Las fronteras enrevesadas de la Peira

Ahora mismo me encuentro en una situación excepcional a la hora de escribir las Barcelonas, y no hablo del cambio en su periodicidad. Estos días, un asunto personal me obligó a permanecer en la ciudad, sin poder pasearla para reconocer el territorio, desgracia a la que se añadió estar alejado de mi archivo fotográfico. La combinación de obstáculos me ha exigido ser más abstracto, centrado en navegar sólo con la mente hasta el espacio exterior.

Por este motivo, qué cosas, hoy jugaremos con la geografía y los límites del Turó de la Peira,  prueba de un desbarajuste decenal y del nulo interés  por interpretar el entorno para mejorarlo.

Todo esto surge porque en la última entrega nos quedamos por los jardines de Tiberio Ávila, un republicano con su nombre deslucido o más lírico por la caída de las letras de su placa. Una vez la dejamos atrás accedemos al barrio del Turó de la Peira por el carrer de la Vall d’Ordesa, con poca Historia e intuyo escasa afición a recorrerlo, como si así se reconociera su rareza, continuación del carrer del Cadí y pasarela hacia Horta previo paso por la inevitable Fabra i Puig.

Antes de llegar a este ingreso hortense, sensacional si vamos hacia el carrer del Mestre Dalmau, caminamos por un falso desfiladero con tintes surrealistas de incongruencia. Hacia arriba, quizá la clave de todo este asunto, tenemos el parc del Turó de la Peira, mientras unos bloques irregulares, diríase un cartón a derribar de un plumazo, nos vetan la vista hacia la autopista de Fabra i Puig, omnipresente en el recorrido.

Esos edificios del carrer de la Vall d’Ordesa, entre ellos el de fachada verde que comprende los números del 25 al 29, son de finales de los años 50 y es lícito preguntarse si anticipaban el Brutalismo venidero o si eran un arreglo sin más en ese enclave aislado e invisible para el resto de ciudadanos.

Lo mismo debía ocurrir al otro lado del parque con el tramo conclusivo del carrer de Sant Iscle hacia Can Peguera. Confieso mi predilección por esos metros, capaces de generar perspectivas alucinantes de la simplicidad de esos inmuebles que aún ostentan, a lo pobre, cierta estética de la arquitectura española de los años 40. Este panorama hacia el único polígono superviviente de los de 1929 es como un embudo, sólo destapado por un pequeño paréntesis en el lado mar, más enfocado hacia otra frontera: Pi i Molist.

Este trecho de Sant Iscle tiene muchos trucos. Uno de ellos es el passatge del Nil, más arreglado en los últimos tiempos y vestigio del torrent que luego, en Sant Andreu, se llamará de Parellada tras bautizarse varias veces durante su descenso, mojándose en sí mismo.

Esta travesía es un mundo oculto dentro de otro sin apenas visitantes y nulas luces mediáticas, salvo cuando es útil para ejemplarizar desde la Crónica Negra. El túnel al aire libre de Sant Iscle no tiene ninguna connotación lúgubre, sobre todo porque cuando termina inicia Can Peguera.

He escrito en más de una ocasión sobre este polígono, dedicado durante la República a Francisco Giner de los Ríos y fundamental como resumen de la fiebre constructora en Barcelona durante los años veinte del siglo pasado, un decenio prodigioso en ese sentido pese a no tener mucha fama en el imaginario colectivo ni en los elencos bibliográficos.

Lo interesante aquí radica en la unión de Can Peguera y el parque del Turó de la Peira. El barrio, de los pocos con una autenticidad producto de su morfología y las casitas de planta, es de 1929 y esa fantástica extensión de verde se hizo pública en 1936. Median siete años entre ambas y casi podían ser la base para otro tipo de urbanización.

Si se hubieran tomado estas premisas, en realidad muy inviables desde la mentalidad y el deseo lucrativo de los dirigentes y empresarios de los 50, quizá Fabta i Puig no sería tan agresiva desde su lanzamiento en Virrei Amat y sus aledaños no tendrían tanta densidad desde lo feo de lo edificado, sino contacto con el amplio jardín, así como con el núcleo primordial de Vilapicina.

El último párrafo es como un sueño imposible. El vergel se capó con aluminosis, las pantallas de pisos cortaron integraciones entre los barrios, erigiéndose como murallas para jalonar a Fabra i Puig, oda a la verticalización sin criterio de los márgenes para venerar al coche urbi et orbi. El presente exhibe sin darse cuenta todas las arqueologías de estos límites del Turó de la Peira para así brindarnos mejor los despropósitos.

El único a eximir en esta ruta por los confines y puertas del Turó de la Peira sería el passatge de Grau, en marcha desde el quilómetro cero de Vilapicina, con origen derivado de los propietarios rurales de antaño y sólo engarzado con la calle de la cineasta Rosario Pi desde 2009, una ruptura en la secuencia montañesa de la barriada hacia las alturas, pues cuando se cortó la cinta de todo este conjunto Grau se hilaba con Peñalara y Aneto.

Si antes pisábamos Sant Iscle hacia Can Peguera no podemos irnos de tantas entradas y salidas sin retomarlo desde el mercat de la Mercè, de Vilapicina para los amigos, y comprobar cómo nada nos hace sospechar de dirigirnos hacia el Turó de la Peira, tanto por la solvencia de la vieja ruta como por el hechizo del passatge de pi i Molist, con su reloj de sol en ángulo con la homónima calle y siempre vinculado a la misma, como si lo próximo hacia la montaña fuera un cuento chino inventado por mentes malévolas, como si esa insoportable concentración de personas felices por tener un techo fueran una fábula, pues si nadie va su inexistencia se asimila con la certeza de muchos, todos ellos ignorantes.