Ya hace tiempo que las entidades sociales de nuestro país entendieron la importancia de trabajar la interlocución y la incidencia política con las administraciones públicas, los partidos y los grupos parlamentarios. Pero ¿cómo está funcionando la acción de “lobby? ¿Cómo se mide el impacto de la incidencia? A menudo las organizaciones valoran el éxito o el fracaso en función del número de encuentros realizados y del rango de los interlocutores. Sin duda estos elementos deben formar parte de la evaluación, pero no es suficiente. Tal y como me comentaba hace un tiempo un alto cargo del Govern, las entidades deberían preguntarse qué pasa cuando salen del despacho o de la sala de reuniones y los equipos del responsable político valoran el encuentro. Intuyo que muchas veces la respuesta no gustaría.
Entendemos por incidencia política el proceso llevado a cabo por individuos o colectivos con el objetivo de influir en las políticas públicas y las decisiones de asignación de recursos en sistemas políticos, económicos, sociales e institucionales. Hablamos de un elemento fundamental para abordar los desafíos a los que se enfrentan nuestras sociedades y clave en acciones como la defensa de derechos, la educación y la movilización o la participación ciudadana, a la vez que promueve una cultura política transparente y se convierte en herramienta de cambio social.
Tal y como decíamos, medir el impacto del trabajo en la incidencia política es crucial para evaluar su efectividad. Algunas maneras de hacerlo serían definir indicadores claros y específicos que midan el cambio deseado, el seguimiento de resultados, hacer evaluaciones en base a análisis de datos y evidencias, recoger historias de éxito y evaluar la capacidad de las entidades para construir alianzas. En cualquier caso, la medida del impacto debe ser integral y adaptada a los objetivos específicos de cada organización.
A menudo, cuando se habla de incidencia política se utiliza de manera indistinta de “lobby” y de “advocacy”, cuando de hecho no son muy bien lo mismo. La diferencia radica en su enfoque y alcance. El “advocacy” se centra en moldear a la opinión pública, crear conciencia y movilizar apoyo a través de campañas públicas y esfuerzos de base, mientras que el “lobbying” implica interactuar directamente con legisladores y cargos gubernamentales para influir en legislación o regulaciones específicas, enfocando las acciones a la toma de decisiones políticas.. Combinar ambas puede ser una buena estrategia para las organizaciones que buscan influir en políticas y decisiones gubernamentales.
Afirmaba la politóloga Hannah Arendt que “Quien no se interesa por los asuntos públicos, tendrá que conformarse con que otros decidirán sin tenerlo en cuenta”. A pesar de no ser una disciplina nueva, hablamos de siglos de historia, sí que estamos ante una realidad que cada vez coge más fuerza y protagonismo. El concepto “lobby” adquiere muchas veces una connotación negativa, provocada por el uso poco transparente y deshonesto por parte de algunos individuos y grupos de lo que debería ser la legítima influencia en los poderes públicos, provocando de esta manera una percepción errónea de la relación entre administraciones públicas y sociedad. Muy al contrario, hay que recordar que la sociedad civil y la iniciativa social olvida a menudo que tan legítima es la aspiración de los partidos a ostentar el poder como la de las organizaciones y los grupos de interés para influir en él. Es una acción profundamente democrática que refuerza el proceso político.
La mayor parte de los sistemas democráticos se fundamentan en la representación y se complementan, como elemento de mejora, en diferentes formas de participación, más o menos directa. Es aquí donde habría que reforzar el diálogo entre lo público y lo privado para garantizar la calidad de la toma de decisiones. Este diálogo, o la práctica de lo que llamamos asuntos públicos se fundamenta, entre otros, sobre dos pilares principales: estrategia y comunicación.
En cuanto a la estrategia, cualquier organización, entidad o empresa que quiera garantizar el éxito del impacto de su intervención en el espacio público, ya sea directamente o con la colaboración de profesionales externas, deberá tener claramente definidos los objetivos, revisar permanente las decisiones tácticas, controlar la eficacia de las tareas diarias y reducir los ricos de error.
Complementariamente, el discurso es clave para conseguir incluir nuestro relato en el debate público. Esto quiere decir proponer soluciones, alternativas y nuevos modelos. En el caso del sector social, aunque estos últimos años se ha empezado a entender la importancia de la comunicación como parte de la estrategia, queda un largo camino por hacer. ¿Os suena aquello de usar conceptos que sólo entendemos los del sector? Frank Luntz establece en su libro “Words that work” una de las reglas básicas de la comunicación: “no es lo que dices, es lo que escuchan”. A menudo olvidamos la importancia de adaptar el mensaje al público al que nos dirigimos y usamos lo mismo para todos.
Se trataría pues de poner sobre la mesa propuestas que favorezcan un cambio de mirada en la relación entre las administraciones públicas, las empresas y las entidades sociales, pasando del interés legítimo de cada una de las partes a una co-creación real de soluciones y respuestas para generar políticas públicas innovadoras y transformadoras. Este cambio debería conducir a la generación de un nuevo paradigma que puede convertirse en la base y modelo para resolver problemas y avanzar en el conocimiento. No se trata sólo de influir en una decisión, sino de que todas las partes sean escuchadas en el proceso de esta toma de decisión para garantizar el equilibrio.
Desde propuestas radicalmente democráticas y transparentes, hay que avanzar pues hacia la definición de un lobby social que permita la participación en el proceso de toma de decisiones públicas de las diferentes voces, mejore la interlocución del gobierno con los representantes de la sociedad civil, facilite la toma de decisiones a partir de evidencias y profundice en sistemas de rendición de cuentas y de cálculo del impacto de las políticas públicas. Cuanto más información y comprensión tenga el decisor sobre un asunto, menos recelo tendrá para regular y más calidad tendrá la regulación resultante. En un entorno competitivo, aquellas organizaciones que quieran ver incrementados sus recursos y su influencia deberán ser capaces de medir qué aportan.


