La imagen de inicio de este artículo es muy simbólica. Es sábado 31 de mayo de 1930. El ministro de Trabajo, Pedro Sangro y Ros de Olano, ha tenido una ajetreada mañana de reuniones en el Ritz, el hotel del Poder por excelencia, construido casi para que Alfonso XIII tuviera un digno alojamiento en la capital catalana antes del sueño del Palau Reial.
El prócer, a la sazón marqués de Guad-el-Jelú, partió del establecimiento de la Gran Via como cabeza de una comitiva de coches, bien dispuesta a pasear por la nueva Barcelona de aquel entonces, fruto de las políticas sociales consistentes en fomentar el cooperativismo de viviendas y las casas baratas, en plena construcción tras la Exposición de 1929, cuando su puesta a punto sirvió para maquillar el desastre de la Ciudad Condal a la hora de capear el temporal de la masiva inmigración de los años veinte.
El marqués iba acompañado de la flor y nata de la pía sociedad conservadora. El séquito se componía de fuerzas vivas con nombres del peso de Ferrer Vidal como Presidente de la Caja de Pensiones para la Vejez y Ahorros o el secretario del Patronato de la Habitación, Ramón Albó.
Justo en esa época este último vio como terrenos de su propiedad también sufrían una importante mutación urbanística hasta crear, gracias al viejo Salvador Riera, el mal llamado barrio de los segundos Indians, pero esa jornada el grupo hizo un recorrido más volcado a lo público para vanagloriarse de sus meritorios logros.
La primera parada fue fuera de Barcelona, en el polígono Milans del Bosch, el del Bon Pastor. En 1929 un decreto quiso agregar medio Sant Adrià del Besós. Luego fue revocado, aunque en 1944 el núcleo del que hablamos y las casas baratas ubicadas en Baró de Víver sí pasaron a engrosar la nómina de anexiones condales, de hecho fueron las últimas, si bien el desprecio a los márgenes las omite y queda Sarrià como colofón de todo ese proceso.

Bien, el ministro y sus acólitos debieron admirar esos bloques tan uniformes. En los últimos años se los han cargado para dejar una decena de casas como recuerdo museístico mal comunicado, no sin antes trasladar a los vecinos a pisos más acordes con la contemporaneidad.
Sería maravilloso tener una máquina del tiempo y seguir en directo a esos señores, que, pese a su ideología nada disimulada de derechas, no podían intuir el futuro de Guerra Civil, Dictadura y densidad demográfica a lo bestia. Para ellos, esas casitas de planta eran una bendición para los pobres del otrora Sant Adrià.
Estos mandamases iban en automóvil. A veces paseo por esos lares y aún corro un mínimo de riesgo de perderme por cierto caos morfológico. Ellos lo sortearon y tomaron la directa hasta Horta. Y bien, aquí un lector quisquilloso podría enfadarse, pero es que en 1930 Nou Barris como topónimo no era ni siquiera una quimera. Su destino era el grupo Ramón Albó en las antiguas hectáreas de la Marquesa de Castellbell, quien, dadivosa, las cedió para alzar 534 viviendas, una escuela y un cuartel de la Guardia Civil para controlar a los futuros pobladores, muchos de ellos, más tarde lo constató la sabiduría histórica, de ideología afín al Anarquismo.
Hemos llegado a Can Peguera. El marqués ensalzó su emplazamiento y atendió con gusto las explicaciones de los arquitectos Turull, quien falleció en 1934 tras un accidente pirotécnico en la verbena de Sant Joan, y Sagnier, el hijo del héroe medio anónimo de los más de trescientos inmuebles esparcidos un poco aquí y allá por toda Barcelona al ser un rey del eclecticismo, rentabilizar su nobleza y destacar en el ajuste presupuestario.

Su retoño siguió durante décadas en la senda de la obra social. De hecho, siempre me gusta remarcar cómo la casa del Guix del Clot lleva su firma y eso es mucho al ser la primera pensada desde una idea reacia al cielo y favorable a la verticalidad, consagrada, desde un racionalismo extremo muy en sintonía con las querencias de los años 40, en la Meridiana, donde una de sus piezas para la Caja de Ahorros debería tener más relevancia en el imaginario.
Sea como fuera aquí vemos un clásico de clásicos. Las fechas habituales de Can Peguera, por pura desidia investigadora, sitúan su fundación en el inevitable 1929 expositivo, casi como si quisieran rendir honores al final de La ciudad de los prodigios de Mendoza al sumarse al disparate, típico en la historiografía sobre la protagonista de estas páginas, encargadas de precisar para enmendar, en muchas ocasiones, errores ajenos.
Nosotros volveremos a este barrio que Trías quiso convertir en Súper Illa sin jamás pisarlo porque claro, al ser peatonal la medida era un remache de hipocresía. Podemos convertir muchos puntos en espacio limpios de humos; la mayoría no requieren intervenciones municipales, sólo mejoras, a veces nada quirúrgicas, pues está muy bien proteger este patrimonio sí, aunque la verdadera urgencia radique en su bajísimo PIB.
En ese 1930 bastaba con anhelar el corte de la cinta al cabo de unos meses. La dictablanda era un paréntesis y todo parecía ir viento en popa dentro de la tempestad. Barcelona superaba a Madrid en número de habitantes y llenar sus huecos con bienes para sus ciudadanos de nuevo cuño era extraordinario.
El desfile de potentados siguió su marcha hasta la clausura de la excursión. Quizá pudieron ver las cooperativas militares del Guinardó y después fueron hasta una de las montañas barcelonesas más hermosas, la de Can Baró, en cuya base y hacia arriba surgían varios ejemplos cooperativos, como el de los periodistas, motivo de queja incluso en la Gaceta Municipal por su lujo, asimismo visible en su fragmentada continuación en la Font d’en Fargues.

El periodista de ese instante cita la cooperativa de Can Baró como de la Salud. El motivo es bien simple. El nomenclátor aún no había asimilado denominaciones obvias para nosotros, aunque quizá no para todos, pues muchos barceloneses no sabrían decirnos la diferencia entre Can y Torre Baró a causa de una deseducación profunda y la ausencia de un sentimiento federal que, en mi modesta opinión, debiera ser imperativo.

La clausura de ese 31 de mayo no deja de brindarnos otro aviso para navegantes. El ministro de Trabajo visitaba cooperativas y polígonos, mientras el de Instrucción Pública se acompañaba por el Alcalde Güell y el arquitecto Goday para aplaudir su labor para con las escuelas Municipales como el grup Baixeras junto a la vía Laietana, la Farigola de Vallcarca, la del Bosc en Montjuic o las del parc del Guinardó, estas con rúbrica de Adolf Florensa. De este modo ese sábado fue una oportunidad para observar los progresos en temas eternos como la habitabilidad y la educación. El 14 de abril de 1931 se proclamaría la República. Casi cien años después pedimos soluciones para estos males de ayer, hoy y siempre.


