partidos solo queda ERC. Pero ¿qué ERC? La pregunta, a estas alturas, se vuelve casi filosófica: ¿quién representa, ahora mismo, la voluntad del partido? Porque se trata de una ERC en desbandada, afligida por el agotamiento electoral, dividida internamente entre seguidores de Junqueras y de Rovira, avergonzada por las sucias maniobras de desprestigio a raíz del descubrimiento de los lamentables carteles contra Ernest Maragall, y acomplejada por la mirada inquisitiva de Junts.
Es digno de estudio cómo ERC, el partido más importante de la historia de Cataluña, actúa a menudo con el nivel organizativo de un grupo infantil de deportes de ocio. En estos momentos, la decisión “racional” de ERC en términos de partido sería evitar a toda costa ir a unas nuevas elecciones y dejarse otro puñado de diputados por el camino. Contra intuitivamente, sin embargo, esta decisión no se está tomando bajo la lógica de partido, sino bajo la lógica de las facciones internas. Es decir: no se trata de qué es lo mejor para el partido, sino de cómo la facción Rovira se impone a la facción Junqueras, y viceversa.
Esa era, como mínimo, la situación hasta la semana pasada. Ahora bien, los cambios respecto al caso Maragall parecen ensuciar más a los afines de Rovira que a los de Junqueras, y eso puede facilitar que el sector Rovira, con miedo de que les explote en la cara, decida quitarse de encima la lucha por la investidura.
Llegado a este punto, hay otro factor de dificultad y es que, en caso de hacerlo, deberían tener una justificación sólida que sirva a la vez de excusa. Aunque ERC y el PSC tienen terreno de sobra para encontrarse, los ecos del artículo 155 aún sobrevolan en la memoria de los republicanos. Esta justificación-excusa tiene un nombre: financiación singular. Y un problema: no pasará. Cataluña no obtendrá en esta legislatura la capacidad de gestionar la totalidad de los impuestos. El coste para Pedro Sánchez sería demasiado elevado.
Se trata, entonces, de conseguir algo que se parezca a la financiación singular sin que lo sea, y que tanto una facción como la otra no considere que una, o la otra, obtiene un beneficio propio que perjudique a su rival. Si cuesta entenderlo, es normal. Ni ellos mismos —ni ERC misma— saben qué quieren en estos momentos. ERC vive en un laberinto, y no parece que vaya a salir en una larga temporada.


