Recibí con entusiasmo la noticia de que Capitán Swing rescataba el clásico Tomates verdes fritos de Fannie Flagg, descatalogado durante años en castellano, en una nueva edición que en pocas semanas volvía a estar agotada.
Entonces solo había visto su adaptación cinematográfica, dirigida por Jon Avnet y con guion coescrito por la propia autora, y de insospechado éxito taquillero a principios de los noventa. De la película me había interesado especialmente el subtexto queer, que pasó desapercibido a una audiencia desacostumbrada a ver a una pareja de lesbianas en la gran pantalla. En cualquier caso, la fórmula hollywoodiense fue efectiva: consiguió vender la relación entre Idgie y Ruth, dos mujeres que se cargan a un marido maltratador, crían a un niño, y regentan un café en la Alabama de los años treinta, como una bonita amistad femenina.
A un público Centennial no se le escapa que aquí hay tomate. Quizá porque las nuevas audiencias están más versadas en shippear (el arte de emparejar a personajes ficcionales, o famosos, y fantasear con que tengan una relación). Desde luego, la cuestión tampoco pasó inadvertida para la organización Gay and Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD) que, en abril de 1992, entregó al filme el premio a la Mejor Película con contenido lésbico.
En la novela, la narración se articula en gacetillas del semanario de Whiste Stop, un pueblecito de Alabama. La historia es en realidad una historia dentro de otra historia que se desarrolla en dos tiempos: desde el presente narrativo de la década de los ochenta, Evelyn Couch, una mujer menopáusica, con sobrepeso y con decepciones matrimoniales, conoce a Ninny Threadgoode en una residencia de ancianos; este encuentro pronto se convierte en visitas semanales en las que Ninny relatará su juventud en Whistle Stop, en los años de la Gran Depresión, donde su cuñada, Idgie, y su amiga, Ruth, tenían una cafetería. La anciana relata historias de su familia y de sus amigos de color, los Peavey.
Blancos, negros y gente de toda condición vivían en armonía, eran felices y comían perdices.
Pero el tono amable, fresco y facilón con el que se aborda la cuestión de la segregación racial ha envejecido nada más que regular. Tanto la novela como la película son igualmente perniciosas en lo relativo al retrato del racismo de la sociedad sureña. Flagg trata de trasladar un mensaje de comunidad y de resiliencia que habría hermanado a blancos y negros durante los años que siguieron al crac del 29. Sin embargo, parece interesada en corregir, tan solo, los estereotipos negativos asociados a los blancos; mientras que es continuista con la tradición de retratar a los negros como leales, serviles, devotos e inofensivos y, en definitiva, subsumibles dentro del arquetipo de Tío Tom, en un contexto en el que el Ku Klux Kan llegó a sumar más de 4 millones de adeptos.
Lo que sí me ha entusiasmado es la centralidad que ocupa la cocina en la narración. El título de la novela ya adelanta la importancia de lo gastronómico en nuestra historia. En el prólogo a la edición, Pepa Blanes muestra su riqueza y ambivalencia: mientras que la cocina es para Idgie y Ruth un sustento y un elemento aglutinador para mantener unida a la familia; para Evelyn, la comida es una vía de escape donde canalizar toda la ansiedad y frustración que experimenta cotidianamente. Es un arma de doble filo para las mujeres: un yugo que las mantiene atadas a sus labores, y al mismo tiempo, un saber milenario que se transmite de generación en generación y que refleja la idiosincrasia de la comunidad.
Cómo olvidar la sensualidad de cuando Idgie recoge la miel para compartirla con Ruth y le revela sus sentimientos. O, más adelante en la película, la lucha de comida se vuelve metáfora de la consumación del amor entre las protagonistas.
O, en un giro de guion, la cocina sirve también para eliminar las evidencias de un crimen muy a lo Almodóvar.
Yo por lo pronto me he quedado con ganas de probar a qué saben los tomates verdes fritos. Y, dado que el mítico Rita Blue apagó los fogones y nos dejó sin una receta tan querida, no me va a quedar más remedio que atarme el delantal y ponerme manos a la obra. Voy a seguir las indicaciones que se recogen al final de la novela, que incluye un recetario de lo que se servía en el café Whistle Stop. ¡A ver qué sale!


